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A medida que su mente analizaba todos los datos disponibles, un nombre se destacó entre los muchos escritos en la libreta. El de una persona de la que nadie se había preocupado.

Jack aguantó la caja con un brazo, el maletín con el otro, y se las apañó para sacar la llave del bolsillo. Antes de que pudiera meterla en la cerradura, se abrió la puerta. Jack se sorprendió.

– No esperaba encontrarte en casa.

– No hacía falta que te demoraras a comprar comida. Podía haber preparado cualquier cosa.

Jack entró, dejó el maletín en la mesa de centro y se dirigió a la cocina. Kate le siguió con la mirada.

– Eh, tú también trabajas todo el día. ¿Por qué ibas a cocinar?

– Las mujeres lo hacen todos los días, Jack. Mira a tu alrededor.

– No lo pongo en duda. -Jack asomó la cabeza-. ¿Qué prefieres? ¿Cerdo agridulce o ternera con salsa de ostras? También hay una ración doble de rollitos de primavera.

– Lo que tú no vayas a comer. No tengo mucha hambre. Jack salió de la cocina con dos platos colmados.

– Sabes, si no te decides a comer un poco más se te llevará el viento. A veces me dan ganas de meterte unas cuantas piedras en los bolsillos.

Se sentó en el suelo junto a ella con las piernas cruzadas. Kate picoteo la comida mientras él devoraba la suya.

– ¿Cómo te ha ido en el trabajo? Podrías haberte tomado unos días más de descanso. Te exiges demasiado.

– Mira quién habla. -Kate cogió un rollito de primavera, pero lo dejó otra vez en el plato. Jack dejó de comer y la miró.

– Te escucho.

Kate se levantó del suelo para sentarse en el sofá, y permaneció callada por unos instantes mientras jugaba con el collar. Vestida con las prendas de trabajo, la joven parecía exhausta, como una flor marchita.

– Pienso mucho en lo que le hice a Luther.

– Kate…

– Jack, déjame terminar. -Su voz sonó como un latigazo. Se serenó en el acto y añadió más tranquila-: He llegado a la conclusión de que nunca conseguiré superarlo, así que más me vale aceptarlo. Quizá hay mil razones que justifiquen lo que hice. Pero no estuvo bien al menos por un motivo. Él era mi padre. Por estúpido que parezca, ese es un buen motivo. -Retorció el collar hasta convertirlo en un montón de nudos pequeños-. Creo que ser abogada, al menos el tipo de abogada que soy, me ha convertido en alguien que no me gusta mucho. No resulta agradable cuando vas a cumplir los treinta.

Jack le sujetó las manos para que no temblaran. Ella no las apartó. Él sintió el latido de las venas.

– Dicho esto, creo que se impone un cambio radical. De carrera, de vida, de todo.

– ¿De qué hablas? -Jack se levantó para sentarse a su lado. El corazón le iba a cien por hora mientras adivinaba lo que vendría a continuación.

– Dejaré de ser fiscal, Jack. De hecho, tampoco seré abogada. Esta mañana presenté la dimisión. Reconozco que se llevaron una sorpresa. Me dijeron que lo pensara. Les respondí que ya lo había hecho detenidamente.

– ¿Has dejado tu trabajo? -preguntó Jack incrédulo-. Hostia, Kate, has invertido mucho en tu carrera. No puedes tirarlo todo por la borda.

Ella se levantó de un salto, fue hasta la ventana y miró al exterior.

– De eso se trata, Jack. No estoy tirando nada por la borda. Los recuerdos de lo que he hecho durante los últimos cuatro años son sólo una pesadilla espantosa. No tienen nada que ver con lo que pensaba en mi primer año de derecho, cuando discutíamos sobre los grandes principios de la justicia.

– No te juzgues tan mal. Las calles son mucho más seguras gracias a tu trabajo.

– Ya ni siquiera consigo parar la corriente -afirmó Kate-. Me arrastró al mar hace mucho tiempo.

– ¿Qué vas a hacer? Eres una abogada.

– No, te equivocas. Sólo he sido una abogada durante un período muy corto de mi vida. Me gustaba mucho más cómo vivía antes de serlo. -Se detuvo y le miró con los brazos cruzados sobre el pecho-.Tú me lo hiciste ver con toda claridad, Jack. Me hice abogada para vengarme de mi padre. Tres años de facultad y cuatro años de no vivir fuera del juzgado es un precio demasiado caro. -Un suspiro profundo emergió de su garganta, y su cuerpo se sacudió antes de que recuperara la compostura-. Además, creo que ya me he tomado la revancha.

– Kate, no fue culpa tuya. -Jack se interrumpió al ver que ella le volvía la espalda.

Se estremeció cuando escuchó las siguientes palabras de Kate.

– Me marcho, Jack. Todavía no sé dónde. Tengo algunos ahorros. El sudoeste parece un lugar agradable. O quizá Colorado. Quiero ir a un lugar que no se parezca en nada a esto.

– ¿Marcharte? -Jack pronunció la palabra casi para sí mismo-. ¿Marcharte? -Repitió la palabra como si quisiera borrarla al mismo tiempo que pretendía desmenuzada y conseguir un significado que no fuera tan doloroso.

– No hay nada que me retenga aquí, Jack -murmuró Kate mientras se miraba las manos.

Él la miró y sintió más que escuchó la respuesta furiosa que salió de su boca.

– ¡Maldita sea! ¿Cómo te atreves a decir eso?

Kate le miró. Él sintió el quiebro en la voz cuando ella le respondió.

– Creo que es mejor que te vayas.

