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– ¿Y ahora qué? ¿Caso cerrado? Nadie le culpará.

Frank sonrió mientras sacaba un cigarrillo.

– Ni lo piense, jefe.

– Entonces, ¿qué piensa hacer?

Kate se volvió y caminó hacia el coche. Frank se puso el sombrero y sacó las llaves de su coche.

– Muy sencillo. Buscaré al asesino.

– Kate, sé cómo te sientes, pero créeme. Él no te culpaba. Nada de esto fue culpa tuya. Tú misma reconoces que te viste involucrada de forma involuntaria. No querías que ocurriera. Luther lo tenía muy claro.

Viajaban de regreso a la ciudad en el coche de Jack. El sol estaba cada vez más bajo. Habían estado en el cementerio aún otras dos horas porque ella no quería marcharse. Como si creyera que esperando el tiempo suficiente, él acabaría por salir de la tumba para reunirse con ellos.

Kate abrió un poco la ventanilla y el aire frío entró en el coche, disipando el olor a nuevo con el de la humedad que presagiaba tormenta.

– El detective Frank no ha cerrado el caso, Kate. Está decidido a dar con el asesino de Luther.

– No me importa lo que diga que piensa hacer -replicó ella. Se tocó la nariz, que tenía roja, hinchada y le dolía muchísimo.

– Vamos, Kate. El tipo no quería que mataran a Luther.

– ¿De veras? ¿Qué tenían? Un caso que se habría venido abajo en el juicio dejando a todos los implicados, incluido el detective a cargo, como un hatajo de idiotas. En cambio, ahora tienen un cadáver y un caso cerrado. Ahora dime, ¿qué quiere el gran detective?

Jack detuvo el coche ante un semáforo rojo. Sabía que Frank era sincero, pero también comprendía que no tenía manera de convencer a Kate. Cambió el disco y reanudó la marcha. Miró la hora. Tenía que ir al despacho, si es que aún lo tenía.

– Kate, pienso que no tendrías que estar sola en estos momentos. ¿Qué te parece si me quedo en tu casa durante un par de noches? Tú preparas el café por la mañana y yo me encargo de las cenas. ¿Qué dices?

Jack se esperaba una negativa instantánea y rotunda, e incluso tenía preparada la réplica. Sin embargo, le esperaba una sorpresa.

– ¿Estás seguro?

Jack se volvió. Kate le miraba con los ojos muy abiertos e hinchados. Los nervios de su cuerpo parecían a punto de estallar. De pronto comprendió que, preocupado en las propias vivencias de la tragedia, no era consciente del dolor y la culpa que experimentaba Kate. Fue algo que le dejó pasmado, mucho más que el sonido del disparo mientras estaban cogidos de la mano, cuando supo incluso antes de que sus dedos se separaran que Luther estaba muerto.

– Lo estoy.

Aquella noche él se acostó en el sofá, con la manta hasta el cuello para protegerse del relente que se colaba por una rendija de la ventana. Entonces oyó el chirrido de la puerta y ella salió del dormitorio. Llevaba la misma bata de antaño, y el pelo recogido en un moño bien apretado. Su rostro se veía fresco y limpio; sólo una pátina rojiza en las mejillas revelaba el dolor interno.

– ¿Necesitas alguna cosa?

– Estoy bien. Este sofá es mucho más cómodo de lo que parece. Todavía conservo el mismo que teníamos en nuestro apartamento de Charlottesville, y eso que ya no le quedan muelles. Creo que se han jubilado.

Ella no sonrió, pero se sentó junto a él.

En los años que habían vivido juntos, ella se bañaba todas las noches. Cuando se acostaba olía tan bien que Jack casi se volvía loco. Olía como un bebé, no había nada imperfecto en ella. Y jugaba a hacerse la tonta durante un rato hasta que él se quedaba exhausto encima de ella y entonces ella le sonreía con aire perverso y le acariciaba mientras Jack pensaba durante un rato lo fácil que resultaba a las mujeres dirigir el mundo.

Descubrió que los instintos básicos afloraban cada vez con más fuerza mientras ella apoyaba la cabeza contra su hombro. Pero el agotamiento que se manifestaba en el rostro de Kate, la apatía, acabaron por dominar rápidamente las inclinaciones de Jack y se sintió un tanto culpable.

– No creo que vaya a ser muy buena compañía -dijo Kate. ¿Había intuido lo que él sentía? ¿Cómo era posible? Sus pensamientos estaban sin duda muy lejos de aquí.

– Ser agasajado no forma parte del trato. Puedo cuidar de mí mismo, Kate.

– Te agradezco lo que haces.

– No se me ocurre nada más importante.

Kate le apretó la mano. En el momento que se levantaba del sofá se le abrió la bata y Jack vio algo más que las piernas largas y delgadas. Se alegró de que esta noche ella durmiera en otro cuarto. Permaneció despierto hasta casi el alba pensando en caballeros de armaduras blancas con grandes manchas oscuras en las corazas impolutas, y en abogados idealistas que dormían solos.

La tercera noche se acostó una vez más en el sofá. Y, como en las ocasiones anteriores, ella salió del dormitorio, y Jack, al oír el ruido de la puerta, dejó a un lado la revista que estaba leyendo. Pero esta vez ella no se acercó al sofá. Jack volvió la cabeza y vio que Kate le miraba. Esta noche no parecía apática. Y esta noche no llevaba la bata. La joven dio media vuelta,y regresó a su dormitorio. La puerta quedó abierta.

