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Frank nunca había imaginado que pudiera estar sentado en aquel lugar. Miró la habitación y comprobó que, efectivamente, tenía forma ovalada. El mobiliario era sólido, conservador, pero con una nota de color aquí, una raya allá, un par de zapatillas caras colocadas en un estante bajo, daban testimonio de que al ocupante de la habitación le faltaban años para el retiro. Frank tragó saliva y se obligó a respirar con normalidad. Era un policía veterano y este era sólo otro interrogatorio de rutina. Sólo seguía una pista, nada más. En cuestión de minutos habría acabado y se marcharía.

Pero su cerebro le recordó que la persona a la que estaba a punto de interrogar era el actual presidente de Estados Unidos. Se sintió nervioso como un colegial cuando se abrió la puerta y él se puso de pie en el acto, dio media vuelta y miró durante un momento la mano extendida hasta que por fin reaccionó y la estrechó.

– Gracias por venir, teniente.

– No ha sido ninguna molestia, señor. Tiene usted cosas más importantes que hacer que estar metido en un atasco de tráfico, señor presidente, aunque supongo que a usted no le afectan los atascos.

Richmond ocupó su sitio detrás de la mesa e indicó a Frank con un gesto que volviera a sentarse. Un Bill Burton impasible, al que Frank no había visto hasta ahora, cerró la puerta y saludó al detective con un ademán.

– Mis rutas están establecidas de antemano. Es verdad que no me veo metido en muchos atascos pero le quita toda espontaneidad al asunto. -El presidente sonrió y Frank notó que respondía a la sonrisa de una forma automática.

El presidente se inclinó hacia delante y miró a Frank. Unió las manos, frunció el entrecejo y en su semblante apareció una expresión seria.

– Quiero darle las gracias, Seth. -Miró a Burton-. Bill me ha comentado su buena disposición a la hora de mantenerme informado sobre la investigación del asesinato de Christine Sullivan. Se lo agradezco, Seth. Algunos no habrían estado tan bien dispuestos o habrían intentado convertir el tema en un circo en beneficio propio. Esperaba otra cosa de su parte y no me ha defraudado. Una vez más, muchas gracias.

Frank se sintió como un escolar al que la maestra le acaba de nombrar el mejor de la clase.

– Dígame, ¿ha averiguado algo concreto sobre la presunta relación entre el suicidio de Walter y la muerte del criminal?

Frank volvió a la realidad y miró con ojos serenos las facciones bien marcadas de Richmond.

– No se asombre, teniente. Todos los círculos oficiales o no de Washington no hacen otra cosa en este momento que discutir sobre si Walter Sullivan contrató a un asesino para vengar la muerte de su esposa y después se suicidó. No puede evitar los cotilleos de la gente. Sólo quiero saber si en sus investigaciones ha encontrado algo que dé crédito al rumor de que Walter ordenó matar al asesino de su esposa.

– Mucho me temo, señor, que no pueda decirle nada. Espero que lo entienda, pero es una investigación policial en marcha.

– No se preocupe, teniente, no quiero entrometerme. Pero quiero decirle que ha sido un hecho muy doloroso para mí. Pensar que Walter Sullivan pudiera llegar a suicidarse. Uno de los hombres más brillantes de su época, de todas las épocas.

– Es la opinión general.

– Pero entre usted y yo, conociendo a Walter como le conocía, no tendría nada de extraño que hubiese adoptado medidas precisas y concretas para ocuparse del asesino de su esposa.

– Presunto asesino, señor presidente. Todos somos inocentes hasta que se demuestre lo contrario.

– Tenía entendido que el caso estaba listo y bendecido.

– Hay algunos abogados de la defensa que les encantan los casos así -opinó Frank. Se rascó la oreja-. Verá, señor presidente, la mayoría de las veces cuando escarban un poco encuentran que están llenos de agujeros.

– ¿El defensor de este caso era uno de esos?

– En efecto, señor. No soy un jugador, pero creo que sólo teníamos un cuarenta por ciento a nuestro favor de conseguir una condena. Nos veíamos enfrentados a una auténtica batalla.

El presidente se reclinó en el sillón y pensó un momento antes de mirar a Frank.

El teniente por fin se dio cuenta de que Richmond esperaba sus preguntas y abrió la libreta. Se tranquilizó al leer las anotaciones. -¿Sabía que Walter Sullivan le llamó momentos antes de su muerte?

– Hablé con él. No sabía que fue inmediatamente antes de suicidarse.

– Me sorprende que no nos diera antes esta información.

– Lo sé. A mí también me sorprende un poco -respondió Richmond con una expresión compungida-. Supongo que lo hice para proteger a Walter, o al menos a su memoria, de más sufrimientos. Aunque sé que la policía acabaría por descubrir la llamada. Lo lamento, teniente.

– Necesito saber los detalles de la conversación.

– ¿Quiere beber alguna cosa, Seth?

– Un taza de café no me vendría mal, gracias.

Burton cogió el teléfono que estaba en un rincón y un minuto más tarde apareció un camarero con una bandeja de plata con el café.

El detective probó el café caliente. Richmond miró la hora, y entonces vio que Frank le miraba.

– Lo siento, Seth. Concedo a su visita la importancia que se merece, pero tengo una comida con una delegación del congreso dentro de unos minutos. No es que me apetezca mucho. Aunque parezca ridículo, no me entusiasman los políticos.

– Lo comprendo. Sólo tardaré unos minutos. ¿Cuál era el propósito de la llamada?