Jack se sentó en su despacho, sin ninguna gana de enfrentarse a la montaña de trabajo y la pequeña montaña de mensajes escritos en papel rosa, y se preguntó si la situación podía llegar a ser peor. En aquel momento, Dan Kirksen entró en el despacho. Jack gimió para sus adentros.

– Dan, de verdad…

– No estuviste en la reunión de los socios de esta mañana.

– Nadie me avisó de que había una.

– Se envió un nota, claro que tus horarios de oficina han sido un tanto erráticos en los últimos tiempos. -Miró con un gesto de enfado el desorden en la mesa de Jack. En su escritorio nunca había ni un papel; era una muestra del poco trabajo legal que hacía.

– Ahora estoy aquí.

– Me han dicho que tú y Sandy se reunieron en su casa.

– Por lo que veo ya no hay nada privado -comentó Jack con ironía.

– Los asuntos de los socios deben ser discutidos en presencia de todos -afirmó Kirksen furioso-. Lo que no queremos son camarillas que debiliten esta firma más de lo que ya está.

Jack estuvo a punto de soltar una carcajada. Dan Kirksen, el rey indiscutido de las camarillas.

– Creo que hemos superado lo peor.

– ¿Lo crees, Jack? ¿De verdad? -se burló Kirksen-. Que yo sepa no tienes mucha experiencia en esta clase de cosas.

– Si te preocupa tanto, Dan, ¿por qué no te marchas?

La mueca de burla desapareció en el acto del rostro del hombre.

– Llevo en esta firma casi veinte años.

– Entonces creo que es hora de un cambio. Quizá te haga bien.

Kirksen se sentó. Se quitó las gafas, limpió los cristales y volvió a ponérselas.

– Te daré un consejo de amigo, Jack. No hagas causa común con Sandy. Si lo haces cometerás un error grave. Está acabado.

– Gracias por el consejo.

– Lo digo en serio, Jack, no pongas en peligro tu situación en un intento inútil, aunque bien intencionado, por salvarle.

– ¿Poner en peligro mi situación? Te refieres a Baldwin, ¿no?

– Es tu cliente, por ahora.

– ¿Piensas en un cambio de capitán? Si es así, te deseo suerte. Durarás un minuto.

– Nada es para siempre, Jack. -Kirksen se levantó-. Incluso Sandy Lord te lo diría. Lo que toca, toca. Puedes quemar los puentes de la ciudad, sólo que antes te debes asegurar de que no queda nadie vivo en esos puentes.

Jack abandonó la silla, rodeó el escritorio y se acercó a Kirksen dominándolo con su estatura.

– ¿Eras así de pequeño, Dan, o te convertiste en una mierda de mayor?

– Te lo repito, nunca se sabe, Jack -replicó Kirksen con una sonrisa, al tiempo que iba hacia la puerta-. Las relaciones con el cliente son siempre muy tenues. Mira la tuya, por ejemplo. Se basa en tu futuro matrimonio con Jennifer Ryce Baldwin. Ahora, si la señorita Baldwin descubriera, es un decir, que no has ido a tu casa por la noche sino que has compartido el apartamento con una mujer joven, quizá no se mostraría tan dispuesta a tenerte como abogado, y mucho menos a convertirse en tu esposa.

Fue cuestión de un segundo. Kirksen se encontró cogido por el cuello contra la pared y Jack tan cerca que el aliento del joven le empañaba las gafas.

– No cometas ninguna tontería, Jack. Por muy importante que te creas, los socios no verán con buenos ojos una agresión física. Todavía tenemos algunas norma en Patton, Shaw.

– Nunca más se te ocurra entrometerte en mi vida privada, Kirksen. Jamás. -Jack le arrojó contra la puerta como quien arroja un muñeco y volvió a su mesa.

Kirksen se arregló la camisa y sonrió para sus adentros. Eran fáciles de manipular. Todos estos tipos grandes y apuestos. Fuertes como mulas y sin sesos. Sofisticados como un ladrillo.

– Sabes, Jack, tendrías que saber en qué te has metido. Por alguna razón que ignoro pareces confiar en Sandy Lord. ¿Te contó la verdad de lo ocurrido con Barry Alvis? ¿Te lo dijo, Jack?

Jack se volvió para mirarle con ojos opacos.

– ¿Utilizó la historia del asociado permanente y que no aportaba clientes a la firma? ¿O te dijo que Alvis había hundido un gran proyecto?

Jack continuó mirándole.

Kirksen sonrió con aire triunfal.

– Una llamada, Jack. La hija llama para quejarse de que el señor Barry Alvis había tenido la osadía de molestar a su padre y a ella. Y Alvis desaparece. Es así como funciona el juego, Jack. Quizá no te guste jugar. Si es así nadie te impedirá marcharte.

Kirksen llevaba planeando esta estrategia desde hacía tiempo. Tras la desaparición de Sullivan, él podía prometerle a Baldwin que su trabajo recibiría un trato preferente, y Kirksen aún tenía el mejor grupo de abogados de la ciudad. Si sumaba los cuatro millones de facturación a los que ya tenía se convertiría en el socia principal de la firma. Y el nombre de Kirksen por fin aparecería en el placa de la puerta, en sustitución de otro que sería defenestrado. El socio gerente le sonrió a Jack.

– Puede que no te caiga bien, Jack, pero te digo la verdad. Eres un adulto, ahora te toca a ti actuar.

Kirksen salió del despacho y cerró la puerta.

Jack permaneció de pie durante un segundo más y entonces se desplomó en la silla. Se inclinó hacia delante, apartó de un manotazo los papeles que había encima de la mesa y apoyó la cabeza sobre la superficie.