Изменить стиль страницы

– Tú también pareces un poquito amargado, Kojak -comentó Liska, alargándole las fotos Polaroid.

Kovac se las guardó en el bolsillo interior del abrigo.

– ¿Cómo no voy a estar amargado viendo esto?

De otra parte de la casa les llegó el golpe de una puerta exterior al cerrarse. Aliviado, Kovac dio la espalda al cadáver y enfiló el pasillo.

– Ya era hora, maldita sea -refunfuñó.

Sin embargo, se detuvo en seco al mismo tiempo que Neil Fallon quedaba paralizado en el umbral abovedado que separaba el salón del comedor.

Parecía que lo hubieran atropellado. Tenía el cabello levantado a un lado, el pómulo derecho amoratado y el labio partido. Su traje marrón daba la impresión de que había dormido con él puesto, llevaba la corbata barata torcida y el botón superior de la camisa desabrochado. De todos modos, no podría habérselo cerrado, pues a todas luces se había comprado la camisa en tiempos de cuello más esbelto y desde entonces no había tenido ocasión de ponérsela.

Respiró hondo varias veces en un intento de serenarse.

– Joder, ¿no puede ni siquiera dejarme hacer esto? -se quejó mientras su expresión se trocaba de asombro en furia-. ¿Tan pocas ganas tiene de que lo lleve al funeral que prefiere llamar a uno de los suyos? Maldito hijo de puta…

– Ha muerto, Neil -anunció Kovac sin rodeos-. Parece que se ha suicidado. Lo siento.

Fallon lo miró con fijeza durante un minuto entero y por fin sacudió la cabeza.

– Es usted un auténtico Ángel de la Muerte, ¿eh?

– Solo soy el mensajero.

Fallon giró sobre sus talones como si pretendiera salir de la casa y largarse, pero en lugar de eso permaneció inmóvil, con los brazos en jarras, subiendo y bajando los voluminosos hombros.

Kovac aguardó, anhelando otro cigarrillo y ese whisky que tanto le apetecía. Recordaba la botella de Old Crow que Neil tenía en su cobertizo el día en que le había llevado la noticia de la muerte de su hermano; recordaba a ambos en el frío exterior, compartiendo el whisky con la mirada fija en la nieve que barría el lago helado. Tenía la sensación de que había transcurrido un año desde entonces.

– ¿Cuándo fue la última vez que habló con Mike? -preguntó para refugiarse en la rutina, como siempre.

– Anoche, por teléfono.

– ¿A qué hora?

Fallon lanzó una carcajada ronca y discordante.

– Es usted la hostia, Kovac -exclamó, echando a andar en un pequeño círculo en el extremo más alejado de la mesa del comedor-. Mi hermano y mi padre mueren en el espacio de una semana, y usted se dedica a acribillarme a preguntas. La hostia. He visto a mi padre unas cinco veces en los últimos diez años, y usted cree que lo he matado yo. ¿Por qué iba a molestarme?

– No le he preguntado eso, pero ya que saca el tema, necesito saber dónde estaba usted la pasada madrugada entre medianoche y las cuatro.

– Que le jodan.

– Lo procuraré.

– Estaba en la cama.

– ¿Tiene mujer o novia que puedan confirmarlo?

– Tengo mujer, pero estamos separados.

Fallon miró a su alrededor como si buscara una tercera parte neutral que presenciara lo que le estaba sucediendo, pero no había nadie. Siguió paseándose como un oso enjaulado y meneó la cabeza mientras el enfado y la frustración se acumulaban visiblemente en su interior.

Por fin avanzó un paso hacia Kovac y retrocedió de nuevo, agitando el dedo índice en el aire con el rostro distorsionado.

– ¡Odiaba a ese hijo de puta! ¡Lo odiaba, joder!

Las lágrimas brotaron entre sus párpados apretados y le rodaron por las mejillas.

– Pero era mi padre -gimió-, y ahora está muerto. ¡No tengo por qué aguantar esta mierda de usted!

Se detuvo y se inclinó hacia delante con las manos apoyadas sobre las rodillas como si le acabaran de asestar un puñetazo en el estómago.

– Joder, voy a vomitar -masculló entre dientes.

Kovac se dispuso a impedirle la entrada en el baño, pero Fallon cruzó la cocina y salió por la puerta trasera. Kovac quiso seguirle, pero se detuvo al ver que el jefe de los técnicos forenses entraba por la puerta principal. Mejor así. Cuando por fin pudo reunirse con él en la escalinata posterior, los fuegos artificiales gastrointestinales habían terminado. Fallon se apoyaba en la barandilla, contemplando el jardín trasero mientras bebía de una esbelta petaca. Tenía el rostro un poco ceniciento y los ojos inyectados en sangre. Hizo caso omiso de Kovac, pero señaló un roble desnudo que se alzaba en el rincón más alejado del jardín.

– Era el árbol del ahorcado -explicó con voz desapasionada-. Cuando Andy y yo éramos pequeños.

– ¿Cuando jugaban a indios y vaqueros?

– Y a piratas, Tarzán o lo que fuera. Debería haberse ahorcado aquí. Andy colgado en el jardín, y Iron Mike en la casa con un tiro en la cabeza. Yo podría haberme unido a la fiesta aparcando el coche en el garaje y dejando el motor encendido.

– ¿Cómo sonaba Mike anoche por teléfono?

– Como un cabrón, como siempre. «Quiero llegar al puto funeral a las diez en punto» -imitó de forma muy poco halagüeña, pero no por ello menos precisa-. «Espero que seas puntual.» Capullo de mierda -masculló, enjugándose la nariz con la mano enguantada.

