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La madre había vivido lo suficiente para ver al retoño convertido en uno de los hombres más ricos del mundo, y él, como un buen hijo, se había preocupado de ofrecerle todas las comodidades. Como un tributo a su difunto padre, Sullivan había comprado la mina que le había matado. Cinco millones al contado. Había pagado una indemnización de cincuenta mil dólares a cada uno de los mineros, y después la había cerrado en un acto solemne.

Abrió la puerta y entró en la casa. La estufa de gas calentaba la habitación y evitaba depender de la leña. En la despensa tenía alimentos para seis meses. Aquí era autosuficiente. No permitía que nadie estuviera aquí con él. Éste había sido su hogar. Las únicas personas con derecho a estar aquí, aparte de él mismo, habían muerto. Estaba solo y no deseaba otra cosa.

Preparó una comida sencilla que comió sin prisa mientras contemplaba malhumorado a través de la ventana el círculo de olmos pelados próximos a la casa; las ramas parecían saludarle con sus movimientos suaves y melódicos.

El interior de la casa no tenía nada que ver con la disposición original. Aquí había nacido pero no había sido una infancia feliz en medio de la permanente miseria. El ansia surgida en aquella época le había servido muy bien a Sullivan durante su carrera; le había dado la voluntad, la fuerza capaz de vencer cualquier obstáculo.

Fregó los platos, y fue al pequeño cuarto que había sido el dormitorio de sus padres. Ahora había un sillón muy cómodo, una mesa y una biblioteca que contenía una colección de libros muy selectos. En un rincón había un catre, porque la habitación también le servía de dormitorio.

Sullivan cogió el teléfono móvil que estaba sobre la mesa. Marcó un número que sólo conocían un puñado de personas. Atendieron la llamada y una voz le dijo que esperara. Un instante después se oyó otra voz.

– Por Dios, Walter, sé que trabajas hasta las tantas, pero tendrías que bajar un poco el ritmo. ¿Dónde estás?

– A mi edad no puedes parar, Alan. Si lo haces, quizá no puedas volver a ponerte en marcha. Prefiero reventar en un torbellino de actividad que esfumarme poco a poco en el olvido. Espero no haber interrumpido algo importante.

– Nada que no pueda esperar. Estoy aprendiendo a priorizar las crisis mundiales. ¿Necesitas algo?

Sullivan se tomó un momento para conectar una minigrabadora al teléfono. Nunca se sabía qué podía pasar.

– Sólo quería hacerte una pregunta, Alan. -Sullivan hizo una pausa. Pensó que disfrutaba con todo esto. Entonces recordó el rostro de Christy en el depósito y su expresión recuperó la seriedad.

– ¿De qué se trata?

– ¿Por qué esperaste tanto para matar al hombre?

En el silencio que siguió, Sullivan escuchó la respiración al otro lado del teléfono. Para mérito de Alan Richmond, éste no comenzó a jadear; de hecho, la respiración continuó normal. El multimillonario se sintió impresionado y también un poco decepcionado.

– ¿Qué has dicho?

– Si tus hombres hubiesen errado, ahora mismo estarías reunido con tus abogados, planeando tu defensa contra la destitución. Reconoce que te ha ido un poco justo.

– ¿Walter, estás bien? ¿Te ocurre algo? ¿Dónde estás?

Sullivan apartó el teléfono de la oreja por un instante. El aparato tenía un codificador que hacía imposible rastrear el origen de la llamada. Si en este momento intentaban situar su posición, como estaba seguro que estaban haciendo, se encontrarían con una docena de lugares posibles, y ninguno estaría cerca del sitio real. El artefacto le había costado diez mil dólares, pero sólo era dinero. Volvió a sonreír. Podía hablar todo el tiempo que quisiera.

– En realidad, hace tiempo que no me sentía tan bien.

– Walter, lo que dices no tiene sentido. ¿A quién mataron?

– Sabes, no me sorprendió que Christy no quisiera ir a Barbados. La verdad es que pensaba que quería quedarse para divertirse con algunos de los jóvenes que conoció durante el verano. Me hizo gracia cuando dijo que no se sentía bien. Recuerdo que estaba sentado en la limusina pensando cuál seria la excusa. La pobre no tenía mucha imaginación. Su tos sonaba tan artificial. Supongo que en la escuela siempre contaba el mismo cuento cuando no hacía los deberes.

– Walt…

– Lo extraño fue cuando la policía me preguntó por qué no me había acompañado. Entonces caí en la cuenta de que no podía decirles que Christy había pretextado una enfermedad. Quizá recuerdes que los periódicos insinuaban que ella vivía una serie de aventuras. Sabía que si les decía que ella no me había acompañado a Barbados porque no se sentía bien, los periódicos sensacionalistas habrían inventado el cuento de que estaba preñada con el hijo de otro hombre aunque la autopsia hubiera confirmado lo contrario. A la gente le encanta pensar lo peor y lo más sucio, Alan, tú lo sabes. Cuando te destituyan también lo pensarán de ti. Y con toda razón.

– Walter, ¿tendrás la bondad de decirme dónde estás? Es obvio que no estás bien.

– ¿Quieres escuchar la cinta, Alan? La que grabaron en la conferencia de prensa donde dijiste aquella frase tan conmovedora sobre las cosas que suceden sin ningún sentido. Fue algo muy bonito. Un comentario privado entre dos viejos amigos que fue recogido por varias emisoras de televisión y radio presentes pero que nunca se emitió. Creo que no lo emitieron como un tributo a tu popularidad.

