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– ¿Qué tal la cabeza? -se interesó.

– Lo único que me duele es el orgullo.

– Ya. Al fin y al cabo, ¿qué es una conmoción de nada para una mujer dura como usted?

– Una vergüenza -replicó ella-. Preferiría que dejáramos pasar el tema.

Kovac estuvo a punto de echarse a reír.

– No me conoce bien, teniente.

– No lo conozco en absoluto -puntualizó Savard mientras apoyaba una de sus pequeñas manos enguantadas en el picaporte-. Y quiero seguir así.

Era como si le estuviera agitando una bandera roja delante de las narices, pensó Kovac. Se preguntó si se daría cuenta, y en tal caso, a qué estaba jugando.

«Ya, tú y la teniente de Asuntos Internos. Y qué más, Kovac.»

– Nunca dejo pasar un tema -aseguró, obligándola a mirarlo por encima del hombro-. Creo que le conviene saberlo.

Inescrutable tras las gafas oscuras, Savard guardó silencio y entró en la iglesia. Kovac la siguió. Se la estaba ganando. La procesión formada por ataúd y deudos había recorrido el pasillo. El organista tocaba otra deprimente canción funeraria.

Savard escogió un asiento al fondo de la nave, en un banco vacío, e hizo caso omiso de Kovac cuando este se sentó junto a ella. Savard no cantó el himno, no se unió a las oraciones ni a los responsos. En ningún momento se quitó las gafas ni el chal; ni siquiera se desabrochó el abrigo. Como si de un capullo se tratara, la ropa la aislaba de los pensamientos del mundo exterior, permitiéndola concentrarse en el recuerdo de Andy Fallon.

Kovac la observaba por el rabillo del ojo, diciéndose que era un imbécil por tentar al diablo de ese modo. A una palabra de ella, quedaría suspendido. Por otro lado, no parecía mala idea dar la impresión, al menos de momento, de que se había aliado con Asuntos Internos, aunque a decir verdad, a ninguno de los presentes parecía importarles lo más mínimo.

Todos ellos, no solo Amanda Savard, parecían absortos en sus propios pensamientos. Nadie oía realmente las palabras del cura, que no conocía a Andy Fallon de nada y solo podía hablar de él porque alguien lo había puesto en antecedentes de los rasgos más importantes. Como sucedía en casi todos los funerales, no importaba qué dijera el clérigo, sino los recuerdos que acudían a la mente de cada persona, los álbumes mentales y emocionales de experiencias compartidas con el difunto.

Mientras estudiaba cada rostro, Kovac se preguntó si alguno de los deudos ocultaría recuerdos de momentos íntimos con Andy Fallon, recuerdos de pasiones compartidas, de perversiones compartidas. ¿Cuál de aquellas personas podía haber ayudado a Andy Fallon a colocarse la soga alrededor del cuello para luego dejarse vencer por el pánico al ver que las cosas salían mal? ¿Cuál de ellos conocía la pieza ausente del estado de ánimo de Andy Fallon, la razón por la que se habría suicidado?

¿Le importaría todo aquello a alguno de ellos? El caso estaba cerrado, a fin de cuentas. El sacerdote fingía que la palabra «suicidio» nunca se había mencionado en relación con el nombre de Andy Fallon. Una hora más tarde, Andy Fallon yacería bajo tierra y se convertiría en un recuerdo cada vez más vago.

Llegó el momento de las elegías. Neil Fallon se removió en su asiento, mirando furtivamente a su alrededor para comprobar si alguien se fijaba en que no se había levantado para hablar en el funeral de su único hermano. Steve Pierce se miró los zapatos con aspecto de que le costaba respirar. Kovac sentía una presión similar en el pecho. Los loqueros denominaban las situaciones de carga emocional extrema como aquella «precipitadores de estrés», desencadenantes de acciones, confesiones, testimonios. Pero aquello era Minnesota, un lugar donde la gente no era dada a hablar con franqueza de sus emociones, y el momento pasó sin llegar a mayores.

Savard se levantó, se quitó el abrigo y, sin despojarse de las gafas y la bufanda, caminó hacia el altar con el porte y la elegancia de una reina. El sacerdote se apartó para permitirle ocupar el pulpito.

– Soy la teniente Amanda Savard -se presentó en tono sereno y firme a un tiempo-. Andy trabajaba para mí. Era un buen policía, un investigador concienzudo y de talento, así como una persona maravillosa. Todos somos afortunados por haberlo conocido y desgraciados por haberlo perdido de forma tan precoz. Gracias.

Un discurso sencillo y elocuente. Savard regresó a su banco con la cabeza inclinada. Misteriosa. Kovac se levantó y salió al pasillo para dejarla pasar. La gente volvía la cabeza. Sin duda la miraban a ella y probablemente se preguntaban cómo un tipo como él había acabado sentado junto a una mujer como ella.

Kovac les devolvió una mirada desafiante. Sus ojos se encontraron con los de Steve Pierce por un instante, pero el hombre desvió la vista de inmediato. Ace Wyatt se levantó y se ajustó los gemelos antes de subir al pulpito.

– Dios mío -refunfuñó Kovac, y se santiguó a toda prisa al ver que una mujer le lanzaba una mirada escandalizada-. Ese tipo es increíble. Cualquier ocasión le parece buena para salir en la prensa.

Savard lo miró con una ceja enarcada.

– Sería capaz de sacar el culo por la ventana de un décimo piso y entonar el himno nacional a pedos si creyera que eso le proporcionaría publicidad.

Los labios de Savard se curvaron en una levísima sonrisa.

– Conozco al capitán Wyatt desde hace mucho tiempo.