Por un instante, Jack permaneció inmóvil. Después se levantó, se acercó a la puerta y asomó la cabeza. En la penumbra vio la silueta de Kate acostada. La sábana estaba al pie de la cama. Su cuerpo, en otros tiempos tan conocido para él como el propio, le hacía frente. Ella le miraba. Jack veía sus ojos. Kate no le tendió la mano; nunca lo había hecho.

– ¿Estás segura de esto? -Jack no quería sentimientos heridos por la mañana ni palabras agrias.

Como única respuesta, ella se levantó y le arrastró a la cama. El colchón era firme, tibio en el lugar donde ella había estado. Él se desnudó en un instante. En un movimiento instintivo recorrió con un dedo el contorno de la media luna, pasó la mano alrededor de la boca, que ahora tocó la suya. Kate tenía los ojos abiertos, y esta vez, desde hacía mucho tiempo, no había lágrimas sino sólo la mirada que tan bien recordaba, la que deseaba ver durante el resto de su vida. Jack la estrechó entre los brazos.

La casa de Walter Sullivan había recibido las visitas de muchas personalidades de alto rango. Pero la reunión de esta noche era especial incluso comparada con las anteriores.

Alan Richmond alzó la copa de vino y ofreció un breve pero elocuente brindis al anfitrión mientras las otras cuatro parejas escogidas con mucho esmero chocaban las copas. La primera dama, muy elegante con su sencillo vestido negro, y el pelo rubio plateado que enmarcaba unas facciones que soportaban muy bien el paso de los años, sonrió al multimillonario. Acostumbrada desde pequeña a estar rodeada de riqueza, inteligencia,y refinamiento, ella, como la mayoría de la gente, aún se sentía impresionada ante hombres como Walter Sullivan, aunque sólo fuera por los pocos que había en el mundo.

Sullivan, a pesar de que aún estaba de luto, se mostraba como un anfitrión muy ameno. Mientras tomaban el café en la biblioteca, la conversación abordó temas como las oportunidades empresariales a escala mundial, las últimas medidas de la Reserva Federal, las posibilidades de victoria del equipo de los Skins frente a los San Francisco 49ers, en el partido del domingo, y las elecciones presidenciales del próximo año. Ninguno de los presentes pensaba que Alan Richmond cambiaría de ocupación después del recuento electoral.

Todos excepto una persona.

En el momento de las despedidas, el presidente se inclinó sobre Walter Sullivan para abrazarle y decirle algunas palabras en privado. El anciano sonrió al escuchar los comentarios del presidente. Entonces Sullivan se tambaleó, y tuvo que sujetarse a los brazos de Richmond para recuperar el equilibrio.

Cuando se marcharon los invitados, Sullivan encendió un puro. Las luces de la caravana presidencial se perdían a lo lejos cuando se acercó a la ventana. En su rostro apareció una sonrisa. La imagen del leve gesto de dolor en los ojos del presidente en el momento de apretarle el antebrazo le había deparado un momento de gloria. Había sido un disparo al azar, pero algunas veces daba resultado. El detective Frank no se había comedido a la hora de explicarle sus teorías sobre el caso. Una de ellas había sido muy interesante para Walter Sullivan. Frank había mencionado la posibilidad de que Christine hubiera herido al agresor con el abrecartas, quizás en el brazo o en la pierna. Sin duda el corte había sido más profundo de lo que pensaba la policía. Tal vez había afectado algún nervio. Una herida superficial habría cicatrizado sin problemas después de tanto tiempo.

Sullivan apagó la luz y salió del estudio a paso lento. El presidente Alan Richmond había sentido un dolor leve cuando los dedos del millonario se hundieron en la carne. Pero como en los infartos, después de un dolor leve venía otro mucho más fuerte. Sullivan sonrió complacido mientras consideraba las posibilidades.

Sullivan contempló la pequeña casa de madera con el techo de cinc pintado de verde desde lo alto de la loma. Arregló la bufanda para protegerse las orejas. El frío era intenso en las colinas del sudoeste de Virginia en esta época del año y las predicciones meteorológicas anunciaban fuertes nevadas.

Con la ayuda de un bastón bien grueso bajó a paso lento por el terreno helado en dirección a la casa, mantenida en perfecto estado. Le invadió una profunda sensación de nostalgia a medida que se acercaba a este trozo de su pasado.

Woodrow Wilson estaba en la Casa Blanca y el mundo se estremecía con las sangrientas batallas de la Gran Guerra cuando Walter Patrick Sullivan vio el primer destello de luz con la ayuda de una comadrona y la firme decisión de su madre, Millie, que había perdido a los tres hijos anteriores, dos en el parto.

Su padre, minero del carbón -por aquel entonces los padres de todo el mundo aparentemente era mineros en aquella parte de Virginia- había vivido hasta que su hijo cumplió doce años, y entonces murió sin más, a consecuencia de una serie de enfermedades producidas por el exceso de polvo de carbón y el agotamiento físico. Durante años, el futuro multimillonario había visto a su padre entrar tambaleante en la casa, exhausto hasta la médula, el rostro negro como el manto del perro labrador que jugaba en el patio, y se desplomaba en el camastro instalado en la habitación trasera. Sin fuerzas para comer, o jugar con el niño que cada día esperaba recibir un poco de atención pero que nunca la recibía de un padre cuyo perpetuo agotamiento era tan penoso contemplar.