11
Kurt Wallander se metió en una de las celdas para los detenidos y se echó a dormir. Después de mucho trabajo logró poner el mecanismo de alarma en su reloj de pulsera. Se daba dos horas de descanso. Cuando lo despertó la alarma, le dolía mucho la cabeza. Lo primero en lo que pensó fue en su padre. Tomó unas aspirinas del cajón de medicinas que había en un armario y se las tragó con la ayuda de una taza de café tibio. Luego se quedó un rato indeciso dudando entre ducharse primero o llamar a su hermana a Estocolmo. Al final bajó a los vestuarios de los policías y se metió bajo la ducha. Lentamente se le aliviaba el dolor de cabeza. Pero el cansancio aún le pesaba cuando se sentó en la silla, detrás del escritorio. Eran las siete y cuarto. Sabía que su hermana siempre se levantaba temprano. Como era de esperar, contestó casi a la primera señal. Con la máxima delicadeza le explicó lo que había pasado.
– ¿Por qué no me has llamado antes? -preguntó con rabia-. Tendrías que haberte dado cuenta de lo que estaba ocurriendo.
– Supongo que me di cuenta tarde -contestó Wallander en tono evasivo.
Quedaron en que ella esperaría a que él hablara con el asistente social del hospital, antes de decidir cuándo bajaría a Escania.
– ¿Cómo están Mona y Linda? -preguntó cuando se acababa la conversación telefónica.
Comprendió que no sabía que se habían separado.
– Bien -dijo-. Te llamaré más tarde.
Después fue en coche hasta el hospital. De nuevo la temperatura estaba bajo cero. Un viento helado entraba en la ciudad desde el sudoeste.
Su padre había dormido mal durante la noche, le dijo una enfermera que acababa de recibir el informe del personal nocturno. Pero, por lo que se veía, no había sufrido ningún daño físico tras su paseo nocturno por los campos.
Kurt Wallander decidió posponer el encuentro con su padre hasta después de hablar con el asistente social.
Kurt Wallander desconfiaba de ellos. Demasiadas veces le había dado la impresión de que los diferentes trabajadores sociales a los que había llamado al arrestar a jóvenes delincuentes tenían opiniones equivocadas. Eran blandos y esquivos, cuando en su opinión deberían imponer determinadas exigencias. Más de una vez se había irritado con las autoridades sociales, que con su laxitud, según le parecía, incitaban a los jóvenes delincuentes a continuar con sus actividades.
«Pero los asistentes de los hospitales quizá sean diferentes», pensó.
Después de esperar un rato, habló con una mujer de unos cincuenta años. Kurt Wallander le describió el decaimiento repentino. Dijo que había llegado inesperadamente y que se sentía desamparado.
– Tal vez sea una cosa transitoria -dijo la asistente-. A veces las personas mayores sufren una confusión temporal. Si se le pasa, bastará con que tenga una ayuda regular en casa. Si resulta ser senilidad crónica, tendremos que buscar otra solución.
Decidieron que el padre se quedaría durante el fin de semana. Después hablaría con los médicos para saber cómo proceder.
Kurt Wallander se levantó. La mujer que estaba delante de él obviamente sabía de qué hablaba.
– Es difícil estar seguro de lo que se debe hacer -dijo Wallander.
Ella asintió con la cabeza.
– No hay nada tan duro como estar obligados a ser padres de nuestros padres -reconoció-. Yo lo se. Mi propia madre se volvió tan difícil que no pude dejarla en casa.
Kurt Wallander entró a ver a su padre en una sala en la que había cuatro camas. Todas estaban ocupadas. Había un hombre escayolado, otro yacía encogido como si tuviera fuertes dolores de barriga. El padre de Kurt Wallander miraba al techo.
– ¿Qué hay, papá? -preguntó.
El padre tardó en contestar.
– Déjame en paz.
Respondió en voz baja. No quedaba rastro de su malhumorada irritabilidad. Kurt Wallander tuvo la sensación de que la voz de su padre estaba llena de amargura.
Se sentó un rato en el borde de la cama. Luego se marchó.
– Volveré, papá. Y recuerdos de Kristina.
Salió rápidamente del hospital, invadido por la impotencia. El viento helado le cortaba la cara. No tenía ganas de volver a la comisaría, así que llamó a Hanson desde el ruidoso teléfono del coche.
– Me voy a Malmö -dijo-. ¿Ha salido el helicóptero?
– Ya lleva observando media hora -contestó Hanson-. Todavía nada. También hay dos patrullas con perros. Si el dichoso coche está en la zona excursionista, lo encontraremos.
Kurt Wallander se fue a Malmö. El tráfico de aquella mañana era agobiante y duro.
Continuamente lo empujaban hacia la cuneta los conductores que le adelantaban con poco margen.
«Debería haber usado un coche de policía», pensó. «Pero hoy en día tal vez no importe.»
Eran las nueve y cuarto cuando entró en la sala de la comisaría de Malmö donde le esperaba el hombre al que le habían robado el coche. Antes de ver al hombre habló con el policía que había registrado la denuncia del robo.
– ¿Es verdad que es policía? -preguntó Kurt Wallander.
– Lo ha sido -le contestó el policía-. Pero le dieron la jubilación anticipada.
– ¿Por qué?
El policía se encogió de hombros.
– Problemas de nervios. No sé exactamente.
– ¿Lo conoces?
– Era un solitario. Aunque trabajamos juntos durante diez años, no puedo decir que lo conozca. Francamente, no creo que nadie lo haga.
