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28

Bill Burton asomó la cabeza en el puesto de mando del servicio secreto en la Casa Blanca. Tim Collin ocupaba una de la mesas. Repasaba un informe.

– Ven, Tim.

Collin le miró intrigado.

– Le tienen arrinconado cerca del edificio del tribunal -añadió Burton, en voz baja-. Quiero estar allí. Sólo por si acaso.

El coche de Frank avanzó por la calle a gran velocidad, la luz azul colocada en el techo conseguía la respuesta inmediata de unos conductores poco acostumbrados a respetar a los demás automovilistas.

– ¿Dónde está Kate? -Jack estaba tendido en el asiento trasero, cubierto con una manta.

– Es probable que ahora le estén leyendo sus derechos. Después la encerrarán acusada de una serie de cargos accesorios por ayudarle.

– Tenemos que regresar, Seth -afirmó Jack que se sentó en el acto-. Me entregaré. Tendrán que soltarla.

– Sí, ¿y qué más?

– Lo digo en serio, Seth. -Jack intentó pasar al asiento delantero.

– Yo también, Jack. Si vuelve y se entrega, no le hará ningún favor a Kate y estropeará lo poco que le queda para conseguir reconducir su vida a la realidad.

– Pero Kate…

– Yo me ocuparé de Kate. Llamé a un colega local. La estará esperando. Es un buen tipo.

– Mierda. -Jack se sentó.

Frank abrió la ventanilla para quitar la lámpara del techo. La arrojó en el asiento del pasajero.

– ¿Qué coño pasó? -quiso saber Jack.

– No estoy muy seguro -contestó Frank, que le miró por el espejo retrovisor-. Supongo que en algún momento alguien comenzó a seguir Kate. Yo recorría la zona. Habíamos quedado en encontrarnos en el Convention Center después de la cita con usted. Oí por la emisora de la poli que le habían visto. Seguí la persecución por radio, e intenté adivinar dónde podía ir. Tuve suerte. No me lo podía creer cuando le vi salir del callejón. Casi le atropello. ¿Qué tal está?

– Mejor que nunca. Tendría que hacer esta mierda un par de veces al año para mantenerme en forma. Podría presentarme a las olimpíadas de criminales prófugos.

– Todavía está vivito y coleando, amigo mío -señaló Frank, con una risa-. Es un tipo con suerte. ¿Recibió algún regalo bonito? Jack maldijo por lo bajo. Se había preocupado tanto de eludir a la policía que ni siquiera lo había abierto. Sacó el paquete.

– ¿Hay luz?

Frank encendió la luz del techo.

Jack miró las fotos.

– ¿Qué tenemos? -preguntó Frank, sin apartar la mirada del espejo.

– Fotos. Del abrecartas, cuchillo o como quiera llamarlo.

– Vaya. No es ninguna sorpresa. ¿Ve algo en particular?

– No mucho -contestó Jack, que hacía un esfuerzo por ver los detalles pese a la poca luz-. Ustedes deben tener algún aparato que permita ver mejor qué tenemos.

– Le seré sincero, Jack, a menos que consigamos alguna otra cosa no podremos hacer nada -comentó Frank, con un suspiro-. Incluso si logramos sacar algo que se parezca a una huella digital, ¿quién podrá decir de dónde vino? Y no se puede hacer la prueba del adn de una puñetera foto, al menos que yo sepa.

– Lo sé. No pasé cuatro años como defensor público tocándome los cojones.

Seth aminoró la velocidad. Circulaban por la avenida Pennsylvania y el tráfico era más denso.

– ¿Qué propone?

Jack se peinó un poco, se apretó el muslo con las dos manos hasta que disminuyó el dolor de la rodilla y entonces se acostó en el asiento.

– El que va detrás del abrecartas lo quiere con auténtica desesperación. Tanto como para estar dispuesto a matarlo a usted, a mí y a cualquiera que se interponga en el camino. Es un caso de paranoia aguda.

– Cosa que encaja con nuestra teoría de que es algún pez gordo con mucho que perder si esto trasciende al público. ¿Y bien? Ya lo tienen. ¿Dónde nos deja eso, Jack?

– Luther no hizo las fotos sólo como una precaución por si algo le ocurriera al artículo original.

– ¿De qué habla?

– Volvió al país, Seth, no lo olvide. No hemos conseguido averiguar la razón.

Frank frenó al ver que el semáforo se ponía rojo. Se dio la vuelta en el asiento.

– De acuerdo. Regresó. ¿Cree que sabe el motivo?

Jack se sentó y mantuvo la cabeza gacha para que no asomara por encima de la línea de la ventanilla.

– Creo que sí. Le dije que Luther no era la clase de tipo que dejaría correr una cosa así. Si estaba a su alcance haría algo al respecto.

– Pero se marchó del país. En el primer momento.

– Lo sé. Quizás era el plan original. Tal vez lo tenía decidido desde el principio si el golpe salía de acuerdo al plan. La cuestión es que regresó. Algo le hizo cambiar de idea y regresó. Y tenía estas fotos. -Jack las desplegó en abanico.

Cambió el semáforo y Frank puso el coche en marcha.

– No lo entiendo, Jack. Si quería pillar al tipo, ¿por qué no se limitó a enviar el objeto a la policía?

– Pienso que ese era el último objetivo. Pero le comentó a Edwina Broome que si le decía quién era el sujeto, no le creería. Si ella, una amiga íntima, no creería su historia, y para convencer a alguien de su veracidad tendría que reconocer su participación en el robo, lo más lógico es que su credibilidad fuera cero.

