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Volvieron a la calle Mariagatan después de comprar un poco de comida. Durante la cena hablaron de lo que pasaría con el padre.

– En un geriátrico se muere -dijo.

– ¿Qué alternativas tenemos? -se cuestionó Kurt Wallander-. Aquí no puede vivir. Ni en tu casa. En Löderup tampoco puede ser. ¿Qué es lo que queda?

Acordaron que, a pesar de todo, sería mejor que el padre se quedara en su casa, con la ayuda regular de un asistente social.

– Nunca me ha querido -dijo Kurt Wallander cuando tomaron café.

– Claro que sí.

– No desde que decidí ser policía.

– A lo mejor se había imaginado otra cosa.

– Pero ¿qué? Nunca dice nada.

Kurt Wallander le preparó la cama a su hermana en el sofá.

Cuando ya no tenían más que decir sobre el padre, Wallander le contó todo lo que había sucedido. De repente notó que la vieja confianza que los unía cuando eran niños había desaparecido.

«Nos hemos visto poco», pensó. «Ni siquiera se atreve a preguntarme por qué Mona y yo nos hemos separado.»

Sacó una botella de coñac medio vacía. Ella negó con la cabeza y Wallander sólo llenó su copa.

Las noticias de la noche se centraron en la historia de Valfrid Ström. No delataron la identidad de Rune Bergman. Kurt Wallander sabía que se debía a su pasado como policía. La jefatura nacional tendía cortinas de humo para que la identidad de Rune Bergman permaneciera secreta durante el máximo tiempo posible.

Pero tarde o temprano saldría a la luz, naturalmente.

Justo cuando las noticias terminaron sonó el teléfono.

Kurt Wallander pidió a su hermana que contestara.

– Averigua quién es y di que verás si puedo ponerme -le rogó.

– Es alguien que se llama Brolin -dijo ella al volver del recibidor.

Se levantó con esfuerzo y contestó.

– Espero no haberte despertado -dijo Anette Brolin.

– En absoluto. Tengo a mi hermana aquí de visita.

– Sólo quería llamar para decir que me parece que habéis hecho un trabajo fantástico.

– Más bien hemos tenido suerte, supongo.

«¿Por qué me llama?», pensó. Se decidió rápidamente.

– ¿Una copa? -sugirió.

– Con mucho gusto. ¿Dónde?

Oyó que estaba sorprendida.

– Mi hermana se va a la cama. ¿En tu casa?

– De acuerdo.

Colgó el teléfono y volvió al salón.

– No me voy a la cama en absoluto -dijo su hermana.

– Saldré un rato. No me esperes levantada. No sé cuánto tiempo estaré fuera.

El aire fresco de la noche le facilitaba la respiración. Entró en la calle Regementsgatan y de pronto sintió un alivio en su interior. Habían resuelto el brutal asesinato de Hageholm en el transcurso de cuarenta y ocho horas. Ya se podían concentrar en el doble asesinato de Lenarp.

Sabía que había hecho un buen trabajo.

Había confiado en su intuición, actuando sin dudar y había dado buen resultado.

Pensar en la persecución con la furgoneta de animales le dio escalofríos. Pero aun así el alivio existía.

Llamó al interfono de la calle y Anette Brolin contestó. Vivía en el segundo piso de una casa de principios de siglo. El piso era grande pero apenas estaba amueblado. Al lado de una pared había unos cuadros sin colgar.

– ¿Gin tonic? -preguntó-. Me temo que no tengo mucho entre lo que puedas elegir.

– Con mucho gusto -contestó-. Ahora me tomaría cualquier cosa, siempre y cuando sea fuerte.

Se sentó en el sofá sobre sus pantorrillas, enfrente de él. Wallander pensó que estaba muy guapa.

– ¿Te has fijado en el aspecto que tienes? -preguntó sonriendo.

– Todo el mundo me lo pregunta -contestó él.

Luego se acordó de Klas Månson. El ladrón de tiendas que Anette Brolin no había querido arrestar. Pensó que en realidad no quería hablar del trabajo. Pero no pudo resistirse.

– Klas Månson -dijo-. ¿Te acuerdas de su nombre?

Ella asintió con la cabeza.

– Hanson dice que pensaste que nuestra investigación estaba mal hecha. Que no pensabas permitir un arresto prolongado si no se profundizaba en la investigación.

– El informe de la investigación era malo. Escrito de cualquier manera. Pruebas insuficientes. Testigos difusos. Cometería una falta si pidiera un arresto prolongado basándome en un material de ese tipo.

– La investigación no es peor que muchas otras. Además, olvidas un factor importante.

– ¿Cuál?

– El hecho de que Klas Månson es culpable. Ha robado tiendas anteriormente.

– Entonces tendréis que exponerlo mejor.

– Yo no creo que el informe esté tan mal. Si soltamos al cabrón de Månson, delinquirá de nuevo.

– No se puede arrestar a la gente de cualquier manera.

Kurt Wallander se encogió de hombros.

– ¿Dejarás de soltarlo si te proporciono un testimonio más extenso? -preguntó.

– Depende de lo que diga el testigo.

– ¿Por qué eres tan terca? Klas Månson es culpable. Si podemos retenerlo un poco, confesará. Pero si tiene la menor esperanza de librarse, no dirá esta boca es mía.

