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Una consideración práctica le pasó por la cabeza y buscó con la mirada en la penumbra de la oficina. Por fin su mirada se posó en un pesado pisapapeles de granito, uno de los muchos regalos recibidos cuando le hicieron socio. Utilizado correctamente podía hacer mucho daño. Jack estaba seguro de que sabría usarlo. Si iba a caer no se lo pondría fácil. Esta postura fatalista le ayudó a fortalecer su decisión. Esperó unos segundos antes de aventurarse al pasillo; no olvidó cerrar la puerta. Los que le buscaban tendrían que abrir todas las puertas para dar con su oficina.

Caminó agachado cuando se acercó a una esquina. Ahora deseó con toda el alma que la planta estuviera a oscuras. Inspiró con fuerza y espió. El camino estaba despejado, al menos por ahora. Pensó deprisa. Si había más de un intruso, sin duda se separarían para reducir a la mitad el tiempo de la búsqueda ¿Sabrían que estaba en el edificio? Quizá le habían seguido hasta aquí. Eso era preocupante. Tal vez en este momento le rodeaban, se acercaban desde direcciones opuestas.

El sonido se acercaba. Pisadas. Afinó el oído al máximo. Le pareció escuchar la respiración de otra persona, o al menos se lo imaginó. Tenía que decidirse. Su mirada se posó en algo que había en la pared, algo que brillaba: la alarma de incendios.

Estaba a punto de lanzarse cuando una pierna asomó por la esquina al otro extremo del pasillo. Jack retrocedió sin esperar a ver el resto. Caminó a paso ligero en la dirección opuesta. Dio la vuelta en la esquina, cruzó el vestíbulo, y llegó a la puerta de la escalera. La abrió de un tirón; el chirrido de las bisagras resonó por todo el piso.

Oyó el ruido de pies que corrían.

– ¡Mierda! -Cerró de un portazo y corrió escaleras abajo.

Un hombre apareció en la esquina. Llevaba la cabeza cubierta con un pasamontañas y empuñaba una pistola en la mano derecha.

Se abrió la puerta de una oficina y Sandy Lord salió al pasillo, en camiseta y los pantalones bajados hasta las rodillas. Lord tropezó y se llevo por delante al hombre. Ambos cayeron al suelo. En la desesperación por sujetarse, Lord le arrancó el pasamontañas.

Lord se puso de rodillas; le chorreaba sangre de la nariz.

– ¿Qué coño pasa aquí? ¿Quién coño es usted? -Lord miró furioso al desconocido. Entonces vio el arma y se quedó inmóvil.

Tim Collin le devolvió la mirada al tiempo que sacudía la cabeza como si lamentara su mala suerte. Ahora ya no podía escoger. Levantó la pistola.

– ¡Virgen santa! ¡Por favor, no! -chilló Lord e intentó apartarse.

Sonó el disparo y la sangre brotó en el centro de la camiseta.

Lord jadeó una vez, con los ojos vidriosos y su cuerpo cayó contra la puerta que se abrió del todo. En el interior, una joven casi desnuda miraba atónita el cadáver del abogado. Collin maldijo por lo bajo. Miró a la muchacha.

Ella sabía lo que le esperaba, Collin lo veía en sus ojos aterrorizados.

– Lo siento, señora. En el lugar equivocado, a la hora equivocada.

La pistola disparó por segunda vez y el cuerpo delgado salió despedido hacia atrás. Con las piernas abiertas, los puños abiertos, los ojos miraron sin ver el techo; su noche de placer se había convertido bruscamente en su última noche en la Tierra.

Bill se acercó a la carrera al compañero arrodillado y observó la carnicería con una expresión de asombro que cambió por otra de furia en un segundo.

– ¡Estás loco! -gritó.

– Me vieron la cara, ¿qué coño iba a hacer? ¿Pedirles que prometieran silencio? ¡A la mierda con ellos!

Los nervios de los dos hombres estaban al rojo vivo. Collin apretó con fuerza la culata del arma.

– ¿Dónde está? ¿Era Graham? -preguntó Burton.

– Sí. Bajó por las escaleras de incendios.

– Le perdimos.

– Todavía no. -Collin se levantó-. No he matado a dos personas para que se largue.

Antes de que pudiera dar un paso, Burton le sujetó.

– Dame la pistola, Tim.

– Coño, Bill, ¿te has vuelto loco?

Burton meneó la cabeza, sacó su pistola y se la dio a Collin al tiempo que cogía la del joven.

– Ahora ve a por él. Yo intentaré controlar los daños.

Collin corrió hacia la puerta y desapareció por la escalera.

Burton miró los dos cadáveres. Reconoció a Sandy Lord y contuvo el aliento. «Maldita sea, maldita sea», murmuró. Dio media vuelta y regresó de prisa a la oficina de Jack. Mientras seguía a su compañero, había dado con ella cuando sonó el primer disparo. Abrió la puerta y encendió la luz. Echó una ojeada. El tipo se había llevado el paquete. Estaba claro. Richmond había acertado con Edwina Broome. Whitney le había confiado el paquete. Mierda, habían estado cerca. ¿Quién se iba a pensar que Graham o cualquier otro estaría aquí tan tarde?

Echó otra mirada al contenido de la habitación, después se fijó en lo que había sobre la mesa. En unos segundos ya tenía un plan. Ya era hora de que les sonriera la suerte. Se acercó a la mesa.

Jack llegó al primer piso y tiró de la manija. No se movió. Se le heló el corazón. Ya habían tenido el mismo problema antes. En los simulacros de incendio las puertas habían permanecido cerradas. El problema estaba resuelto según el administrador. ¡Estupendo! Sólo que ahora su error le costaría la vida. Y no por culpa de un incendio.