– De acuerdo, tenía un problema de credibilidad. ¿Dónde encajan los fotos?

– Digamos que hace un intercambio directo. Dinero en efectivo a cambio de cierto objeto. ¿Cuál es la parte más difícil?

– El pago -respondió Frank en el acto-. Cómo conseguir el dinero y evitar que te maten o te atrapen. Las instrucciones para la recogida del objeto siempre se pueden enviar más tarde. El problema es hacerse con el dinero. Por eso ha bajado tanto el número de secuestros.

– Entonces, ¿qué haría?

– A la vista de que hablamos de un pago procedente de personas que no llamarán a la policía, me preocuparía por la rapidez -contestó el detective después de pensar un momento-. Correría el mínimo riesgo personal, y me aseguraría el tiempo para escapar.

– ¿Cómo se consigue?

– A través de las transferencias electrónicas de fondos. Una transferencia. Una vez, cuando estaba en Nueva York, investigué el caso de una estafa bancaria. El tipo lo hacía todo a través del departamento de transferencias de su propio banco. No se creería la cantidad de dólares que pasan cada día por esos lugares. Y tampoco se creería la cantidad de dinero que se pierde en el trasiego. Un tipo listo cogería un poco de aquí y otro de allá y cuando lo descubrieran ya se habría marchado hacía tiempo. Se envían las instrucciones de la transferencia. Se transfiere el dinero. Sólo se tarda unos minutos. Muchísimo más cómodo que buscar en un contenedor de basura en el parque donde cualquiera le puede volar la cabeza con una pistola.

– Pero el ordenante de la transferencia puede rastrear el dinero. -Desde luego. Tiene que identificar el banco al que va dirigida.

Le asignan un número de ruta y necesita una cuenta en el banco.

– Por lo tanto, el ordenante, si es listo, puede rastrearla. Y después, ¿qué?

– Después seguirán el camino del dinero. Quizá consigan alguna información de la cuenta. Aunque nadie es tan estúpido como para utilizar el nombre o el número de la seguridad social. Además, un tipo listo de verdad como Whitney dejaría unas instrucciones prefijadas. En cuanto los fondos llegan al primer banco, se transfieren de inmediato a otro, después a otro y a otro. Es probable que el rastro acabe por desaparecer. No olvide que es dinero en el acto. Fondos disponibles al instante.

– Parece lógico. Estoy seguro de que Luther hizo algo así.

Frank se rascó la cabeza en el borde del vendaje. Llevaba el sombrero calado hasta las orejas y todo el conjunto le resultaba muy incómodo.

– Lo que no acabo de entender es por qué tomarse tanto trabajo. No necesitaba dinero después de robar a Sullivan. Podía quedarse en el extranjero y seguir desaparecido. Dejar que el asunto se enfriara. Al cabo de unos meses pensarían que se había retirado para siempre. No me molestes y yo no te molesto.

– Tiene razón. Podía haberlo hecho. Retirarse. Renunciar. Pero regresó, y más que eso, regresó con la intención aparente de chantajear a la persona que mató a Christine Sullivan. Y si, como pensamos, no lo hizo por dinero, ¿por qué lo hizo?

– Para hacerles sufrir -respondió Frank, tras una pausa-. Para que supieran que está en alguna parte. Con las pruebas para destruirlos.

– Pero no estaba seguro de que las pruebas fueran suficientes.

– Porque el asesino era muy respetable.

– Muy bien. Con todos estos datos, ¿usted qué haría?

Frank se acercó al bordillo y aparcó el coche. Se dio la vuelta. -Intentaría conseguir alguna prueba más. Eso es lo que haría. -¿Cómo? ¿Si está chantajeando a alguien?

– Renuncio -dijo Frank que levantó las manos.

– Dijo que el ordenante podía rastrear la transferencia.

– ¿Y?

– ¿Qué pasaría si se hace en el otro sentido? El que recibe hace el camino inverso.

– Soy un imbécil. -Frank se olvidó por un momento del golpe en la cabeza y se dio una palmada en la frente-. Whitney marcó la transferencia en el otro sentido. La persona que envía el dinero piensa en todo momento que está jugando al gato y al ratón con Whitney. Él es el gato y Luther el ratón. El está oculto, listo para escapar.

– Sólo que Luther no mencionó que estaba en favor de un cambio de personajes. Él era el gato y ellos el ratón.

– Y que el rastro acabaría por descubrir a los malos, por muchas protecciones que pusieran en el camino, si es que se les ocurrió poner alguna. Todas las transferencias del país pasan obligatoriamente por la Reserva Federal. Si consigue un número de referencia de la Reserva o del propio banco, ya tiene algo seguro. Incluso si Whitney no siguió el camino inverso, el hecho de recibir el dinero, una cantidad cualquiera, ya es bastante perjudicial. Si das la información a los polis junto con el nombre del ordenante y ellos lo comprobaban…

– Entonces de pronto lo increíble se hace verdad -dijo Jack, que acabó la frase por el detective-. Las transferencias no mienten. Se envió el dinero. Si se trata de una cantidad considerable, como creo que fue en este caso, entonces no habrá cómo explicar el envío. Es una prueba casi definitiva. Los pilló con su propio dinero.

– Se me acaba de ocurrir otra cosa, Jack. Si Whitney estaba reuniendo pruebas contra esa gente, entonces es que tenía pensado ir a la policía. Iba a entrar en la primera comisaría, y entregarse junto con las pruebas.