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Capítulo 16

El mundo está lleno de tragedias, sargento Kovac.

La voz de Savard retumbaba en su cabeza una y otra vez mientras se dirigía a casa de Mike Fallon, y mentalmente la hacía sonar ronca y sensual. Asimismo, procuraba visualizar el juego de luces y sombras de su rostro de un modo más espectacular, y la expresión de sus ojos, llena de misterio.

Esa parte era cierta. Amanda Savard era un rompecabezas, y a Kovac siempre le habían parecido tentadores en extremo los rompecabezas. De hecho, se le daban bastante bien, aunque intuía que aquel presentaría más dificultades que la mayoría y que las posibilidades de obtener alguna recompensa eran ínfimas. Savard no agradecería sus esfuerzos, de eso estaba convencido.

«Puede llamarme teniente Savard.»

– Amanda -dijo en voz alta y desafiante.

A Savard le haría menos gracia saber que pronunciaba su nombre cuando estaba a solas que oírselo decir en su presencia. No podía machacarlo si no lo oía, y el control era su máxima prioridad. Kovac se preguntaba por qué, qué acontecimientos la habrían convertido en la mujer que era.

– ¿Cuál es tu tragedia, Amanda?

No llevaba alianza ni tenía fotografías de media naranja alguna en el despacho. Tampoco parecía ser de las mujeres que se dedican a recorrer los bares en busca de un tipo capaz de propinar semejante paliza.

No se tragaba el cuento de la caída; la ubicación de las heridas resultaba demasiado sospechosa. Nadie caía de cara. La reacción natural al caer era extender las manos para no lastimarse como ella se había lastimado, y en sus manos no se apreciaba herida alguna.

La idea de que alguien pegara a una mujer lo ponía enfermo, y la idea de que aquella mujer en concreto lo consintiera lo desconcertaba por completo.

Desterró de su mente esas preguntas al llegar a casa de Mike Fallon. No había ningún coche aparcado junto al bordillo ni en la entrada Nadie acudió a abrir la puerta.

Kovac sacó el teléfono móvil y marcó el número de Mike, que llevaba garabateado en un papel. Nadie contestó. Imaginaba que Mike estaba dormido o inconsciente a causa de los tranquilizantes o el alcohol, y ambas posibilidades le parecían bien. Lo que en realidad quería era poder pasar algunos minutos solo en la casa.

Fue a echar un vistazo al garaje. El coche de Mike estaba allí. Rodeó la casa y cogió la llave escondida bajo el felpudo.

En la casa reinaba el más absoluto silencio. No se oía el sonido distante del televisor, la radio ni el agua de la ducha. Mike debía de estar fuera de combate. Que durmiera cinco o diez minutos más antes de tener que enfrentarse al entierro de su hijo.

Kovac se dirigió al mostrador de la cocina, atestado de frascos de medicamentos que permitían a Mike seguir funcionando, y los revisó uno a uno. Prisolec, Darvocet, Amblen.

Amblen, alias zolpidem, el barbitúrico encontrado en la sangre de Andy Fallon. Kovac se quedó mirando el frasco con el pecho encogido. Por fin abrió la tapa de seguridad y escudriñó el interior. Vacío. La receta era de treinta comprimidos con instrucciones de tomar uno al acostarse en caso de necesidad. La fecha de la receta era del 7 de noviembre.

Con toda probabilidad era una coincidencia que padre e hijo tomaran el mismo medicamento para perder el mundo de vista. Amblen era un somnífero bastante común. Sin embargo, no había encontrado ningún frasco del medicamento en casa de Andy Fallon, lo que se le antojaba extraño. Si lo había tomado la noche de su muerte, ¿dónde estaba el frasco? Ni en el botiquín, ni en la basura ni en la mesilla de noche. El frasco de Mike estaba vacío, pero podía haberse tomado él solo todos los comprimidos según las instrucciones. Por otro lado, si «en caso de necesidad» significaba una o dos veces por semana, entonces quedaban muchos comprimidos sin explicar.

Kovac barajó distintas posibilidades aún no comprobadas. Ninguna de ellas era agradable, pero a fin de cuentas, tal era la naturaleza de su trabajo y así funcionaba su mente a causa del trabajo. No podía permitirse el lujo de confiar, descartar ni filtrar posibilidades a través de una criba de negación, que era lo que hacía la mayoría de la gente. A decir verdad, esa situación no lo agobiaba ni lo deprimía, como sucedía a algunos de sus compañeros de profesión. La sencilla realidad del mundo era que la gente, incluso personas por lo demás decentes, cometían con regularidad actos desagradables contra otras personas, incluso contra sus propios hijos.

No obstante, no se le ocurría ninguna alternativa en la que Mike Fallon desempeñara un papel directo en la muerte de su hijo. Las limitaciones físicas del anciano lo hacían imposible. Suponía que Andy podía haber cogido las pastillas del frasco de su padre, pero eso tampoco lo convencía. O bien podía habérselas proporcionado un amigo. Recordó una vez más las sábanas y las toallas de la lavadora, así como los escasos platos limpios en el lavavajillas.

– ¡Eh, Mike! ¿Estás despierto? -llamó.

No obtuvo respuesta.