– Vaya metedura de pata, ¿eh? -suspiró Kovac con una mueca de dolor.

– Hasta el fondo.

– Siempre lo hago. Así me va.

– Conocí a Andy Fallon cuando era un niño -empezó Wyatt con el talento dramático de un actor aficionado.

El hecho de que estuviera a punto de convertirse en una estrella de la televisión nacional daba fe de la degeneración del gusto americano.

– No lo conocía demasiado bien personalmente, pero sé de qué pasta estaba hecho. Estaba hecho de valor, integridad y determinación. Lo sé porque trabajé codo con codo con su padre, Iron Mike Fallon. Todos conocíamos a Iron Mike. Todos respetábamos al hombre y sus opiniones, y temíamos su mal genio si la fastidiábamos. No he conocido en toda mi vida a mejor policía que él… Por ello, es para mí motivo de profunda aflicción anunciarles que Mike Fallon falleció anoche.

Un murmullo de asombro recorrió la multitud. Savard dio un respingo como si le hubiera dado la corriente, su piel ya pálida palideció aún más, y su respiración se tornó superficial y entrecortada.

– Deprimido por la muerte de su hijo… -prosiguió Wyatt.

Kovac se inclinó hacia Savard.

– ¿Se encuentra bien, teniente?

– Disculpe -masculló Savard al tiempo que se levantaba.

Kovac se puso en pie para dejarla pasar. Savard pasó junto a él con tal brusquedad que estuvo a punto de derribarlo. Sentía deseos de echar a correr por el pasillo, salir de la iglesia y seguir corriendo, pero no lo hizo. Nadie le dedicó más que una mirada casual, todos prestaban atención a las palabras de Wyatt. Nadie pareció oír los latidos enfurecidos de su corazón ni el rugido de la sangre en sus venas.

Abrió las puertas de vidrio que daban al pasillo y buscó el servicio, donde la iluminación era mortecina y olía a ambientador. La voz de Ace Wyatt seguía resonando en su cabeza, sumiéndola en el pánico. De repente se dio cuenta de que salía de un altavoz colgado de la pared del lavabo.

Se quitó el chal y las gafas, casi gritando cuando la varilla le rozó la abrasión causada por la alfombra. Con los ojos cerrados para contener el torrente de lágrimas que amenazaba con afluir, buscó a tientas los grifos. El chorro de agua se estrelló contra el lavabo, salpicándola. No le importaba. Formó un cuenco con las manos y se lavó la cara.

El vértigo la acometió en oleadas sucesivas, y las piernas apenas la sostenían. Se inclinó sobre el lavabo, aferrándose con una mano al borde mientras apoyaba la otra en la pared. Intentó contener las náuseas a fuerza de voluntad y suplicó a Dios que le permitiera superarlas, haciendo caso omiso del hecho de que invocaba a un ser supremo en el que había dejado de creer largo tiempo atrás.

– Por favor, por favor, por favor -musitó, inclinada, con la cabeza casi metida en la pica.

De pronto la asaltó la imagen de Andy Fallon mirándola con expresión acusadora y furiosa. Ahora estaba muerto. Y también Mike Fallon.

Deprimido por la muerte de su hijo…

– ¿Teniente? -le llegó la voz de Kovac desde el otro lado de la puerta-. Amanda, ¿está usted ahí? ¿Se encuentra bien?

Savard intentó erguirse y respirar lo bastante hondo para responder con voz firme, pero no logró ninguna de las dos cosas.

– Sí -asintió por fin, furiosa por la debilidad que denotaba su voz-. Estoy bien, gracias.

De repente, la puerta se abrió, y Kovac entró sin vacilar ni tener en cuenta el pudor de cualquier mujer que pudiera estar en el lavabo. En su rostro se pintaba una expresión fiera.

– Estoy bien, sargento Kovac.

– Ya lo veo -replicó él con sequedad mientras se acercaba-. Mejor aún que esta mañana cuando me la encontré casi desplomada sobre la mesa. ¿Le da a menudo por ducharse vestida? -comentó, observando su cabello mojado y las salpicaduras de agua sobre el traje.

– Me he mareado un poco -explicó Savard al tiempo que se oprimía la frente con una mano, respiraba hondo y cerraba los ojos un instante.

Kovac le apoyó una mano en el hombro. Savard se puso rígida, diciéndose que debía salir huyendo, diciéndose que debía quedarse. Lo miró por el espejo y vio preocupación en sus ojos oscuros. También se vio a sí misma y quedó descorazonada al comprobar cuan vulnerable parecía en aquel momento, tan pálida y con medio rostro amoratado.

– Vamos, teniente -murmuró Kovac-. Deje que la lleve al médico.

– No.

Debería haberle ordenado que apartara la mano, pero su peso era sólido, fuerte y reconfortante pese a que no podía apoyarse en él tal como quería, como necesitaba. Sintió un escalofrío. No le convenía desear ni necesitar nada, y más de aquel hombre.

Contempló el reflejo de su mano. Era una mano grande, ancha, con dedos de punta roma. Manos de trabajador, pese a que Kovac desempeñaba su trabajo con la mente, no con las manos. La presión de sus dedos se incrementó un instante.

– Bueno, pues al menos salgamos de aquí -insistió Kovac-. Este maldito ambientador sofocaría a un elefante.

– Puedo arreglármelas sola, de verdad -aseguró Savard-. Gracias de todos modos.

– Vamos -intentó convencerla Kovac.

Se dirigió hacia la puerta, tirando sutilmente de ella, una tarea que largos años de conducir a borrachos y víctimas en distintos grados de shock habían perfeccionado.