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Walter Sullivan se acomodó en un sillón con un libro pero no llegó a abrirlo. Su mente volvió al pasado, a unos hechos que parecían cada vez más etéreos, sin ninguna relación con su persona. Había contratado a un hombre para matar. Para matar a alguien acusado de asesinar a su esposa. El encargo había sido un fracaso. Un hecho que Sullivan agradecía en lo más íntimo porque su pesar había disminuido hasta el punto de hacerle comprender que había actuado de forma errónea. Una sociedad civilizada debía respetar una serie de normas si pretendía seguir siendo civilizada. Y por encima de todo lo demás, él era un hombre civilizado. Cumpliría las normas.

Fue entonces cuando miró el periódico. Era un ejemplar de varios días atrás, y la información de portada no dejaba de machacar en su cabeza. Los grandes titulares en letras negras resaltaban contra la página blanca. Mientras su atención se concentraba en la primera plana, las tenues sospechas que le rondaban por la cabeza comenzaron a cristalizar. Walter Sullivan no sólo era multimillonario sino que poseía una mente brillante y muy aguda. Era capaz de vez todos los detalles junto con el panorama general.

Luther Whitney estaba muerto. La policía no tenía ningún sospechoso. Sullivan había comprobado la solución obvia. McCarty se encontraba en Hong Kong el día de autos. La última orden de Sullivan había sido acatada. Walter Sullivan había ordenado el fin de la cacería. Pero alguien había seguido la caza en su lugar. Y Walter Sullivan era la única persona que lo sabía.

Aparte de McCarty.

Sullivan miró la hora en su viejo reloj de bolsillo. Eran las siete de la mañana y llevaba levantado más de cuatro horas. El día de veinticuatro horas no tenía sentido para él. Cuanto más viejo se hacía menos importancia tenían los parámetros del tiempo. A las cuatro de la mañana de un día cualquiera podía estar bien despierto a bordo de un avión sobre el Pacífico, o a las dos de la tarde estar en la mitad del sueño del día.

Repasó los numerosos hechos a gran velocidad. Una de las pruebas realizadas en el último chequeo médico había señalado que su cerebro mantenía el vigor y la juventud de un joven de veinte años. Y esta inteligencia brillante seguía un proceso deductivo que le daría una conclusión sorprendente. Cogió el teléfono que tenía sobre la mesa y contempló el revestimiento de madera de cerezo del estudio mientras marcaba el número.

En un instante le pusieron en comunicación con Seth Frank. Aunque en un primer momento el hombre no le había producido una buena impresión, Sullivan había reconocido sus méritos cuando arrestó a Luther Whitney. Pero ¿ahora?

– Diga, señor Sullivan. ¿Qué puedo hacer por usted?

Sullivan carraspeó. Su voz adoptó un tono humilde que no tenía ninguna relación con el habitual. Incluso a Frank le llamó la atención.

– Quiero preguntarle una cosa sobre la información que le di referente a por qué Christy, humm, Christine no me acompañó en el viaje a nuestra finca en Barbados.

– ¿Ha recordado alguna cosa? -Frank se sentó muy erguido en la silla.

– En realidad quiero verificar si mencioné alguna razón para explicar que no me acompañara en el viaje.

– Creo que no le entiendo.

– Supongo que la edad comienza a hacer sus efectos. Mucho me temo que no sólo mis huesos sufren un proceso de deterioro, aunque no me gusta reconocerlo, teniente. Creía haberle dicho que ella se había sentido indispuesta y por eso había vuelto a casa. Quiero decir que pensaba que eso era lo que le había dicho.

Seth tardó un momento en coger el expediente, aunque estaba seguro de la respuesta.

– Usted no mencionó ningún motivo, señor Sullivan. Sólo que ella decidió no ir, y que usted no insistió.

– Ah, bien, todo aclarado. Gracias, teniente.

Frank se levantó. Cogió la taza de café dispuesto a beber un trago, pero volvió a dejarla sobre la mesa.

– Espere un momento, señor Sullivan. ¿Por qué pensó que me había dicho que su esposa estaba indispuesta? ¿Lo estaba?

– No, teniente Frank. -El millonario tardó un momento en contestar-. Era una mujer con una salud excelente. En cuanto a su pregunta, pensaba que le había dicho otra cosa porque, y se lo digo con toda sinceridad, aparte de mis lapsos de memoria, creo que he pasado los últimos dos meses intentando convencerme de que Christine se quedó por algún motivo. Cualquiera.

– ¿Señor?

– Así quedaría justificado lo que le ocurrió. Que no fue sólo una coincidencia. No creo en el destino, teniente. Para mí, todo tiene un propósito. Supongo que quería convencerme a mí mismo de que Christine había tenido un motivo para quedarse.

– Ah.

– Le pido perdón si las tonterías de un viejo han dado pie a una curiosidad injustificada.

– En absoluto, señor Sullivan.

Frank colgó el teléfono y se pasó cinco minutos con la mirada puesta en la pared. ¿A qué diablos venía toda esta historia?

Atento a la sugerencia de Bill Burton, Frank había comenzado a averiguar con mucha discreción la posibilidad de que Sullivan hubiese contratado a un asesino profesional para que el presunto autor de la muerte de su esposa no llegara vivo al juicio. La investigación avanzaba lentamente; había que tener mucho cuidado en este terreno. Frank tenía que pensar en su carrera y en su familia, los hombres como Walter Sullivan tenían un legión de amigos muy influyentes en el gobierno que podían hundir en un visto y no visto a un detective profesional.

