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– Lo mismo me dijo Jack.

– ¿Pero usted no se lo cree?

– ¿Qué más da lo que yo crea?

– Para mí es importante, Kate.

Kate frenó al ver el semáforo en rojo.

– Está bien. Se lo explicaré de otra manera. Poco a poco me voy haciendo a la idea de que usted no quería que ocurriera. ¿Le parece bien?

– No, pero me conformaré por ahora.

Jack dobló en la esquina e intentó relajarse. El último frente de tormenta se había alejado, pero aunque ya no nevaba ni llovía, la temperatura rozaba el bajo cero y el viento soplaba con saña. Se echó el aliento sobre los dedos ateridos y se frotó los ojos hinchados por la falta de sueño. Entre los edificios vio la luna en cuarto creciente. Echó una ojeada al lugar. El edificio al otro lado de la calle estaba desierto. El local delante del cual se encontraba había cerrado las puertas hacía mucho tiempo. Salvo algún que otro transeúnte dispuesto a enfrentarse con la inclemencia del viento, Jack estuvo solo la mayor parte del tiempo. Por fin, se refugió en el portal del edificio.

A tres manzanas de distancia, un taxi destartalado se arrimó al bordillo, se abrió la puerta de atrás y un par de zapatos de tacón bajo pisó la acera de cemento. El taxi arrancó sin perder un segundo y, al cabo de un momento, la calle volvió a estar desierta. Kate se ciñó el abrigo mientras caminaba a paso rápido. En el momento que llegaba a la segunda manzana, un coche, con las luces apagadas, dobló la es-quina y la siguió. Kate, ensimismada en sus pensamientos, no miró atrás.

Jack le vio aparecer en la esquina. Miró en todas las direcciones antes de moverse, un hábito que acababa de adquirir y que esperaba abandonar cuanto antes. Fue a su encuentro a paso ligero. La calle estaba en silencio. Ninguno de los dos vio asomar el morro del coche por la esquina. En el interior, el hombre enfocó a la pareja con el aparato de visión nocturna que el catálogo de venta por correo anunciaba como el último invento de la tecnología soviética. Los ex comunistas no tenían idea de cómo dirigir una sociedad democrática y capitalista, pero eso no les impedía fabricar productos militares de primera calidad.

– Caray, estás helado. ¿Cuánto tiempo llevas esperando? -preguntó Kate que se estremeció al tocarle la mano.

– Mucho. Me ahogaba en la habitación del motel. Tenía que salir. Voy a ser un preso terrible. ¿Y bien?

Kate abrió el bolso. Había llamado a Jack desde un teléfono público. No le había dicho qué tenía, sólo que tenía algo. Jack compartía la opinión de Edwina Broome. Él asumiría todos los riesgos. Kate ya había hecho más que suficiente.

Jack cogió el paquete. No era difícil adivinar el contenido. Fotografías.

«Gracias, Luther. No me has desilusionado.»

– ¿Estás bien? -Jack miró a la joven.

– Sí.

– ¿Dónde está Seth?

– Por ahí. Me llevará a casa.

Intercambiaron una mirada. Jack era consciente de que Kate debía irse, quizás abandonar el país durante un tiempo, hasta que el asunto estuviera aclarado o a él le mandaran a la cárcel por asesinato. Si ocurría esto último, entonces las intenciones de Kate de empezar de nuevo en otra parte eran un buen plan.

Él no quería que se marchara.

– Muchas gracias. -Las palabras le parecieron poco adecuadas, como si ella acabara de traerle la comida, o la ropa de la lavandería.

– Jack, ¿qué piensas hacer ahora?

– Todavía no lo tengo resuelto. Ya lo decidiré. Sin embargo, no pienso rendirme sin pelear.

– Sí, pero ni siquiera sabes contra quién peleas. No es justo.

– ¿Quién dijo que debía ser justo?

Jack sonrió mientras miraba volar las hojas de un periódico arrastradas por el viento.

– Es hora de que te vayas. Este no es un lugar seguro.

– Tengo mi aerosol de defensa personal.

– Buena chica.

Kate se dio le vuelta para marcharse, pero después le cogió brazo.

– Jack, por favor, ten cuidado.

– Siempre tengo cuidado. Esto es pan comido.

– Jack, no bromeo.

– Lo sé. Te prometo que seré el hombre más precavido del mundo -afirmó Jack. Avanzó un paso y se quitó la capucha.

Las gafas de visión nocturna se fijaron en las facciones de Jack. Unas manos temblorosas buscaron el teléfono móvil.

La pareja se abrazó. Jack deseaba besarla pero, dadas las circunstancias, se conformó con rozarle el cuello con los labios. En cuanto se separaron, Kate sintió las lágrimas en sus ojos. Jack se alejó a paso rápido.

Kate se fue por donde había venido sin ver el coche hasta que el vehículo cruzó la calle y frenó con las ruedas sobre el bordillo. Retrocedió al ver que la puerta del conductor se abría violentamente. En el fondo sonaban una multitud de sirenas cada vez más cercanas. Venían a por Jack. En un gesto instintivo miró atrás. Había desaparecido. Cuando se dio la vuelta, se encontró con un hombre que contemplaba con aires de triunfo.

– Nuestros caminos vuelven a cruzarse, señora Whitney. Kate miró al hombre. No le reconoció. Esto pareció desilusionarlo.

– Bob Gavin. Del Post .

Ella se fijó en el coche. Lo había visto antes. En la calle donde vivía Edwina Broome.

