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Jack encendió la luz de su oficina y cerró la puerta. Echó una ojeada a su nuevo dominio conseguido gracias a su ascenso a socio. Su reino, aunque sólo fuera por un día más. Era impresionante. El mobiliario de primera calidad, la alfombra y el tapizado de las paredes, de lujo. Se paseó delante de sus diplomas enmarcados. Algunos los había conseguido con esfuerzo, otros se los habían concedido sólo por ser abogado. Vio que habían recogido los papeles desparramados por el escritorio, obra de la eficaz cuadrilla de limpieza acostumbrada al desorden de los abogados y a sus ocasionales rabietas.

Se sentó en el sillón de cuero y se echó hacia atrás. Era mucho más cómodo que su cama. Se imaginó a Jennifer hablando con su padre. Ransome Baldwin se pondría rojo de furia ante lo que interpretaría como un insulto imperdonable a su preciosa hijita. El hombre llamaría por teléfono mañana por la mañana y su carrera como abogado de empresa se habría acabado.

No le importaba en lo más mínimo. Lo único que lamentaba era no haberlo hecho antes. Con un poco de suerte le aceptarían otra vez en la oficina del defensor público. Aquello era lo suyo. Nadie se lo impediría. Sus problemas habían comenzado cuando intentó ser alguien que no era. No cometería el mismo error nunca más.

Pensó en Kate. ¿Dónde iría? ¿Iba en serio lo de dejar el trabajo? Jack recordó la expresión fatalista en su rostro y llegó a la conclusión de que sí, ella lo había dicho en serio. Él había vuelto a suplicarle. Como había hecho cuatro años antes. Le había suplicado que no se fuera, que no volviera a desaparecer de su vida. Pero había habido algo imposible de atravesar. Quizás era la culpa que sentía. O quizá se trataba sencillamente de que ella no le quería. ¿Alguna vez se lo había planteado? La verdad era que no. Al menos conscientemente. Le ponía los pelos de punta pensar en la respuesta. Sin embargo, ahora ¿qué más daba?

Luther estaba muerto; Kate se marchaba. Su vida no había cambiado mucho a pesar de la reciente actividad. Por fin, los Whitney le habían abandonado para siempre.

Miró la pila de mensajes rosados. Pura rutina. Entonces apretó un botón del teléfono para escuchar el contestador automático, cosa que no había hecho en un par de días. Patton, Shaw permitía a sus clientes la elección de dejar los anticuados mensajes escritos u optar por el moderno contestador. A los clientes más quisquillosos les encantaba este último. Al menos así no tenían que esperar para despacharse a gusto.

Había dos llamadas de Tarr Crimson. Le buscaría a Tarr otro abogado. Patton, Shaw era demasiado caro para él. Había otros cuantos relacionados con los Baldwin. Bien. Estos podían esperar al próximo tipo que le cayera en gracia a Jennifer Baldwin. El último mensaje despertó su atención inmediata. Era la voz de una mujer. Suave, tímida, mayor, incómoda por tener que hablar con el contestador. Jack lo escuchó otra vez.

«Señor Graham, usted no me conoce. Me llamo Edwina Broome. Era amiga de Luther Whitney.» ¿Broome? El nombre le sonaba. «Luther me dijo que si le pasaba alguna cosa tenía que esperar un poco y entonces enviarle el paquete. Me dijo que no lo abriera y no lo hice. Dijo que era como una caja de Pandora. Si miraba en su interior podía pasar una desgracia. Dios bendiga su alma, Luther era un buen hombre. No tuve noticias suyas, aunque no las esperaba. Pero se me ocurrió que debía llamarle y averiguar si usted había recibido el paquete. Nunca había enviado nada por este sistema, creo que lo llaman servicio inmediato. Y pienso que lo hice bien, pero no lo sé. Si no lo ha recibido, por favor llámeme. Luther dijo que era muy importante. Y Luther nunca decía nada que no fuera verdad.»

Jack escuchó el número de teléfono y lo anotó. Verificó la hora de la llamada. El día anterior por la mañana. Buscó en la oficina. No había ningún paquete. Fue al trote por el pasillo hasta la mesa de su secretaria. Tampoco estaba allí. Volvió a su oficina. «Dios mío, un paquete de Luther. ¿Edwina Broome?» Se pasó la mano por el pelo, se rascó la cabeza, se obligó a pensar. Entonces recordó el nombre. La madre de la mujer que se había suicidado. Frank la había mencionado. La presunta cómplice de Luther.

Jack marcó el número. Le pareció que sonaba una eternidad.

– ¿Ho… hola? -La voz sonaba somnolienta, lejana.

– ¿Señora Broome? Soy Jack Graham. Perdone por llamarla tan tarde.

– ¿Señor Graham? -La voz cambio de tono. Sonó alerta, vivaz. Jack se imaginó a la mujer sentada en la cama, con el camisón cerrado hasta el cuello, mientras miraba nerviosa el teléfono.

– Lo siento, acabo de recibir su mensaje. No recibí el paquete, señora Broome. ¿Cuándo lo envió?

– Déjeme pensar un minuto. -Jack oyó la respiración laboriosa-. Hoy hace cinco días.

– ¿Tiene el recibo con el número?

– El hombre me dio un papel. Tendré que ir a buscarlo.

– Esperaré.

Repiqueteó con los dedos sobre la mesa. Intentó no perder el control. «Aguanta, Jack. Aguanta un poco más.»

– Ya lo tengo, señor Graham.

– Por favor, llámeme Jack. ¿Lo envió por Federal Express?

– Así es, sí.

– Muy bien, ¿cuál es el número de rastreo?

– ¿El qué?

