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– Hazlo enseguida -dijo Kurt Wallander-. Quizás así lleguemos a alguna parte.

Martinson dejó la habitación. Estuvo a punto a chocar en la puerta con Hanson, que entraba.

– ¿Tienes tiempo? -preguntó.

Kurt Wallander asintió con la cabeza.

– ¿Cómo te va con Bergman?

– Está callado. Pero está vinculado al crimen. Esa tal Brolin le detiene hoy.

Kurt Wallander no quiso comentar la actitud de desprecio que Hanson mostraba hacia Anette Brolin.

– ¿Qué querías? -inquirió sólo.

Hanson se sentó en la silla de madera al lado de la ventana con cara avergonzada.

– Quizá sepas que juego un poco a los caballos -empezó-. Por cierto, aquel caballo que me aconsejaste se puso a galopar. ¿Quién te había dado el soplo?

Kurt Wallander recordaba vagamente un comentario que había hecho una vez en el despacho de Hanson.

– Era una broma. Continúa.

– Supe que os interesa un tal Erik Magnuson que trabaja en el almacén central del Consejo General de Malmö. Pues hay un hombre que se llama Erik Magnuson que a menudo me encuentro en Jägersro. Apuesta alto, pierde mucho, y me he enterado de que trabaja en el Consejo General. Kurt Wallander se interesó de inmediato.

– ¿Cuántos años tiene? ¿Qué aspecto tiene?

Hanson se lo describió. Kurt Wallander supo enseguida que era el mismo hombre con quien se había entrevistado en dos ocasiones diferentes.

– Hay rumores de que se ha endeudado -dijo Hanson-. Y las deudas de juego pueden ser peligrosas.

– Bien -dijo Kurt Wallander-. Era justamente la información que necesitábamos.

Hanson se levantó.

– Nunca se sabe -dijo-. Juego y drogas pueden funcionar de la misma manera. A no ser que se juegue como yo hago, sólo por diversión.

Kurt Wallander pensó en algo que había dicho Rydberg sobre personas que a causa de la drogodependencia estaban dispuestas a cometer brutalidades sin límite.

– Bien -dijo a Hanson-. Muy bien.

Hanson salió de la habitación. Kurt Wallander pensó un momento antes de llamar a Göran Boman a Kristianstad. Estaba de suerte y lo encontró enseguida.

– ¿Qué quieres que haga? -preguntó cuando Kurt Wallander terminó la narración de Hanson.

– Pasarle el aspirador -replicó Kurt Wallander-. No quitarle el ojo de encima.

Göran Boman prometió poner a Ellen Magnuson bajo vigilancia.

Kurt Wallander se encontró a Hanson cuando estaba a punto de salir de la comisaría.

– Las deudas de juego -dijo-. ¿A quién o a quiénes debe dinero?

Hanson tenía la respuesta.

– Hay un ferretero en Tågarp que presta dinero -respondió-. Si Erik Magnuson le debe dinero a alguien, será a él. Es el usurero de gran parte de los que apuestan alto en Jägersro. Y, por lo que sé, tiene unos tipos muy desagradables a su servicio a los que envía para que se acuerden quienes no están al día en los pagos.

– ¿Dónde se le puede encontrar?

– Es el dueño de la ferretería de Tågarp. Un tío bajo y gordo de unos sesenta años.

– ¿Cómo se llama?

– Larson. Le llaman Nicken.

Kurt Wallander volvió a su despacho. Intentó encontrar a Rydberg sin lograrlo. Ebba tenía la información. Rydberg no volvería hasta las diez, ya que estaba en el hospital.

– ¿Está enfermo? -preguntó Kurt Wallander.

– Será el reuma -respondió Ebba-. ¿No has visto cómo cojea este invierno?

Kurt Wallander decidió no esperar a Rydberg. Se puso el abrigo, salió al coche y se fue a Tågarp.

La ferretería estaba en medio del pueblo.

Había una oferta de carretillas a precio rebajado.

El hombre que salió de una habitación al sonar el timbre de la puerta era, en efecto, bajo y gordo. Kurt Wallander estaba solo en la tienda y había decidido no andarse por las ramas. Sacó su placa de policía y la mostró. El hombre al que llamaban Nicken la miró con atención, pero parecía totalmente impertérrito.

– Ystad -dijo-. ¿Qué querrá de mí la policía de allí?

– ¿Conoces a un hombre llamado Erik Magnuson?

El hombre de detrás del mostrador tenía demasiada experiencia para mentir.

– Podría ser. ¿Por qué?

– ¿Cuándo lo conociste?

«Pregunta equivocada», pensó Kurt Wallander. «Le da posibilidades de retirarse.»

– No me acuerdo.

– Pero ¿lo conoces?

– Tenemos algunos intereses en común.

– ¿Como por ejemplo el deporte de trotones y juegos de totalizadores?

– Tal vez.

A Kurt Wallander le irritaba su afrentosa arrogancia.

– Ahora me vas a escuchar -dijo-. Sé que prestas dinero a gente que no sabe manejar bien sus apuestas. De momento no me importa qué tipo de interés les cobras. No me importa en absoluto que te dediques a actividades ilegales como la usura. Yo quiero saber otra cosa distinta. -El hombre llamado Nicken le miró con curiosidad-. Quiero saber si Erik Magnuson te debe dinero. Y quiero saber cuánto.

– Nada -contestó el hombre.

– ¿Nada?

– Ni un duro.

«Mal», pensó Kurt Wallander. «La pista de Hanson nos ha llevado a mal sitio.»

Un segundo más tarde comprendió que era al revés. Por fin habían llegado al sitio correcto.

– Pero si lo quieres saber, ha tenido deudas conmigo -dijo el hombre.

– ¿Cuánto?

– Bastante. Pero ha pagado veinticinco mil coronas.

– ¿Cuándo?

El hombre pensó un momento.

– Hace poco más de una semana. El jueves pasado.

«El jueves 11 de enero», pensó Kurt Wallander.

«Tres días después del asesinato de Lenarp.»

– ¿Cómo lo pagó?

– Vino aquí.

– ¿En qué tipo de moneda?

– Billetes de mil. Billetes de quinientas.

– ¿Dónde llevaba el dinero?

– ¿Cómo que dónde llevaba el dinero?

– ¿En una bolsa? ¿En una cartera?

– En una bolsa de plástico. De ICA, creo.

– ¿Pagaba con retraso?

– Algo.

– ¿Qué habría pasado si no hubiese pagado?

– Me habría visto forzado a recordárselo.

– ¿Sabes de dónde sacó el dinero?

El hombre llamado Nicken se encogió de hombros. Al mismo tiempo entró un cliente en la tienda.

– No es mi problema -dijo-. ¿Algo más?

– No, gracias, de momento no. Pero tal vez nos veamos otra vez.

Kurt Wallander salió y fue hacia su coche. «Ahora», pensó. «Ya le tenemos.»

¿Quién podría sospechar que saliese algo bueno del vicio de juego de Hanson?

Kurt Wallander volvió a Ystad y se sintió como si le hubiese tocado el gordo de la lotería.

Empezaba a olfatear la solución.

«Erik Magnuson», pensó.

«Ahora vamos.»