– Me ha estado siguiendo.

– Así es. Supuse que acabaría por llevarme hasta Graham. -¿La policía? -Volvió la cabeza cuando un coche con la sirena en marcha apareció en la calle-. Usted la llamó.

Gavin asintió, sonriente. Estaba muy complacido consigo mismo.

– Ahora, antes de que los polis lleguen aquí pienso que podremos hacer un trato. Usted me da la exclusiva. Todos los trapos sucios de Jack Graham y yo cambio la historia lo suficiente para presentarla como un testigo inocente de este episodio en lugar de cómplice de un fugitivo.

Kate miró al hombre. La rabia acumulada en su interior después de un mes de horrores estaba a punto de estallar. Y Bob Gavin estaba directamente en el epicentro.

El periodista miró el coche que se acercaba. Más atrás aparecieron otros dos.

– Venga, Kate -dijo inquieto-, no tiene mucho tiempo. Usted no va a la cárcel y yo consigo el Pulitzer que me merezco y mis quince minutos de fama. ¿Qué me dice?

Kate apretó las mandíbulas. Después respondió muy tranquila, como si hubiese ensayado la respuesta durante meses:

– Lo único que tendrá será dolor, señor Gavin. Quince minutos de dolor.

Mientras él la miraba, Kate sacó el bote de aerosol, apuntó al rostro del periodista y apretó el gatillo. El gas irritante dio de lleno en los ojos y la nariz de Gavin, al tiempo que le teñía la cara con un tinte rojo. Cuando los polis se bajaron del coche, Bob Gavin estaba en él suelo con las manos en el rostro en un intento inútil por arrancarse los ojos.

La primera sirena hizo que Jack se lanzara a correr por una calle lateral.

Se apoyó contra la pared de un edificio para recuperar el aliento. Le dolían los pulmones. El barrio desierto donde estaba se había convertido en una gran desventaja táctica. Podía moverse, pero era como una hormiga negra en un papel blanco. Sonaban tantas sirenas a la vez que le resultaba imposible saber por dónde venían.

En realidad venían por todas partes. Y estaban cada vez más cerca. Corrió hasta la siguiente esquina, se detuvo y asomó la cabeza. El panorama no era alentador. Se fijó en el control policial instalado al final de la calle. La estrategia de la policía resultaba evidente. Tenían una idea aproximada de su posición. Acordonarían toda la zona y después irían estrechando el cerco. Tenían gente y tiempo para hacerlo.

Lo único que tenía Jack era un buen conocimiento de la zona. Muchos de sus clientes como abogado público habían sido de aquí. No soñaban con ir a la universidad, un buen trabajo, una familia cariñosa y una casa adosada, sino en cuánto dinero conseguirían vendiendo bolsitas de crack, en la subsistencia de cada día. Sobrevivir. Era el impulso más fuerte del ser humano. Jack confiaba en que el suyo también lo fuera.

Mientras corría por el callejón, no sabía qué le esperaba, aunque suponía que la inclemencia del tiempo mantendría a la mayoría de los delincuentes en casa. Casi se echó a reír. Ni uno solo de sus antiguos socios en Patton, Shaw se hubiera acercado a este lugar ni protegidos por un batallón acorazado. Era como correr por la superficie de Plutón.

Saltó la alambrada y se tambaleó al aterrizar. Tendió la mano para apoyarse en la pared de ladrillos sin revocar y en aquel momento oyó dos sonidos. El de su respiración y el de pies que corrían. Varios pares. Le habían visto. Cada vez le tenían más cerca. A continuación traerían los K9 y no se podía correr delante de los polis de cuatro patas. Corrió hacia la avenida Indiana.

Jack se desvió por otra calle mientras oía el ruido de los neumáticos que volaban hacia él. Incluso mientras corría en la nueva dirección, un nuevo grupo de perseguidores apareció por el flanco. Ahora sólo era cuestión de tiempo. Buscó el paquete en el bolsillo. ¿Qué haría con las fotos? No podía confiar en nadie. En cuanto le trasladaran a la jefatura harían un inventario de las pertenencias que llevaba encima, con las firmas y garantías necesarias, todo lo cual no significaba nada. Alguien capaz de cometer un asesinato en medio de cientos de polis y desaparecer sin dejar rastro, conseguiría la lista de pertenencias personales del detenido en menos que canta un gallo. Lo que tenía en el bolsillo representaba su única oportunidad. En Washington capital no tenían la pena de muerte pero la condena sin posibilidad de libertad condicional no era mejor e incluso parecía mucho peor.

Corrió entre dos edificios, y al salir a la calle resbaló en una placa de hielo. Incapaz de recuperar el equilibrio embistió un montón de cubos de basura y fue a dar con los huesos en el suelo. Se levantó con un esfuerzo, mientras se frotaba el codo. Le ardía la rozadura, y notaba una debilidad en las rodillas que era algo nuevo. Volvió a sentarse y entonces se quedó inmóvil.

Los faros de un coche venían directamente hacia él. La luz azul en el techo le cegó cuando las ruedas frenaron a unos centímetros de su cuerpo. Se desplomó en la acera. Ya no tenía fuerzas para dar un paso más.

Se abrió la puerta del pasajero. Jack miró extrañado. Entonces también se abrió la del conductor. Unas manazas le sujetaron por las axilas.

– Coño, Jack, mueva el culo.

Jack vio el rostro de Seth Frank.