– La definiría como la llamada de un hombre desesperado -contestó Richmond, después de una breve pausa-. No era el mismo de siempre. Parecía desequilibrado, fuera de control. Hacía unas pausas muy largas. No sonaba como el Walter Sullivan que conocía.

– ¿De qué habló?

– De todo y de nada en concreto. Algunas veces sólo balbuceaba. Mencionó la muerte de Christine y también habló del hombre, el hombre que usted arrestó por el asesinato. Del odio que le profesaba, de cómo había destruido su vida. Resultaba penoso escucharle.

– ¿Usted qué le dijo?

– Le pregunté varias veces dónde estaba. Quería encontrarle, enviarle ayuda. No me lo dijo. Creo que no escuchó ni una sola palabra. Estaba perdido.

– ¿Le dio la impresión de que podía suicidarse, señor?

– No soy psiquiatra, teniente, pero si quiere mi opinión de lego sobre su estado mental, diría que sí, Walter Sullivan hablaba aquella noche como un suicida. Fue una de las pocas veces durante mi presidencia que me sentí impotente. De verdad, después de la conversación que mantuve con él, no me sorprendí cuando me comunicaron su muerte. -Richmond miró el rostro impasible de Burton y una vez más a Frank-. Por eso le pregunté si había algo de verdad en el rumor de que Walter tenía algo que ver con el asesinato de esta persona. Después de la llamada de Walter, reconozco que esa idea pasó por mi cabeza.

– Supongo que no tendrá grabada la conversación, ¿verdad? -le preguntó Frank a Burton-. Sé que graban algunas conversaciones.

– Sullivan llamó a mi línea privada, teniente -contestó Richmond-. Es una línea segura y nadie está autorizado a grabar las conversaciones.

– Comprendo. ¿Hizo alguna manifestación directa sobre una posible vinculación con la muerte de Luther Whitney?

– No, directamente no. Era obvio que no pensaba con claridad. Pero leyendo entre líneas, por la rabia que sentía, me molesta hacer cualquier comentario sobre un hombre que está muerto, yo diría que había mandado matar al asesino. No tengo ninguna prueba, pero es lo que saqué en claro.

– Una conversación la mar de incómoda.

– Sí, sí, muy incómoda. Ahora si me disculpa, teniente, las obligaciones me llaman.

– ¿Por qué cree que le llamó, señor? -preguntó Frank, sin moverse-. ¿A esa hora de la noche?

El presidente volvió a sentarse. Dirigió una mirada rápida a Burton.

– Walter era uno de mis amigos más íntimos. Nunca hacía mucho caso de los horarios habituales, lo mismo que yo. No tenía nada de extraño que llamara a esa hora. No había tenido ocasión de verle mucho en los últimos meses. Como usted sabe, estaba sometido a una fuerte tensión personal. Walter era de los que sufren en silencio. Ahora, Seth, con su permiso.

– Me resulta muy extraño que entre toda la gente a la que podía llamar, le llamara a usted. Quiero decir que lo más probable era que no le encontrara. Las agendas de viaje de los presidentes son muy ajetreadas. Me pregunto en qué pensaría.

Richmond se reclinó en el sillón, unió las puntas de los dedos y miró al techo. «El poli quiere demostrar lo listo que es.» Miró a Frank con una sonrisa.

– Si pudiera leer en la mente de los demás no dependería tanto de las encuestas.

– No creo que necesite ser telépata para saber que será presidente por otros cuatro años, señor.

– Se lo agradezco, teniente. Lo único que puedo decirle es que Walter me llamó. Si pensaba suicidarse, ¿a quién iba a llamar? No mantenía ninguna relación con su familia desde que se casó con Christine. Conocía a mucha gente, pero tenía sólo un puñado de amigos íntimos. Walter y yo nos conocíamos de toda la vida, y para mí era como un padre. Como usted sabe me interesé a fondo por la investigación del asesinato de su esposa. Todo esto puede explicar la llamada, sobre todo si pensaba suicidarse. Es todo lo que sé. Lo lamento, no puedo ayudarle más.

Se abrió la puerta. Frank no sabía que era en respuesta a la llamada del pequeño botón oculto en la mesa del presidente. Richmond miró a la secretaria.

– Ahora mismo voy, Lois. Teniente, si puedo hacer algo más por usted, no vacile en llamar a Bill. Por favor.

– Muchas gracias, señor -contestó Frank mientras guardaba la libreta.

Richmond contempló la puerta durante un momento después de la marcha de Frank.

– ¿Cómo se llamaba el abogado de Whitney, Burton?

– Graham. Jack Graham.

– El nombre me suena.

– Trabaja en Patton, Shaw. Es uno de los socios.

La mirada del presidente se congeló en el rostro de Burton. -¿Qué pasa?

– No estoy muy seguro. -Richmond abrió uno de los cajones de la mesa y sacó una libreta donde había anotado toda una serie de datos referentes al asunto-. No pierdas de vista el hecho de que, hasta el momento, no ha aparecido una prueba muy importante y por la que pagamos cinco millones de dólares.

El presidente pasó las páginas de la libreta. Allí figuraban todos los individuos involucrados en el drama. Si Whitney le había dado a su abogado el abrecartas junto con un relato de lo ocurrido, a estas alturas ya sería del conocimiento público. Richmond recordó la entrega del premio a Ransome Baldwin en la Casa Blanca. Graham no era un pipiolo. Era evidente que no lo temía. ¿A quién, si es que lo había hecho, se lo habría dado Whitney?