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Burton miró su mano. Apenas si alcanzaba a comprender que acababa de cerrarla alrededor de la empuñadura de un arma, apretado el gatillo y acabado con la vida de un hombre. Con la otra mano había cogido la grabadora y el casete. Ahora los tenía en el bolsillo y acabarían en el incinerador.

Cuando escuchó la conversación telefónica del multimillonario con Seth Frank, Burton no entendió a qué se refería el viejo con aquello de la «enfermedad» de Christine Sullivan. Pero cuando se lo comentó al presidente, Richmond miró a través de la ventana durante unos minutos, un poco más pálido de lo que había estado cuando Burton entró en el despacho. Entonces llamó a la oficina de prensa de la Casa Blanca. Al cabo de unos diez minutos ya habían escuchado la grabación de la conferencia de prensa improvisada en la entrada del juzgado de Middleton. Las palabras de consuelo del presidente a su viejo amigo; las referencias a los caprichos de la vida, a que Christine Sullivan aún estaría viva si no se hubiera sentido enferma, sin recordar que Christine Sullivan se lo había dicho el día de su muerte. Algo que se podía probar. Un hecho que podía hundirlos a todos.

Burton se desplomó en una silla, y contempló atónito a su jefe, que miraba en silencio el casete como si quisiera borrar las palabras con el pensamiento. Burton sacudió incrédulo la cabeza. Había muerto por la boca, como correspondía a un político.

– ¿Qué hacemos ahora, jefe? ¿Nos largamos en el Fuerza Aérea Uno? -Burton sólo bromeaba mientras contemplaba la alfombra. Estaba demasiado aturdido para pensar. Por un instante miró al presidente y descubrió que Richmond le miraba fijo.

– Walter Sullivan es la única persona viva, aparte de nosotros, que conoce el significado de esta información.

Burton abandonó la silla sin desviar la mirada.

– Mi trabajo no incluye matar gente sólo porque usted me lo mande.

– Walter Sullivan es ahora una amenaza directa para todos nosotras -insistió el presidente-. Además, se está cachondeando de nosotros y no me gusta que la gente se divierta a costa mía. ¿Y a ti?

– Tiene una buena razón, ¿no le parece?

Richmond cogió un bolígrafo y lo hizo girar entre los dedos.

– Si Sullivan habla lo perdemos todo. Todo. -El presidente chasqueó los dedos-. Así, como si nada. Estoy dispuesto a hacer cualquier cosa para evitarlo.

– ¿Cómo sabe que ya no lo ha hecho? -preguntó Burton con un fuego abrasador en el vientre.

– Porque conozco a Walter contestó Richmond-. Lo hará a su manera. Será algo espectacular y bien premeditado. No es un hombre dado a las prisas. Pero cuando actúa, los resultados son rápidos y aplastantes.

– Estupendo. -Burton se cogió la cabeza con las manos, su mente era un torbellino. Años de entrenamiento le habían dado una habilidad casi innata de procesar información en el acto, de pensar sobre la marcha, a actuar una fracción de segundo antes que cualquier otro. Ahora su cerebro era como un lodazal, espeso y pegajoso, nada estaba claro. Miró al presidente-. Pero ¿matarlo?

– Te garantizo que Walter Sullivan está pensando ahora mismo en cómo acabar con nosotros. Eso es algo que no me entusiasma. -Richmond se reclinó en el sillón-. Es obvio que el hombre ha decidido luchar contra nosotros. Y uno tiene que vivir con las consecuencias de las decisiones que adopta. Walter Sullivan lo sabe mejor que nadie. -La mirada de Richmond se clavó otra vez en el agente-. La pregunta es: ¿estamos dispuestos a defendernos?

Collin y Burton habían pasado los últimos tres días siguiendo al multimillonario. Cuando el coche le dejó en medio de la nada, Burton no podía creer en su suerte,y sintió una profunda pena por la víctima, que ahora se había convertido en un blanco fijo.

Marido y mujer eliminados. Mientras el coche regresaba a la capital a toda velocidad, Burton se frotó las manos en un gesto inconsciente; intentaba quitar la suciedad que sentía en cada arruga. Lo que le helaba la piel era saber que nunca conseguiría borrar los sentimientos que experimentaba en estos momentos, la realidad de lo que había hecho. Todo esto le acompañaría durante el resto de sus días. Había cambiado su vida por otra. Otra vez. Su moral, durante tanto tiempo firme como una roca, se había convertido en plastilina. La vida le había enfrentado al desafío supremo y él había fracasado.

Hundió los dedos en el apoyabrazos y contempló la oscuridad a través del parabrisas.