– Perdón. El número que está en la esquina superior derecha del papel. Es una hilera de números muy larga.

– Ah, sí. -La mujer los leyó. Jack los anotó y se los repitió para confirmarlos. También confirmó la dirección de la firma.

– Jack, ¿esto es muy serio? Me refiero a la forma en que murió Luther y todo eso.

– Aparte de mí, ¿la ha llamado alguien que no conozca?

– No.

– Bueno, si le llaman quiero que avise a Seth Frank, del departamento de policía de Middleton.

– Le conozco.

– Es una buena persona, señora Broome. Puede confiar en él.

– Está bien, Jack.

Jack colgó y llamó a Federal Express. Oyó el ruido del teclado delordenador al otro lado de la línea. La voz de la mujer era profesional y concisa.

– En efecto, señor Graham, lo entregaron en las oficinas de Patton, Shaw amp; Lord el jueves a las diez y dos minutos de la mañanay el recibo lo firmó la señora Lucinda Alvarez.

– Muchas gracias. Supongo que estará por alguna parte. -Estaba a punto de colgar cuando escuchó la pregunta de la mujer.

– ¿Hay algún problema en particular con la entrega del paquete, señor Graham?

– ¿Un problema particular? -repitió Jack, extrañado-. No, ¿porqué?

– Según los datos que aparecen en pantalla preguntaron por el paquete hoy mismo.

– ¿Hoy? -Jack se puso tenso-. ¿A qué hora?

– A las seis y media de la tarde.

– ¿Dieron algún nombre?

– Eso es lo extraño. Según el registro, la persona también se identificó como Jack Graham. -Por el tono quedaba muy claro que dudaba mucho de la verdadera identidad de su interlocutor.

Jack sintió un sudor frío. Colgó el teléfono. Alguien, no sabía quién, compartía su interés por el paquete. Y ese alguien sabía que estaba destinado a él. Le temblaban las manos cuando volvió a coger el teléfono. Llamó a Seth Frank, pero el detective se había ido a su casa. La persona no quiso darle el número particular, y Jack recordó que se había dejado el número en el apartamento. Después de mucho insistir, la persona llamó a la casa del teniente, sin obtener respuesta. Maldijo por lo bajo. Una llamada a información no dio resultado; el número era privado.

Jack se reclinó en el sillón, su respiración era cada vez más agitada. Sentía una fuerte opresión en el pecho. Siempre se había considerado como una persona muy valiente. Ahora no lo tenía tan claro.

Se obligó a centrarse en el asunto. Habían entregado el paquete. Lucinda había firmado el recibo. La rutina en Patton, Shaw era estricta; la correspondencia tenía una importancia vital para cualquier firma de abogados. Los paquetes traídos por Federal Express los repartían los mozos con la otra correspondencia del día. La transportaban en un carrito. Todos sabían dónde estaba la oficina de Jack. Incluso si no lo sabían, la firma imprimía un plano que se actualizaba periódicamente. Si utilizaban el plano correcto, pensó Jack.

Jack corrió hacia la puerta, la abrió y siguió su carrera por el pasillo. A la vuelta de la esquina, en la dirección opuesta, se encendió la luz en la oficina de Sandy Lord.

Encendió la luz en su vieja oficina. Sin perder ni un segundo, buscó entre las papeles, carpetas y otros objetos amontonados sobre la mesa; nada. Entonces apartó la silla para sentarse y vio el paquete en el asiento. Jack lo recogió. En un gesto instintivo miró a su alrededor, vio las persianas abiertas y se apresuró a cerrarlas.

Leyó la etiqueta: Edwina Broome a Jack Graham. Era el paquete. Parecía ser una caja, pero pesaba poco. Una caja dentro de otra, eso era lo que ella había dicho. Comenzó a abrirlo, y se detuvo. Ellos sabían que el paquete estaba aquí. «¿Ellos?» No se le ocurría ninguna otra denominación. Si ellos sabían que el paquete estaba aquí, de hecho habían llamado hoy mismo, ¿qué harían? Si lo que había dentro era tan importante, y hubiese estado abierto ellos ya sabrían que contenía. Como no era así, ¿qué harían?

Jack volvió otra vez a su oficina, con el paquete bien sujeto bajo el brazo. Se puso el abrigo, recogió las llaves del coche con tanta prisa que volcó el vaso de gaseosa, y se dispuso a salir. Se quedó de piedra.

Un ruido. Resultaba difícil precisar dónde; resonaba suavemente en el pasillo, como el chapoteo de agua en un túnel. No era el ascensor. Estaba seguro de que hubiera oído el ascensor. ¿Lo estaba? Era un lugar muy grande. El ruido de fondo del ascensor era algo habitual. Además, había estado con toda la atención puesta en la llamada telefónica. No, no estaba seguro. Por otra parte, quizá sólo era algún abogado de la firma que venía a trabajar o a recoger alguna cosa. El instinto le avisó que era una conclusión errónea. Éste era un edificio seguro. Pero, ¿hasta qué punto era seguro un edificio público? Cerró la puerta.

Ahí estaba otra vez. Sus oídos se esforzaron para ubicado sin éxito. Los intrusos se movían lentamente, con mucho sigilo. Nadie de los que trabajaban aquí hubiera hecho eso. Se acercó a la pared, apagó la luz, esperó un momento y después abrió la puerta con mucho cuidado.

Asomó la cabeza. El pasillo se veía desierto. ¿Por cuánto tiempo? El problema táctico era obvio. El espacio de la planta estaba configurado de tal manera que si optaba por una dirección había que seguirla. Además, no había muebles en los pasillos. Si se cruzaba con alguien no tendría dónde esconderse.