– Alguien tiene que conocerlo, ¿no?
El policía se encogió de hombros de nuevo.
– Lo investigaré -dijo-. Pero todo el mundo puede estar expuesto a que le roben el coche, ¿no?
Kurt Wallander entró en la sala y saludó al hombre, que se llamaba Rune Bergman. Tenía cincuenta y tres años y se había jubilado cuatro años antes. Era delgado, sus ojos mostraban inquietud, preocupación. A lo largo de la nariz tenía una cicatriz como si fuera de un corte con un cuchillo.
A Kurt Wallander enseguida le dio la impresión de que el hombre estaba a la defensiva. El porqué no lo sabía. Pero la sensación estaba ahí y fue incrementando durante la charla.
– Cuéntame -dijo-. A las cuatro descubres que tu coche ha desaparecido.
– Iba a ir a Göteborg. Me gusta salir de madrugada cuando tengo que ir lejos. Al salir, el coche no estaba.
– ¿En un garaje o en un aparcamiento?
– En la calle, delante de mi casa. Tengo garaje. Pero hay tanta porquería que no me cabe el coche.
– ¿Dónde vives?
– En una urbanización de casas adosadas cerca de Jägersro.
– ¿Es posible que tus vecinos hayan visto algo?
– Ya se lo he preguntado. Pero nadie ha visto ni oído nada.
– ¿Cuándo fue la última vez que viste el coche?
– No salí en todo el día. Pero la noche anterior estaba en su sitio.
– ¿Cerrado con llave?
– Claro que estaba cerrado con llave.
– ¿Tenía bloqueo de volante?
– Por desgracia no. Se había roto.
Respondía con desenvoltura. Pero Kurt Wallander no se quitaba de encima la sensación de que el hombre estaba a la defensiva.
– ¿Qué tipo de feria ibas a visitar? -preguntó.
El hombre le miró con sorpresa.
– ¿Qué tiene que ver con esto?
– Nada. Sólo me lo preguntaba.
– Una feria de aviación, si es que quieres saberlo.
– ¿Una feria de aviación?
– Me interesan los aviones viejos. Yo mismo construyo algunas maquetas.
– Si lo he entendido bien, tienes la jubilación anticipada.
– ¿Qué cojones tiene eso que ver con mi coche robado?
– Nada.
– ¿Por qué no me buscas el coche en vez de revolver en mi vida privada?
– Estamos en ello. Como sabes, creemos que el que robó tu coche puede haber cometido un homicidio. O quizá debería decir una ejecución.
El hombre le miró directamente a los ojos. La mirada insegura había desaparecido.
– Sí, lo he oído -dijo.
Kurt Wallander no tenía más preguntas.
– Pensé que podría acompañarte a casa -dijo-. Para ver dónde estaba aparcado el coche.
– No te invitaré a café -replicó el hombre-. Tengo la casa desordenada.
– ¿Estás casado?
– Divorciado.
Se fueron en el coche de Kurt Wallander. La urbanización de casas adosadas era antigua y estaba detrás del hipódromo de Jägersro. Pararon delante de una casa de ladrillos amarillos con un pequeño césped a la entrada.
– Aquí, donde has parado, estaba el coche -dijo el hombre-. Exactamente aquí.
Kurt Wallander dio marcha atrás unos metros y salieron. Kurt Wallander vio que el coche había estado aparcado entre dos farolas.
– ¿Hay muchos coches aparcados en la calle por la noche? -preguntó.
– Habrá uno delante de cada casa. Mucha gente que vive aquí tiene dos coches. Sólo cabe uno en el garaje.
Kurt Wallander señaló las farolas.
– ¿Funcionan? -preguntó.
– Sí. Cuando alguna está rota me doy cuenta.
Kurt Wallander miró a su alrededor, pensativo. No tenía más preguntas.
– Supongo que volverás a saber de nosotros -dijo.
– Quiero que me devuelvan el coche -contestó el hombre.
Kurt Wallander, de repente, tenía otra pregunta.
– ¿Tienes licencia de armas? -preguntó-. ¿Armas?
El hombre se quedó petrificado.
En aquel mismo momento un pensamiento demencial pasó por la cabeza de Kurt Wallander.
El robo del coche era una invención.
La persona que tenía a su lado era uno de los dos hombres que había matado al somalí el día anterior.
– ¿Qué cojones quieres decir con eso? -le increpó el hombre-. ¿Licencia de armas? No serás tan idiota de creer que yo tenga algo que ver con eso.
– Tú que has sido policía sabrás que deben hacerse diferentes tipos de preguntas -dijo Kurt Wallander-. ¿Tienes armas en casa?
– Tengo tanto armas como licencia.
– ¿Qué tipo de armas?
– Cazo de vez en cuando. Tengo un rifle máuser para la caza del alce.
– ¿Qué más?
– Una escopeta de perdigones. Lanber Baron. Un arma española. Para la caza de liebres.
– Enviaré a alguien a buscar las armas.
– ¿Por qué?
– Porque el hombre al que mataron ayer le dispararon a corta distancia con una escopeta de perdigones.
El hombre le miró con desprecio.
– Tú no estás bien de la cabeza -dijo-. Tú estás loco de remate, joder.
Kurt Wallander lo dejó y se marchó directamente a la comisaría. Pidió hacer una llamada y llamó a Ystad. Aún no habían encontrado ningún coche. Luego preguntó por el jefe en servicio de la sección de crímenes en Malmö. Alguna vez lo había visto y le pareció autoritario y presuntuoso. Fue la ocasión en que conoció a Göran Boman.