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– Le he estado dando vueltas a una cosa -reconoció Kurt Wallander, que llevaba el interrogatorio de Lothar Kraftzcyk-. ¿Por qué le disteis heno al caballo?

El hombre lo miró con asombro.

– El dinero estaba escondido en el heno -dijo-. A lo mejor le echamos heno al caballo mientras buscábamos la cartera.

Kurt Wallander asintió con la cabeza. Así de fácil era la solución al enigma del heno del caballo.

– Otra cosa más -añadió Kurt Wallander-. ¿El nudo corredizo?

No obtuvo respuesta. Ninguno de los dos hombres admitió haber sido quien cometiese aquella violencia tan absurda. Volvió a preguntar, pero no le contestaron nunca.

La policía checa, sin embargo, pudo informar de que tanto Haas como Kraftzcyk habían sido condenados por crímenes violentos en su país de origen.

Habían alquilado una casita casi en ruinas a las afueras de Höör después de dejar el campo de refugiados. Las chaquetas de cuero procedían de un robo a un mayorista de artículos de cuero de Tranås.

La vista del auto de detención acabó en un par de minutos.

A nadie le cabía la menor duda de que las pruebas serían suficientes para atribuirles el crimen, aunque los dos hombres seguían echándose la culpa el uno al otro.

Kurt Wallander estuvo en la sala del juzgado observando a los dos hombres que durante tanto tiempo había perseguido. Recordó aquella madrugada de enero, cuando acababa de entrar en la casa de Lenarp. Aunque el doble asesinato ya estaba resuelto y los criminales tendrían su castigo, sentía malestar. ¿Por qué habían puesto una cuerda alrededor del cuello de Maria Lövgren? ¿Por qué tanta violencia gratuita? Se estremeció. No tenía respuesta. Y eso le inquietaba.

Avanzada la tarde del 4 de agosto, Kurt Wallander tomó una botella de whisky y se fue a casa de Rydberg. Al día siguiente, Anette Brolin lo acompañaría a visitar a su padre.

Kurt Wallander pensaba en la pregunta que le había hecho.

Si se podría imaginar separarse por él.

Naturalmente, había dicho que no.

Pero él sabía que la pregunta no la había molestado. Mientras conducía hacia la casa de Rydberg, escuchaba a Maria Callas en su radiocasete. Tendría libre la semana siguiente en compensación por tantas horas extras. Iría a Lund a visitar a Herman Mboya, que había vuelto de Kenia. El resto del tiempo lo dedicaría a pintar su piso.

Tal vez también se daría el gusto de comprar un nuevo equipo de música.

Aparcó el coche delante de la casa de Rydberg.

Una luna amarilla se asomaba por encima de su cabeza. Notaba que se acercaba el otoño.

Rydberg estaba sentado en la penumbra del balcón, como de costumbre.

Kurt Wallander llenó dos copas con whisky.

– ¿Recuerdas cuando nos preocupábamos tanto por lo que había susurrado Maria Lövgren? -preguntó Rydberg-. ¿Que teníamos que buscar a unos extranjeros? Y cuando apareció Erik Magnuson en escena, era el asesino más deseado. Pero no era él. Ahora hemos atrapado a unos extranjeros de todos modos. Y entre tanto un pobre somalí murió en vano.

– Tú lo supiste todo el tiempo -dijo Kurt Wallander-. ¿No es así? ¿Estuviste siempre seguro de que eran extranjeros?

– Saberlo, no lo sabía -replicó Rydberg-. Pero sí que lo pensaba.

Lentamente hablaron de la investigación, como si ya fuese un recuerdo lejano.

– Nos equivocamos muchas veces -comentó Kurt Wallander en tono pensativo-. Yo me equivoqué muchas veces.

– Eres un buen policía -dijo Rydberg con convicción-. Tal vez nunca te lo haya dicho. Pero pienso que como policía eres muy bueno.

– Me equivoqué demasiado.

– Tú perseverabas -añadió Rydberg-. Nunca te dabas por vencido. Querías atrapar a los que cometieron los homicidios de Lenarp. Eso es lo importante.

Poco a poco se iba acabando la conversación.

«Estoy con un hombre moribundo», pensó Kurt Wallander lleno de confusión. «Creo que no he entendido que Rydberg, de hecho, se está muriendo.»

Recordó aquella vez, cuando era joven, en que le dieron un navajazo.

También pensó que hacía poco menos de medio año había conducido en estado de embriaguez. En realidad debería ser un policía destituido.

«¿Por qué no se lo explico a Rydberg?», pensó. «¿Por qué no se lo cuento? ¿O ya lo sabe?»

El conjuro pasó por su cabeza.

«Hay un tiempo para vivir y otro para estar muerto.»

– ¿Qué tal te va? -preguntó con cautela.

La cara de Rydberg no era visible en la oscuridad.

– Ahora mismo no tengo dolores -contestó-. Pero mañana volverán. O pasado mañana.

Eran casi las dos de la madrugada cuando Kurt Wallander dejó a Rydberg, quien insistió en quedarse sentado en el balcón.

Dejó el coche y se fue caminando a casa.

La luna había desaparecido detrás de una nube.

De vez en cuando daba un traspié.

Tenía la voz de Maria Callas en la cabeza.

Se quedó un rato con los ojos abiertos en la oscuridad de su piso antes de dormirse.

Volvió a pensar en la violencia sin sentido. La nueva era, que tal vez exigiese otro tipo de policías.

«Vivimos en la era de los nudos corredizos», pensó. «La inquietud aumentará bajo el cielo.»

Luego se obligó a apartar esos pensamientos y empezó a buscar a la mujer negra en sus sueños.

La investigación había terminado.

Por fin podía descansar.

***
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