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– Nada -respondió-. Sólo le haré unas preguntas de rutina.

Ella le describió el camino. Kurt Wallander le dio las gracias y volvió al coche.

El almacén del Consejo General quedaba en las afueras, en la parte norte de Malmö, en una zona cercana al puerto petrolero. Kurt Wallander anduvo buscando un buen rato hasta que lo encontró.

Entró por una puerta donde se leía: DESPACHO. A través de una gran ventana vio carretillas elevadoras de color amarillo que iban y venían entre interminables líneas de estanterías.

El despacho estaba vacío. Bajó por una escalera y llegó al gran local del almacén. Un joven de pelo largo hasta los hombros se disponía a apilar grandes sacos de plástico con papel higiénico. Kurt Wallander fue hacia él.

– Busco a Erik Magnuson -dijo.

El joven señaló hacia una carretilla amarilla que se había parado delante de un puente de carga donde estaban descargando un camión.

El hombre que estaba sentado en la carretilla era rubio.

Kurt Wallander pensó que Maria Lövgren raramente habría pensado en extranjeros si aquel chico le hubiera apretado la cuerda.

Desechó la idea con irritación. De nuevo, iba demasiado deprisa.

– ¡Erik Magnuson! -gritó a través del ruido del motor.

El hombre le miró extrañado, antes de apagar el motor y bajar.

– ¿Erik Magnuson? -preguntó Kurt Wallander.

– ¿Sí?

– Soy de la policía. Me gustaría hablar contigo un rato.

Kurt Wallander observó su cara.

No había nada inesperado en sus reacciones. Sólo tenía cara de sorpresa. Una sorpresa completamente natural.

– ¿Por qué? -preguntó.

Kurt Wallander miró a su alrededor.

– ¿Hay algún sitio donde podamos sentarnos? -preguntó.

Erik Magnuson le llevó a un rincón donde había una máquina de café. También había una sucia mesa de madera y unos bancos a punto de romperse. Kurt Wallander metió un par de coronas en la máquina y le salió un café. Erik Magnuson se contentó con ponerse una ración de rapé.

– Soy de la policía de Ystad -empezó-. Me gustaría preguntarte acerca de un asesinato brutal en un pueblo llamado Lenarp. Tal vez hayas leído algo en los periódicos.

– Creo que sí. Pero ¿qué tiene que ver conmigo?

Kurt Wallander había empezado a hacerse la misma pregunta. El hombre que se llamaba Erik Magnuson parecía totalmente indiferente por haber recibido la visita de un policía en su lugar de trabajo.

– Tengo que pedirte el nombre de tu padre.

El hombre frunció el entrecejo.

– ¿Mi padre? -preguntó-. No tengo padre.

– Todo el mundo tiene un padre.

– De todas maneras, que yo sepa, no es nadie.

– ¿Cómo es eso?

– Mamá me tuvo de soltera.

– ¿Y nunca te ha dicho quién es tu padre?

– No.

– ¿No se lo has preguntado nunca?

– Claro que se lo he preguntado. Incesantemente durante toda mi juventud. Luego me di por vencido.

– ¿Qué decía ella cuando se lo preguntabas?

Erik Magnuson se levantó y echó unas monedas en la máquina de café.

– ¿Por qué te preocupa mi padre? -preguntó-. ¿Tiene él algo que ver con ese crimen?

– Pronto llegaremos a eso -dijo Kurt Wallander-. ¿Qué te contestaba tu madre cuando preguntabas por tu padre?

– Diferentes cosas.

– ¿Diferentes cosas?

– A veces que ella misma no estaba segura. A veces que era un viajante al que no volvió a ver. A veces otra cosa.

– ¿Y te has contentado con eso?

– ¿Qué coño voy a hacer? Si no quiere, no quiere.

Kurt Wallander pensó en las respuestas que recibía. ¿Era posible que una persona pudiera estar tan poco interesada en saber quién era su padre?

– ¿Tienes buena relación con tu madre? -preguntó.

– ¿Qué quieres decir?

– ¿Os veis a menudo?

– Me llama de vez en cuando. Yo voy a Kristianstad alguna vez. Tenía mejor relación con mi padrastro.

Kurt Wallander se sobresaltó. Göran Boman no había mencionado ningún padrastro.

– ¿Tu madre se volvió a casar?

– Vivía con un hombre cuando yo era pequeño. No estaban casados. Pero yo le llamaba papá igual. Luego se separaron cuando yo tenía quince años, más o menos. Me vine a Malmö al año siguiente.

– ¿Cómo se llama?

– Llamaba. Está muerto. Se mató con el coche.

– ¿Y estás seguro de que no era tu padre de verdad?

– No hay nada más diferente que él y yo.

Kurt Wallander lo intentó de nuevo.

– El hombre al que mataron en Lenarp se llamaba Johannes Lövgren -dijo-. ¿No sería tu padre?

Erik Magnuson, que se había sentado enfrente de él, le miró con asombro.

– ¿Cómo coño quieres que lo sepa? ¡Pregúntaselo a mi madre!

– Ya lo hemos hecho. Pero lo niega.

– Vuelve a preguntárselo. Me gustaría saber quién es mi padre. Asesinado o no.

Kurt Wallander le creía. Apuntó la dirección y el DNI de Erik Magnuson y se levantó.

– Tal vez nos veamos otra vez -dijo.

El hombre volvió a subir a la cabina de la carretilla.

– A mí no me importa. Saludos a mi madre si la ves.

Kurt Wallander regresó a Ystad. Aparcó en la plaza y fue caminando por la calle peatonal y compró unas gasas en la farmacia. La vendedora le miró compasivamente la cara destrozada. En los grandes almacenes de al lado de la plaza compró comida para la cena. Camino del coche se arrepintió y volvió siguiendo sus pasos hasta la tienda de licores. Allí compró una botella de whisky. A pesar de que no debía gastar, eligió un whisky de malta.

