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Sintió los latidos de su corazón.

O sea que tenía razón. No podía ser otro.

Los dos hombres hablaban en voz baja. Kurt Wallander no podía entender lo que decían. De repente el hombre del albornoz desapareció por una puerta. En aquel momento Rune Bergman fijó la vista directamente en el lugar en que estaba Kurt Wallander.

«Me han descubierto», pensó al apartar la cabeza.

«Esos cabrones no dudarán en matarme de un tiro.»

Se quedó paralizado de terror.

«Moriré», pensó desesperadamente. «Me volarán la cabeza.»

Pero nadie fue a volarle la cabeza. Al final se atrevió a volver a mirar.

El hombre del albornoz estaba comiéndose una manzana.

Rune Bergman llevaba dos escopetas de perdigones en las manos. Puso una sobre la mesa. La otra la metió debajo de su abrigo. Kurt Wallander comprendió que había visto más que suficiente. Se dio la vuelta y se fue sigilosamente.

Lo que pasó después, no lo sabría nunca.

Pero se equivocó en la oscuridad. Al intentar agarrarse al andamio, su mano palpaba a ciegas en el vacío.

Después se cayó.

Ocurrió tan deprisa que casi no tuvo tiempo de pensar que iba a morir.

Justo encima del suelo su pierna quedó atrapada en una abertura que había entre dos maderas. El dolor fue terrible cuando sintió el tirón. Estaba colgando con la cabeza hacia abajo a menos de un metro del asfalto.

Intentó sacar el pie con movimientos giratorios, pero se le había enganchado. Colgaba en el aire sin poder hacer nada. La sangre le golpeaba las sienes.

El dolor era tan violento que se le saltaban las lágrimas. En aquel momento oyó que se cerraba la puerta del portal. Rune Bergman había dejado el piso.

Se mordió los nudillos para no gritar. A través de la tela de saco observó que el hombre se detenía de pronto. Exactamente delante de él.

Vio una ráfaga de luz.

«El disparo» pensó. «Ahora moriré.»

Luego entendió que Rune Bergman había encendido un cigarrillo.

Los pasos se alejaron.

Estaba perdiendo el conocimiento a causa de la presión de la sangre en su cabeza. Tuvo una momentánea visión de Linda.

Con un enorme esfuerzo logró agarrar uno de los postes que aguantaban los andamios. Se ayudó con un brazo hasta poder asirse alrededor del andamio donde estaba encallado el pie. Reunió todas sus fuerzas para un último intento y dio un tirón. El pie se soltó y cayó de espaldas sobre un montón de grava. Se quedó quieto, comprobando que no tenía nada roto.

Luego se levantó y tuvo que sujetarse contra la pared para no desplomarse a causa del mareo.

Tardó casi veinte minutos en volver al coche. En el reloj de la estación vio que las manecillas señalaban las cuatro y media.

Se dejó caer en el asiento del conductor y cerró los ojos.

Después se marchó a casa a Ystad.

«Necesito dormir», pensó. «Mañana será otro día. Entonces haré lo que haga falta.»

Gimió al ver su cara en el espejo del baño. Se lavó las heridas con agua caliente.

Eran casi las seis cuando se metió entre las sábanas. Puso el despertador a las siete menos cuarto. No se atrevía a dormir más que eso.

Intentó encontrar la posición en que le doliese menos el cuerpo.

En el momento de dormirse se sobresaltó por un golpe en el buzón de la puerta.

El periódico de la mañana.

Se volvió a estirar.

En sus sueños se le acercaba Anette Brolin.

En alguna parte relinchaba un caballo.

Era el domingo 14 de enero.

El día despertaba con vientos del noreste en aumento.

Kurt Wallander dormía.