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Kurt Wallander siempre pensaría en los días posteriores como «el tiempo en que se confeccionó el mapa». Lo que Britta-Lena Bodén recordaba y una firma ilegible eran sus puntos de partida. Por fin había un libreto verosímil, y por fin encajaba la última palabra que Maria Lövgren pronunció. Además, tenía que incorporar el curioso nudo corredizo a su resumen. Luego dibujó el mapa. El mismo día que habló con Britta-Lena Bodén entre las cálidas dunas de Sandhammaren se fue a casa de Björk, lo hizo levantarse de la mesa y obtuvo una promesa inmediata de contar con Hanson y Martinson a jornada completa para participar en la investigación, que de nuevo tendría prioridad.

El miércoles 11 de julio se hizo una reconstrucción de los hechos en la sucursal del banco antes de que abriera por la mañana. Britta-Lena Bodén se sentó tras el mostrador, Hanson hizo el papel de Johannes Lövgren, y Martinson y Björk representaron el papel de los dos hombres que entraron a cambiar dólares. Kurt Wallander insistía con tozudez en que todo fuese exactamente como aquella vez, medio año antes. El preocupado director del banco accedió al final a que Britta-Lena Bodén entregase veintisiete mil coronas en billetes de diferentes valores a Hanson, que llevaba una vieja cartera que Ebba le había prestado.

Kurt Wallander se mantuvo aparte, observando la escena. Dos veces pidió que se repitiese después de que Britta-Lena Bodén recordase algún detalle que no encajaba del todo.

Kurt Wallander quiso proceder a la reconstrucción para despertar su memoria. Albergaba la esperanza de que algo nuevo asomara a la superficie en aquella memoria prodigiosa.

Después negó con la cabeza. Había dicho todo lo que recordaba. No tenía nada que añadir. Kurt Wallander le pidió que aplazase el viaje a Öland unos días más y la dejó a solas en una habitación, donde tuvo que mirar fotos de criminales extranjeros que por una u otra razón habían caído en las redes de la policía sueca.

Como esto tampoco dio resultado, la enviaron en avión a Norrköping para que observara el enorme archivo del Departamento de Inmigración. Tras dieciocho horas de estudiar intensamente un sinfín de fotografías volvió al aeropuerto de Sturup, donde el propio Kurt Wallander la recibió. El resultado era negativo.

El paso siguiente fue entrar en contacto con la Interpol. El libreto de la forma en que podía haber ocurrido el crimen se introdujo en las bases de datos, en las que después harían análisis comparativos en el cuartel general europeo. Pero aún no ocurría nada que cambiase la situación realmente. Mientras Britta-Lena Bodén sudaba sobre la inmensa cantidad de fotografías, Kurt Wallander mantuvo tres largos interrogatorios con el maestro deshollinador Arthur Lundin de Slimminge. Reconstruyeron los viajes entre Lenarp y Ystad, los cronometraron y volvieron a reconstruirlos. Kurt Wallander seguía dibujando su mapa. De vez en cuando visitaba al decaído y pálido Rydberg, que descansaba en su balcón, y juntos repasaban la investigación. Rydberg insistía en que no le molestaba ni se cansaba. Pero al despedirse, Wallander siempre se sentía culpable.

Anette Brolin regresó de sus vacaciones, que había pasado junto a su marido e hijos en una casa de verano en Grebbestad, en la costa oeste. La familia la acompañó hasta Ystad y Kurt Wallander adoptó un tono lo más formal posible cuando la llamó para hablarle de la brecha abierta en la moribunda investigación.

Después de aquella primera semana tan intensa, todo se detuvo.

Kurt Wallander miraba con desconsuelo su mapa. De nuevo estaban atascados.

– Tendremos que esperar -dijo Björk-. La masa de la Interpol suele fermentar lentamente.

Kurt Wallander acalló la protesta que despertaba en él lo forzado de aquella imagen.

Al mismo tiempo reconoció que Björk tenía razón.

Cuando Britta-Lena Bodén volvió de Öland para incorporarse de nuevo al trabajo en el banco, Kurt Wallander solicitó unos días libres para ella a la dirección del banco. Luego la llevó consigo a los campos de refugiados ubicados alrededor de Ystad. También hicieron una visita a los campos flotantes que se encontraban en el puerto petrolero de Malmö. Pero no reconocía ninguna cara en ningún sitio. Kurt Wallander consiguió que enviaran en avión a un dibujante desde Estocolmo.

Pese a un sinnúmero de intentos, Britta-Lena Bodén no conseguía que se produjera una cara aceptable.

Kurt Wallander empezaba a perder la esperanza. Björk le obligó a dejar a Martinson y contentarse con Hanson como el más próximo y único compañero en el trabajo de investigación.

El viernes 20 de julio, Kurt Wallander estaba a punto de darse por vencido.

Muy avanzada la noche, escribió un informe en el que propuso dejar la investigación en suspenso porque no había material concreto que les permitiera avanzar de manera decisiva.

Colocó los papeles en su escritorio y decidió pasárselos a Björk y a Anette Brolin el lunes por la mañana.

Pasó el sábado y el domingo en la isla de Bornholm. Hacía viento y llovía; además, se indigestó con algo que comió en el transbordador. La noche del domingo la pasó en cama. Tuvo que levantarse a intervalos a vomitar.

Al despertarse el lunes por la mañana se sintió mejor. De todos modos no sabía con certeza si debía o no quedarse en cama.

Finalmente se levantó y se marchó. Un poco después de las nueve estaba en su despacho. En el comedor había pastel porque era el cumpleaños de Ebba. Eran casi las diez cuando Kurt Wallander pudo por fin repasar su informe para Björk. Estaba a punto de levantarse para ir a entregarlo cuando sonó el teléfono.