– Los fiscales deben ser tercos. ¿Qué crees que pasaría con la seguridad de la justicia en este país si no fuera así?

Kurt Wallander notó que el alcohol le envalentonaba.

– Esta pregunta también puede hacerla un insignificante policía de la provincia -repuso-. Una vez creí que la profesión de policía significaba participar y cuidar de las pertenencias de las personas y de su seguridad. Supongo que todavía lo creo. Pero he visto que la seguridad de la justicia se convierte en una idea huera. He visto que a los jóvenes delincuentes más o menos se los anima a seguir. Nadie interviene. Nadie se preocupa por las víctimas de la creciente violencia. Es cada vez peor.

– Ahora hablas como mi padre -dijo-. Es un juez retirado. Un viejo funcionario reaccionario.

– Quizá sí. Tal vez sea conservador. Pero es mi opinión. Entiendo que la gente a veces se tome la justicia por su mano.

– Sin duda también entenderás que algunos cerebros confusos maten a tiros a un inocente que solicita asilo político.

– Sí y no. La inseguridad en este país es grande. La gente tiene miedo. Especialmente en las regiones de granjeros como éstas. Pronto sabrás que hay un gran héroe en esta parte del país en estos momentos. Un hombre al que aplauden calladamente detrás de las cortinas. El hombre que consiguió un referéndum municipal que contestó que no a la recepción de refugiados.

– ¿Qué pasa si nos oponemos a las decisiones del parlamento? En este país tenemos una política de refugiados que hay que seguir.

– Incorrecto. Es la falta de política de refugiados la que está creando el caos. Ahora mismo vivimos en un país donde quien sea, por los motivos que sean, puede entrar como sea, cuando sea y por donde sea. Los controles de las fronteras han dejado de existir. La administración de la aduana está paralizada. Hay infinidad de pequeños aeropuertos sin vigilancia adonde llegan la droga y los inmigrantes ilegales cada noche.

Notó que se estaba enfadando. El asesinato del somalí era un crimen con mucho trasfondo.

– Rune Bergman naturalmente debe ser encerrado con el castigo más severo posible. Pero el Departamento de Inmigración y el gobierno tendrán que aceptar su parte de culpa.

– Eso son tonterías.

– Ah, ¿sí? Ahora empiezan a aparecer personas que han pertenecido al servicio secreto fascista de Rumania. Buscan asilo político. ¿Se lo vamos a permitir?

– El principio tiene que estar vigente.

– ¿Realmente debe ser así? ¿Siempre? ¿Aun cuando esté equivocado?

Ella se levantó del sofá y llenó de nuevo las copas.

Kurt Wallander empezó a sentirse de mal humor. «Somos demasiado diferentes», pensó.

«Después de diez minutos de conversación se abre un abismo.»

El alcohol lo volvía agresivo. La miró y notó que se excitaba.

¿Cuánto tiempo hacía que él y Mona habían hecho el amor por última vez?

Casi un año. Un año sin vida sexual.

Gimió al pensarlo.

– ¿Te duele? -preguntó.

Él afirmó con la cabeza. No era verdad en absoluto. Pero dejó salir su oscura necesidad de compasión.

– Tal vez sea mejor que te vayas a casa -propuso ella.

Era lo último que quería. Pensó que no tenía un hogar desde que Mona se marchó.

Se acabó la copa y estiró la mano para que se la volviera a llenar. Estaba tan borracho que empezaba a perder sus inhibiciones.

– Una más -dijo-. La merezco.

– Después has de marcharte -repuso ella.

El tono de su voz era más frío. Pero no tenía ganas de preocuparse por eso. Cuando le acercó la copa, la tomó del brazo y la hizo sentarse en la silla.

– Siéntate aquí a mi lado -dijo, y puso la mano encima de su muslo.

Ella le esquivó y le soltó una bofetada. Le pegó con la mano en que llevaba el anillo de casada y notó que le rasgaba la mejilla.

– Vete a casa ya -le increpó.

Dejó la copa encima de la mesa.

– Si no, ¿qué harás? -preguntó-. ¿Llamarás a la policía?

No contestó. Pero Wallander vio que estaba furiosa.

Tropezó al levantarse.

De repente comprendió lo que había intentado hacer.

– Perdóname -se disculpó-. Estoy cansado.

– Lo olvidaremos -dijo-. Pero ahora debes marcharte.

– No sé qué me ha pasado -dijo dándole la mano.

Ella le tendió la suya.

– Lo olvidaremos -dijo-. Buenas noches.

Intentó decir algo más. En alguna parte de su conciencia confusa le roía el pensamiento de que había hecho algo imperdonable y peligroso. De la misma manera que cuando había conducido borracho después de la cita con Mona.

Se marchó y oyó que la puerta se cerraba tras él.

«Tengo que dejar de beber alcohol», pensó con rabia. «No lo controlo.»

Abajo en la calle inspiró el aire frío.

«Cómo se puede uno comportar de forma tan estúpida, joder», pensó. «Como un adolescente borracho, que nada sabe sobre sí mismo, ni sobre las mujeres ni sobre el mundo.»

Se fue caminando a su casa de la calle Mariagatan.

Al día siguiente comenzaría de nuevo la caza de los asesinos de Lenarp.