Estuviste tan encantador, tan comprensivo, que nadie se preocupó porque dijeras que Christy estaba enferma. Y tú lo dijiste, Alan. Me dijiste que si Christy no se hubiera sentido enferma no la habrían asesinado. Se hubiera ido a la isla conmigo y hoy estaría viva. Yo era el único al que Christy le dijo que estaba enferma, Alan. Yo no se lo dije ni siquiera a la policía. Así que, ¿cómo lo sabías?

– Me lo debiste decir tú.

– No nos vimos ni hablamos antes de la conferencia de prensa. Eso es fácil de comprobar. Mi agenda está medida al minuto. En cuanto a ti, todo lo que haces es de conocimiento público. Da la casualidad que la noche que mataron a Christy, tú no estabas en ninguno de los lugares habituales. Estabas en mi casa, y más exactamente, en mi dormitorio. Durante la conferencia de prensa estábamos rodeados por una multitud de reporteros. Todo lo que dijimos está grabado. No lo supiste por mí.

– Walter, por favor, dime dónde estás. Quiero ayudarte.

– Christy nunca supo tener la boca cerrada. Sin duda se sintió muy orgullosa de su mentira. Supongo que te lo comentó muy ufana, ¿no es así? Había engañado al viejo. Mi difunta esposa era la única persona en el mundo que pudo haberte hablado de su enfermedad fingida. Y tú repetiste sus palabras delante de mí sin pensarlo. No sé por qué tardé tanto en descubrir la verdad. Quizá porque estaba tan obsesionado con encontrar al asesino que acepté la teoría del ladrón sin preguntar. Tal vez fue una negativa inconsciente. Porque siempre supe que Christy te deseaba. Pero supongo que me resistía a creer que fueras capaz de hacerme semejante faena. Tendría que haber pensado lo peor y habría acertado. Pero como dicen, más vale tarde que nunca.

– ¿Walter, por qué me has llamado?

La voz de Sullivan bajó de volumen pero no perdió nada de su fuerza, nada de su intensidad.

– Porque, maldito cabrón, quería decirte cuál será tu nuevo futuro. En él habrá abogados, juicios y más publicidad de la que llegarías a tener en toda tu vida como presidente. Porque no quiero que te sorprendas cuando la policía llame a tu puerta. Y sobre todo, porque quiero que sepas a quien le tienes que dar las gracias.

– Walter, si quieres que te ayude, lo haré -replicó Richmond, con voz tensa-. Pero soy el presidente de Estados Unidos. Y aunque eres uno de mis más viejos amigos, no toleraré esta clase de acusaciones de ti o de cualquier otro.

– Muy bien, Alan, muy bien. Has deducido que estoy grabando esta conversación. No es que tenga importancia. -Sullivan hizo una pausa-. Eras mi protegido, Alan. Te enseñé todo lo que sabía, y has aprendido bien. Lo suficiente para tener el cargo más poderoso del mundo. Por fortuna, tu caída también será la más grande.

– Walter, has estado sometido a una gran tensión. Por última vez, por favor, deja que te ayude.

– Es curioso, Alan, es lo mismo que te recomiendo.

Sullivan cortó la comunicación y apagó la grabadora. El corazón le latía demasiado de prisa. Apoyó una mano sobre el pecho, se obligó a relajarse. No podía permitirse tener un infarto. Necesitaba vivir para cumplir con su plan.

Miró a través de la ventana y después contempló la habitación. Su pequeño hogar. Su padre había muerto en esta misma habitación. Esto le consoló aunque pareciera extraño.

Se reclinó en el sillón y cerró los ojos. Llamaría a la policía por la mañana. Les contaría todo y les entregaría la cinta. Después se sentaría a esperar. Incluso si no condenaban a Richmond, su carrera estaba acabada. Lo que equivalía a decir que el hombre estaba muerto, profesional, mental y espiritualmente. ¿Qué más daba que el cuerpo siguiera vivo? Mucho mejor. Sullivan sonrió. Había jurado vengar el asesinato de su esposa. Y lo había hecho.

Fue la súbita sensación de que su mano se levantaba lo que le hizo abrir los ojos. Después sintió que la mano se cerraba alrededor de un objeto duro y frío. No reaccionó hasta que el cañón se apoyó en su cabeza, y entonces ya fue demasiado tarde.

El presidente dejó de mirar el teléfono durante un segundo para mirar la hora. Ahora ya se habría acabado. Sullivan le había enseñado bien. Demasiado bien para desgracia del maestro. Había tenido la certeza de que Sullivan le llamaría antes de anunciar al mundo la culpabilidad del presidente. Esto había simplificado las cosas. Richmond salió del despacho y se dirigió a sus aposentos privados. Ya no pensaba en el difunto Walter Sullivan. No era eficaz ni productivo pensar en el enemigo derrotado. Impedía pensar con claridad en el próximo desafío. Eso también se lo había enseñado Sullivan.

El joven observó la casa a la luz del crepúsculo. Oyó el disparo, pero sus ojos no dejaron de mirar ni por un momento la débil luz en la ventana.

Bill Burton se reunió con Collin al cabo de unos segundos. Ni siquiera se atrevió a mirar al compañero. Dos agentes del servicio secreto convertidos en asesinos de muchachas y viejos.

En el camino de regreso, Burton se hundió en el asiento. Por fin se había acabado. Habían matado a tres personas, incluida Christine Sullivan. ¿Y por qué no incluirla? Marcaba el comienzo de toda esta pesadilla.