Era Britta-Lena Bodén.

Su voz era como un susurro.

– Han vuelto. ¡Venid enseguida!

– ¿Ha vuelto quién? -preguntó Kurt Wallander.

– Los que cambiaron el dinero. ¿No lo entiendes?

En el pasillo chocó con Norén, que acababa de volver de un control de tráfico.

– ¡Ven conmigo! -gritó Kurt Wallander.

– ¿Qué coño pasa? -dijo Norén, que se estaba comiendo un bocadillo.

– No preguntes. ¡Ven!

Cuando llegaron al banco, Norén aún llevaba el bocadillo a medio comer en la mano. Kurt Wallander se saltó un semáforo en rojo y pasó por encima de la mediana de una avenida. Dejó el coche entre unos puestos de venta en la plaza del Ayuntamiento. Pero aun así llegaron tarde. Los hombres ya habían desaparecido. Britta-Lena Bodén estaba tan exaltada por volver a verlos que no se le ocurrió pedir a alguien que los siguiera.

En cambio sí se acordó de apretar el botón de la cámara de vigilancia.

Kurt Wallander estudió la firma del recibo. Seguía siendo ilegible. Pero era la misma firma. Tampoco esta vez había una dirección.

– Bien -dijo Kurt Wallander a Britta-Lena Bodén, que estaba temblando dentro de la oficina del director del banco-. ¿Qué dijiste al ir a telefonear?

– Que tenía que ir a buscar un sello.

– ¿Crees que esos dos hombres sospechaban algo?

Ella negó con la cabeza.

– Bien -dijo Kurt Wallander de nuevo-. Has hecho lo correcto.

– ¿Crees que los atraparéis ahora? -preguntó ella.

– Sí -dijo Kurt Wallander-. Esta vez sí.

La película de vídeo de la cámara del banco mostraba dos hombres que no ofrecían mucho aspecto de extranjeros. Uno tenía el pelo corto y rubio, el otro era calvo. En la jerga policial fueron bautizados enseguida como Lucia y el Calvo.

Britta-Lena Bodén escuchó varias muestras de idiomas y llegó a la conclusión de que los hombres habían intercambiado unas palabras en checo o en búlgaro. El billete de cincuenta dólares que habían cambiado se envió inmediatamente para su estudio técnico.

Björk los reunió a todos en su despacho.

– Después de medio año aparecen de nuevo -dijo Kurt Wallander-. ¿Por qué vuelven a la misma sucursal bancaria? Primero, porque viven por aquí cerca. Segundo, porque lograron un buen botín después de visitar el banco. Pero esta vez no tuvieron suerte. El hombre que estaba delante de ellos en la cola ingresó dinero, no lo retiró. Pero era un hombre mayor como Johannes Lövgren. Tal vez piensan que los hombres mayores con aspecto de granjeros siempre sacan grandes sumas de dinero.

– Checos -dijo Björk-. ¿O búlgaros?

– No necesariamente -contestó Kurt Wallander-. La chica pudo haberse equivocado. Pero puede encajar con la fisonomía.

Vieron la película de vídeo cuatro veces más, decidiendo qué imágenes copiarían y ampliarían.

– Hay que investigar a cada europeo del este que se encuentre en la ciudad y en los alrededores -dijo Björk-. Es desagradable y se interpretará como discriminación indebida. ¡Pero al diablo! En alguna parte tienen que estar, ¿verdad? Hablaré con los jefes de policía de Malmö y Kristianstad para ver qué quieren que hagamos en la provincia.

– Que todas las patrullas vean el vídeo -dijo Hanson-. Puede que aparezcan por las calles.

Kurt Wallander recordó la carnicería.

– Después de lo que hicieron en Lenarp, hay que considerarlos peligrosos -dijo.

– Si fueron ellos -señaló Björk-. Todavía no lo sabemos.

– Es verdad -reconoció Kurt Wallander-. Pero de igual manera…

– Ahora vamos a por todas -dijo Björk-. Kurt se encarga y delega según su propio criterio. Todo lo que no se tenga que hacer inmediatamente se deja aparte. Llamaré a la fiscal, así se pondrá contenta de que ocurra algo.

Pero nada ocurrió.

A pesar de los masivos despliegues policiales y de lo pequeña que es la ciudad, los dos hombres habían desaparecido. El martes y el miércoles transcurrieron sin resultado alguno. Los dos jefes de policía de la provincia dieron el visto bueno para reforzar la dotación policial en ambas regiones. Copiaron y distribuyeron la película de vídeo. Kurt Wallander dudó hasta el último momento en dar las fotos a la prensa o no. Temía que los hombres se hiciesen más invisibles si se los buscaba abiertamente. Pidió consejo a Rydberg, que no estaba de acuerdo con él.

– A los zorros hay que sacarlos de la madriguera -sentenció-. Espera un par de días. Pero luego suelta las fotos. Estuvo contemplando un largo rato las copias que le llevó Wallander.

– No existe lo que llamamos la cara del asesino -dijo-. Uno se imagina algo, un perfil, el tipo de pelo, la posición de los dientes. Pero nunca encaja.

El viento soplaba sin cesar en Escania aquel martes 24 de julio. Nubes rotas se perseguían sobre el cielo y las ráfagas de viento tenían la fuerza de una tormenta. Al amanecer, Kurt Wallander permaneció largo rato en la cama escuchando el viento antes de levantarse. Cuando se pesó en el cuarto de baño, vio que había perdido otro kilo. Eso le dio tanto ánimo que cuando aparcó en su sitio de la comisaría no notó el malestar que últimamente le había agobiado.