Miró escaleras arriba. Bajaban deprisa, ya no les preocupaba el silencio. Jack subió al segundo piso, y musitó una plegaria antes de coger la manija. Casi gritó de alivio al sentir que giraba. Dobló la esquina, y al llegar al ascensor apretó el botón. Después corrió de vuelta hasta la esquina y se ocultó.

¡Venga! Oyó el ruido del ascensor que subía. Entonces pensó en algo terrible. El perseguidor podía estar en el ascensor. Quizá había descubierto las intenciones de Jack y pretendía adelantarse.

El ascensor llegó al piso. En el momento que se abrían las puertas Jack oyó el golpe de la puerta de la escalera de incendios contra la pared. Corrió hacia el ascensor, saltó entre las puertas que estaban a punto de cerrarse con tanta violencia que se estrelló contra la pared de la cabina. Se levantó de un salto y apretó el botón del garaje.

Jack notó la presencia al instante, el sonido de la respiración agitada. Vio algo negro, después el arma. Tiró el pisapapeles contra el desconocido y se acurrucó en un rincón.

Oyó un grito de dolor cuando las puertas se cerraron.

En cuanto llegó al garaje corrió en la penumbra hasta llegar al coche y al cabo de unos momentos atravesó la puerta automática y pisó el acelerador. El coche salió disparado. Jack miró por el retrovisor. Nada. Se miró en el espejo. Tenía el rostro bañado en sudor. Notó el cuerpo rígido por la tensión. Se masajeó el hombro que se había golpeado contra la pared del ascensor. Se había librado por los pelos.

Se preguntó dónde iría. Le conocían, al parecer lo sabían todo de él. Era obvio que no podía volver a su casa. Entonces, ¿dónde? ¿A la policía? No. No hasta que supiera quién le perseguía. El mismo que había podido matar a Luther a pesar de todos los polis. El que parecía saber lo mismo que sabían los polis. Esta noche se quedaría en algún lugar de la ciudad. Tenía las tarjetas de crédito. Por la mañana, a primera hora, llamaría a Frank. Entonces se acabarían los problemas. Miró el paquete. Pero esta noche echaría una ojeada a aquello que casi le había costado la vida.

Russell se tapó con la sábana. Richmond había acabado encima de ella. Después de haberla utilizado, se había ido sin decir palabra. La mujer se frotó las muñecas magulladas por las manos del presidente. También le dolían los pechos maltratados. Recordó la advertencia de Burton. Christine Sullivan también había sido destrozada, y no sólo por las balas de los agentes.

Movió la cabeza lentamente, mientras luchaba por contener las lágrimas. ¡Había deseado esto con tantas ganas! Había deseado que Alan Richmond le hiciera el amor; lo había imaginado como algo romántico, idílico. Dos personas inteligentes, dinámicas y poderosas. La pareja ideal. Qué maravilloso hubiera sido. Y entonces la visión del hombre la devolvió a la realidad; la había poseído con el rostro inexpresivo como si hubiese estado masturbándose en el baño con el último Penthouse. Ni siquiera la había besado, no había dicho ni una palabra. Se había limitado a desnudarla en cuanto ella entró en el dormitorio, y después de penetrarla se había marchado. No había tardado ni diez minutos. Y ahora estaba sola. ¡Jefa de gabinete! Puta jefa era más exacto. Le entraron ganas de gritar: «¡Te follé! ¡Cabrón! ¡Te follé aquella noche en aquel dormitorio y no pudiste hacer nada por evitarlo, hijo de puta!»

Sus lágrimas mojaron la almohada y se reprochó a sí misma su debilidad. Había estado tan segura de sus habilidades, de su capacidad para controlarle… Cómo había podido ser tan tonta… El hombre había mandado matar. Walter Sullivan. Walter Sullivan había sido asesinado, con el conocimiento, con la bendición del presidente de Estados Unidos. Cuando se lo contó, a ella le pareció increíble. Había dicho que deseaba mantenerla informada de todo. Tendría que haber dicho aterrorizada. Ella no sabía lo que el hombre se traía entre manos. Russell ya no era una pieza básica de la campaña, y dio gracias a Dios por no serlo.

Se sentó en la cama, se tapó como pudo con el camisón roto. Se estremeció de vergüenza. Ahora se había convertido en su puta particular. Pero también era algo más. Y como una consideración por esto, lo único que había obtenido era la promesa tácita de que no la aplastaría. Pero, ¿eso era todo? ¿De verdad no había nada más?

Se envolvió con la manta y miró la habitación en penumbras. Ella era una cómplice. Pero también era algo más. Era un testigo. Luther Whitney también había sido un testigo y ahora estaba muerto. Richmond había ordenado con toda tranquilidad la ejecución de uno de sus más viejos y queridos amigos. Si podía hacer eso, ¿qué valía su vida? La respuesta estaba clara.

Se mordió una mano hasta que se hizo daño. Miró la puerta por la que él había salido. ¿Estaba allí, escuchando agazapado en la oscuridad? ¿Planeaba qué hacer con ella? Tembló de miedo. Estaba atrapada. Por una vez en la vida no tenía opciones. Ni siquiera estaba segurar de que sobreviviría.

Jack dejó la caja sobre la cama, se quitó el abrigo, miró a través de la ventana de la habitación del hotel y después se sentó. Estaba seguro de que no le habían seguido. Había salido de aquel edificio como alma que lleva el diablo. Había decidido, en el último momento, abandonar el coche. No sabía quiénes eran los perseguidores, pero daba por hecho que contaban con los medios para rastrear el paradero del coche.