– ¿A qué hora fue eso? Intento hacerme una idea acerca de la cronología de los acontecimientos -explicó Kovac-. Lo necesitamos para el informe.

Fallon se encogió de hombros sin dejar de mirar el árbol.

– No sé, a eso de las nueve o algo así.

– Imposible. Me encontré con él en casa de su hermano a las nueve.

– ¿Y qué hacía usted allí? -quiso saber Fallon, volviéndose hacia él.

– Echar un vistazo para atar un par de cabos sueltos.

– ¿Como qué? Andy se ahorcó. ¿Cómo puede tener dudas al respecto?

– Me gusta averiguar el porqué de las cosas -señaló Kovac-. Soy así de raro. Quiero saber en qué estaba trabajando, cómo iba su vida privada, cosas así… Para encajar las piezas y completar el rompecabezas, ¿entiende?

Si Fallon lo entendía, desde luego no le hacía ni pizca de gracia. Desvió la mirada y bebió otro trago de la petaca.

– Estoy acostumbrado a que la gente muera -prosiguió Kovac-. Los traficantes de drogas se matan por dinero. Los yonquis se matan por la droga. Los maridos y las mujeres se matan por odio. Toda locura tiene su método. Cuando una persona como su hermano, un hombre al que la vida sonríe, se mata, tengo que intentar encontrarle el sentido a su muerte.

– Pues buena suerte.

– ¿Qué le ha pasado en la cara?

Fallon intentó eludir el tema frotándose el cardenal como si quisiera borrarlo.

– Nada, que anoche tuve un pequeño encontronazo con un cliente en el aparcamiento.

– ¿Por qué razón?

– Hizo un comentario estúpido al que respondí diciendo algo respecto a sus preferencias sexuales y una oveja. Intentó darme un puñetazo y acertó.

– Eso es asalto -observó Kovac-. ¿Ha llamado a la policía?

Fallon soltó una risita nerviosa.

– Qué bueno. El tipo era policía.

– ¿Cómo? ¿Urbano?

– No llevaba uniforme.

– ¿Y cómo sabe que era policía?

– Por favor, como si no los reconociera a la legua.

– ¿Sabe cómo se llamaba? ¿Su número de placa?

– Claro, después de que me derribara, le pedí su número de placa. Mire, no quiero pasar por el trago de presentar una denuncia. No era más que un capullo que conocía a Andy. Hizo un comentario desagradable, y lo resolvimos fuera.

– ¿Qué aspecto tenía?

– El mismo que la mitad de los policías de este mundo -replicó Fallon con impaciencia.

Se guardó la petaca en el bolsillo del abrigo, sacó un paquete de cigarrillos e intentó encenderlo con mano temblorosa por el frío… o por el nerviosismo. Masculló un juramento entre dientes, consiguió encenderlo por fin y dio un par de chupadas.

– Ojalá me hubiera callado. No quiero saber nada más del asunto. Había tomado algunas copas de más, y soy un bocazas cuando bebo demasiado.

– ¿Era grandullón, menudo, blanco, negro, viejo, joven?

Fallon frunció el ceño y se removió inquieto, intentando escurrir el bulto y sin mirar a Kovac.

– Ni siquiera sé si lo reconocería si volviera a verlo. En cualquier caso, no tiene importancia.

– Podría tener muchísima importancia -contradijo Kovac-. Su hermano trabajaba en Asuntos Internos y se ganaba la vida granjeándose enemigos.

– Pero se suicidó -insistió Fallon-. Eso es lo que pasó, ¿no? Se ahorcó. Caso cerrado.

– Eso es lo que quiere todo el mundo, por lo visto.

– ¿Usted no?

– Quiero la verdad, sea cual sea.

Neil Fallon lanzó una carcajada, pero enseguida calló y siguió contemplando el jardín… o su pasado.

– Pues ha dado con la familia equivocada, Kovac. Los Fallon nunca se han inclinado por la verdad sobre ningún tema. Nos engañamos a nosotros mismos sobre nosotros mismos y nuestras vidas. Es lo que mejor se nos da.

– ¿A qué se refiere?

– A nada. Somos la familia americana por excelencia, al menos lo éramos hasta que dos terceras partes de nosotros decidieron suicidarse esta semana.

– ¿Podría alguien de su establecimiento identificar al tipo de anoche? -preguntó Kovac, de momento más preocupado por la idea de que Ogden se presentara en la tienda de Fallon que por el desmoronamiento de su familia.

– Estaba trabajando solo.

– ¿Algún cliente?

– Puede… Joder -masculló Fallon-. Ojalá le hubiera dicho que choqué contra una puerta.

– No sería el primero que lo intenta conmigo hoy -comentó Kovac-. En fin, ¿habló con Mike antes o después de la pelea?

Fallon exhaló el aire por la nariz en actitud impaciente.

– Después, me parece. ¿Qué más da?

– Mike iba bastante ciego cuando lo vi, no sé si de tranquilizantes o qué. Si habló con él después de eso, supongo que ya se le habría ido totalmente la olla.

– Ya. Cuando se trataba de machacarme, siempre estaba a la altura de las circunstancias -espetó Fallon con amargura-. Nunca se conformaba, nada era suficiente para compensar.

– ¿Compensar qué?

– El hecho de que yo no era él, Andy. Podría imaginarse que después de descubrir que Andy era marica… En fin, ahora está muerto, así que da igual. Se acabó. Por fin.

Miró de nuevo el roble, arrojó el cigarrillo a la nieve y miró el reloj.

– Tengo que ir al funeral. Tal vez consiga enterrar a uno antes de que el cadáver del otro se enfríe.

Miró a Kovac de soslayo antes de entrar en la casa.