Dejó el frasco sobre el mostrador y salió de la atestada cocina. En la casa reinaba una quietud que no le gustaba, como si estuviera desierta. Tal vez Neil había ido a buscar a Mike, pero aún faltaban varias horas para el funeral. Quizá Mike tenía otros parientes que en aquellos instantes le ofrecían consuelo y café mientras pronunciaban las palabras apropiadas, pero Kovac no lo creía. Siempre había conocido a Mike Fallon en un contexto de soledad, aislado primero por su dureza y más tarde por su amargura. Costaba imaginar que alguien lo quisiera del modo en que los miembros de las familias unidas se quieren unos a otros. Claro que Kovac tampoco sabía mucho del tema, ya que su propia familia estaba esparcida a los cuatro vientos y nunca veía a sus parientes

Cruzó las habitaciones vacías de la casa de Mike Fallon y se preguntó si estaba presenciando su propio futuro.

– Mike, soy Kovac -llamó de nuevo, enfilando el corto pasillo que conducía a los dormitorios.

Lo primero que notó fue el olor. No era abrumador, pero sí inconfundible. El miedo se apoderó de su pecho como un yunque, y el corazón le latía como un puño llamando rabioso a una puerta.

Masculló un juramento entre dientes y desenfundó la Glock mientras abría con el pie la puerta del dormitorio de invitados. No había nadie, tan solo dos camas individuales vacías cubiertas con colchas de chenilla blanca y un retrato color sepia de Jesús colgado en un marco barato de la pared.

– ¿Mike?

Avanzó hacia la puerta del dormitorio de Fallon, sabiendo ya lo que había sucedido. Las imágenes de lo que encontraría al otro lado de la puerta surcaban su mente sin cesar, pero aun así se apartó de ella al hacer girar el pomo. Respiró hondo y abrió la puerta con el pie.

La habitación se hallaba sumida en el mismo desorden de la última vez. Las fotografías que Fallon había destrozado seguían apiladas en el lugar donde Kovac las había dejado. La cama estaba sin hacer, el tarro de mermelada con el culo de whisky continuaba sobre la mesilla de noche y el suelo aún estaba salpicado de ropa sucia.

Kovac se quedó mirando la habitación vacía, desconcertado, intentando desterrar de su mente las imágenes que se había forjado. El hedor era más penetrante allí. Sangre, excrementos, orina, el olor acre y metálico de la pólvora. La puerta del cuarto de baño se alzaba frente a él. Estaba cerrada.

Se hizo a un lado, llamó con los nudillos y pronunció de nuevo el nombre de Fallon, aunque en voz tan baja que apenas si lo oyó él. Por fin hizo girar el pomo y empujó la puerta.

La cortina de la ducha tenía aspecto de que alguien había parido sobre ella, con parches ensangrentados de pelo y tejido adheridos a ella.

Iron Mike Fallon estaba sentado en su silla de ruedas en ropa interior, la cabeza y los hombros echados hacia atrás, los brazos inertes a los lados. Las piernas escuálidas, velludas e inútiles estaban apartadas hacia la izquierda. Tenía la boca abierta, al igual que los ojos, como si en el último instante se hubiera dado cuenta de que la realidad de la muerte era bien distinta a lo que había imaginado.

– Oh, Mikey -suspiró Kovac.

Por la fuerza de la costumbre, entró en el baño con cuidado, interiorizando los detalles de forma automática mientras otra parte de su cerebro intentaba procesar la pérdida. Mike Fallon lo había adiestrado, había sido un ejemplo para él, se había convertido en una leyenda que imitar. Había sido como un padre para él en muchos sentidos, o tal vez algo mejor, teniendo en cuenta la complicada relación que sostenía con sus hijos. Ya había sido terrible presenciar su amargura, su furia, su patetismo, verlo muerto en ropa interior constituía la humillación definitiva.

La parte posterior de su cráneo se había volatilizado por el impacto. Un colgajo de cuero cabelludo se le había adherido a un grupo de ensangrentados cabellos grises en la coronilla. La masa encefálica y numerosos fragmentos de hueso salpicaban el suelo. A la derecha de Fallon yacía un viejo revólver reglamentario del 38, arrojado allí como si su cuerpo hubiera sufrido una fuerte sacudida en el momento de la muerte.

Iron Mike Fallon, otro policía que ponía fin a su vida con el arma que había llevado para proteger a la gente. Solo Dios sabía cuántos acababan igual cada año. Demasiados. Pasaban toda su carrera profesional como parte de una hermandad, pero morían solos, porque ninguno de ellos sabía cómo afrontar el estrés, y todos temían confesar sus debilidades. No importaba si ya habían devuelto la placa. Un policía era un policía hasta el día de su muerte.

Y ese día había llegado para Mike Fallon. El día del entierro de su hijo.«Los padres no deberían sobrevivir a los hijos, Kovac. Deberían morir antes de que sus hijos les rompan el corazón.»

Kovac llevó dos dedos al cuello del anciano. Pura formalidad, aunque conocía a personas que habían sobrevivido a semejantes heridas. O mejor dicho, conocía a algunos cuyos corazones habían seguido latiendo durante un tiempo porque el daño había tenido lugar en algún rincón menos importante de su cerebro. Claro que eso no era sobrevivir.

La piel de Fallon estaba fresca. El rigor mortis empezaba a hacer su aparición en el rostro y el cuello, aunque todavía no en el torso. Sobre la base de esa observación, Kovac calculó que habría muerto cinco o seis horas antes, es decir, a las dos o las tres de la madrugada. El instante más solitario de la noche. Las horas parecían eternas cuando uno yacía despierto en la cama, con la mirada fija en las realidades más lúgubres de su vida.