Al día siguiente del asesinato de Luther Whitney, Frank había indagado de inmediato las actividades de Sullivan, aunque no pensaba que el viejo hubiera apretado el gatillo del cañón que había enviado a Luther al otro mundo. Pero contratar a un asesino era un acto muy perverso y si bien quizás entendía las razones del multimillonario, la verdad era que, probablemente, se habían equivocado de tipo. La conversación que acababa de tener con Sullivan le planteaba nuevas preguntas sin darle ninguna respuesta.

Seth Frank se sentó mientras se preguntaba si en algún momento se acabaría esta pesadilla.

Media hora más tarde, Sullivan llamó a una de las emisoras de televisión locales de la que era accionista mayoritario. Su petición fue sencilla y concreta. En menos de una hora, un mensajero llegó a su casa con un paquete. En cuanto una de las criadas le entregó la caja cuadrada, el anciano cerró la puerta con llave, y apretó un botón en una de las paredes. Una tapa corrediza se deslizó en silencio y quedó al descubierto un equipo de sonido y un televisor de pantalla panorámica. Christine había visto el equipo en una revista y se había encaprichado en tenerlo, aunque sus gustos en materia de video se centraban exclusivamente en la pornografía,y los culebrones, dos temas que sacaban muy poco partido de las capacidades sonoras y visuales de los aparatos de alta tecnología.

Sullivan desenvolvió con mucho cuidado la cinta y la insertó en el lector; la puerta se cerró automáticamente y el aparato se puso en marcha. Sullivan escuchó con atención. Cuando oyó las palabras sus facciones no cambiaron de expresión. Las esperaba. Le había mentido con todo descaro al detective. Gozaba de una memoria excelente. No podía decir lo mismo de su visión. Porque en realidad se había comportado como un ciego ante esta realidad. La emoción que por fin penetró en la línea inescrutable de su boca y en las profundidades de sus ojos grises era furia. Una furia que no había experimentado en muchos años. Ni siquiera ante la muerte de Christy. Una furia que sólo podía aliviarse a través de la acción. El multimillonario creía que la primera andanada debía ser también la última, había que acabar con el enemigo antes de que el enemigo acabara con uno, y él no solía perder.

El funeral se realizó en un marco muy discreto y sólo tres personas además del sacerdote asistieron al mismo. Se habían tomado todas las precauciones para evitar la presencia de los reporteros. El féretro de Luther estaba cerrado. La visión de la cabeza destrozada no era un recuerdo que los seres queridos hubiesen deseado llevarse consigo.

Ni los antecedentes del difunto ni la causa de su muerte tenían importancia para el sacerdote, y el servicio tuvo la dignidad apropiada. El trayecto hasta el cementerio cercano fue tan corto como el cortejo. Jack y Kate fueron en el mismo coche, escoltados por Frank. El detective había estado en los últimos bancos de la iglesia, avergonzado e incómodo. Jack le había estrechado la mano; Kate ni siquiera le había mirado.

Jack se apoyó contra el coche y contempló a Kate sentada en una silla plegable junto a la tumba donde yacía su padre. Jack miró el entorno. Aquí no había grandes mausoleos. Sólo había un puñado de lápidas verticales, la mayoría eran planas; un rectángulo oscuro con el nombre del dueño y las fechas de llegada y salida del mundo de los vivos. Algunas incluían «a la memoria de», pero en la mayoría nadie había dejado un epitafio.

Jack volvió a mirar a Kate y vio a Frank que caminaba hacia ella; entonces, el detective cambió de opinión y se acercó al Lexus. Frank se quitó las gafas de sol.

– Bonito servicio -comentó.

– No hay nada bonito en que te maten -replicó Jack. Aunque no compartía la postura de Kate en el tema, no había perdonado del todo a Frank por la muerte de Luther Whitney.

Frank guardó silencio, admiró el acabado del Lexus, sacó un cigarrillo, lo guardó otra vez en el paquete, metió las manos en los bolsillos y miró a lo lejos.

Había asistido a la autopsia de Luther Whitney. El agujero hecho por la bala era enorme. La onda expansiva se había disipado radialmente a partir de la trayectoria y desintegrado la mitad del cerebro de la víctima. No era de extrañar. La bala extraída del asiento de la furgoneta de la policía era un monstruo. Una Magnum calibre 460. El forense informó a Frank que era la munición utilizada en la caza mayor. El proyectil había golpeado la cabeza de Luther con fuerza superior a los cuatro mil kilos. Era como si alguien hubiese dejado caer un camión sobre el pobre tipo. Caza mayor. Frank sacudió la cabeza en un gesto de cansancio. Y había ocurrido durante su turno, delante mismo de sus narices. Nunca lo olvidaría.

Frank contempló el amplio campo verde donde estaban enterradas más de veinte mil personas. Jack siguió la mirada del teniente.

– ¿Alguna pista?

– Algunas. Pero no conducen a ninguna parte. -Frank escarbó el suelo con la punta del zapato.

Ambos se irguieron cuando Kate dejó la silla, colocó un pequeño ramo de flores sobre la tumba y después permaneció inmóvil con la mirada perdida en la distancia. Ya no soplaba viento,,y aunque hacía frío, el sol era brillante y cálido. Jack se abrochó el abrigo.