A las cuatro y media había vuelto a la comisaría. No estaban ni Rydberg ni Martinson en sus despachos. Se fue al pasillo de la oficina de la fiscal. La chica de la recepción sonrió.

– Se alegró mucho por las flores -dijo.

– ¿Está en su despacho?

– Está en la audiencia hasta las cinco.

Kurt Wallander se marchó. En el pasillo se encontró con Svedberg.

– ¿Cómo te va con Bergman? -preguntó Kurt Wallander.

– Todavía calla -contestó Svedberg-. Pero se ablandará. Las pruebas se amontonan. Los técnicos creen que pueden ligar el arma al crimen.

– ¿Sabemos algo más sobre el trasfondo?

– Parece ser que tanto Ström como Bergman han participado de forma activa en diferentes grupos xenófobos. Pero aún no sabemos si tenían empresa propia o trabajaban para alguna organización.

– En otras palabras, ¿están todos contentos?

– No exactamente. Björk dice que todos teníamos ganas de atrapar al asesino, pero que de todos modos hubo equivocaciones. Sospecho que se reducirá la importancia de Bergman y Valfrid Ström cargará con toda la culpa. Él, que nada puede decir. Yo creo que Bergman era bastante activo en este asunto.

– Me pregunto si era Ström el que me llamaba por las noches -dijo Kurt Wallander-. No llegué a oírle hablar lo suficiente para poder determinar con exactitud si era él o no.

Svedberg le escudriñó con su mirada.

– ¿Y eso qué significa?

– Que en el peor de los casos existe más gente preparada para tomar el relevo de Bergman y Ström.

– Voy a decirle a Björk que la vigilancia de los campos debe continuar -dijo Svedberg-. Por cierto, nos han entrado algunos soplos que indican que fue una banda juvenil la que ocasionó el fuego aquí en Ystad.

– No olvides al anciano al que tiraron una bolsa con nabos a la cabeza -le recordó Kurt Wallander.

– ¿Cómo va lo de Lenarp?

Kurt Wallander vaciló al contestar.

– No estoy seguro -dijo-. Pero hemos empezado en serio otra vez.

A las cinco y diez Martinson y Rydberg estaban en el despacho de Kurt Wallander. Rydberg aún parecía cansado y tenía mal aspecto. A Martinson se le veía descontento.

– Es un enigma la forma en que Johannes Lövgren fue a Ystad y volvió el viernes cinco de enero. He hablado con el conductor del autobús que hace este trayecto. Dice que cuando Johannes y Maria iban a la ciudad solían hacerlo con él. Juntos o cada uno por su cuenta. Estaba completamente seguro de que Johannes Lövgren no había ido en el autobús después de año nuevo. Tampoco los taxis habían efectuado ningún servicio a Lenarp. Según lo que contaba Nyström, iban en autobús si salían a algún sitio. Y sabemos que era avaro.

– Siempre tomaban café juntos por la tarde -dijo Kurt Wallander-. Los Nyström deberían de haber visto si Johannes Lövgren se iba a Ystad o no.

– Ese es precisamente el enigma -comentó Martinson-. Los dos dicen que no fue a Ystad aquel día. Y aun así sabemos que visitó dos sucursales bancarias entre las once y media y la una y cuarto. Aquel día tuvo que pasar fuera de casa tres o cuatro horas.

– Qué raro -dijo Kurt Wallander-. Habrás de seguir insistiendo en ello.

Martinson volvió a sus apuntes.

– Por lo menos no tiene otra cuenta bancaria en la ciudad.

– Bien -dijo Kurt Wallander-. Ya sabemos eso.

– Pero puede que la tenga en Simrishamn -objetó Martinson-. O en Trelleborg, o en Malmö.

– Concéntrate en su viaje a Ystad primero -aconsejó Kurt Wallander clavando la mirada en Rydberg.

– Lars Herdin persiste en su historia -empezó después de echar una ojeada a su gastado bloc de notas-. Por una casualidad se encontró con Johannes Lövgren y aquella mujer en Kristianstad en la primavera de 1979. Y afirma que fue por una carta anónima como se enteró de que tenían un hijo en común.

– ¿Podría describir a la mujer?

– Vagamente. En el peor de los casos, tendremos que poner a las señoras en fila para que pueda señalar la correcta. Si es que está allí -añadió.

– Pareces indeciso.

Rydberg cerró el bloc con un gesto irritado.

– No me encaja nada -dijo-. Lo sabes. Claro que debemos seguir las pistas que tenemos. Pero no estoy seguro de que vayamos por buen camino. Lo que me molesta es que no sé qué otro seguir.

Kurt Wallander les habló de su encuentro con Erik Magnuson.

– ¿Por qué no le preguntaste si tenía una coartada para la noche de los asesinatos? -preguntó Martinson con asombro cuando hubo terminado.

Kurt Wallander notó que empezaba a ruborizarse detrás de todos los chichones y morados.

Lo había olvidado. Pero no lo dijo.

– Lo dejé estar. Quise tener una excusa para verlo de nuevo.

Él mismo notó que lo que decía no era convincente. Pero ni Rydberg ni Martinson parecían reaccionar ante su explicación.

La conversación se paró. Cada uno se perdió en sus propios pensamientos.

Kurt Wallander se preguntó cuántas veces se había encontrado en una situación similar. Cuando una investigación deja de estar viva. Como un caballo que ya no quiere caminar. En aquel momento tendrían que tirar del caballo hasta que empezase a moverse de nuevo.