Kurt Wallander se quedó petrificado.
– ¿Qué coño estás diciendo?
– El que llamó parecía lúcido. En realidad quería hablar contigo. Pero conectaron la llamada mal y me llegó a mí. Pensé que tú deberías decidir lo que vamos a hacer.
Kurt Wallander se quedó sentado totalmente quieto con la mirada vacía.
Luego se levantó.
– ¿Por dónde? -preguntó.
– Parece ser que tu padre va caminando hacia la carretera principal.
– Me ocupo yo mismo. Volveré en cuanto pueda. Que me den un coche con radio para que podáis avisarme si hay algo.
– ¿Quieres que vaya contigo o que lo haga otro?
Kurt Wallander negó con la cabeza.
– Papá tiene demencia senil -dijo-. Debo intentar encontrarle un sitio en alguna parte.
Svedberg hizo que le dieran las llaves de un coche con radio.
Justo cuando iba a salir descubrió a un hombre fuera, en la penumbra. Lo reconoció, era uno de los periodistas de los periódicos de la tarde.
– No quiero que me siga -dijo a Svedberg.
Svedberg asintió con la cabeza.
– Espera a que me veas salir marcha atrás y que se me cale el motor delante de su coche. Entonces te puedes marchar.
Kurt Wallander se sentó en el coche y esperó.
Vio correr al periodista hacia su coche. Treinta segundos más tarde salió Svedberg en su coche particular. Paró el motor.
El coche bloqueó la salida del periodista. Kurt Wallander se alejó.
Condujo deprisa. Demasiado deprisa. No hizo caso al límite de velocidad al atravesar Sandskogen. Además, estaba casi solo en la carretera. Unas liebres asustadas huyeron por el asfalto mojado.
Cuando llegó al pueblo donde vivía su padre, no tuvo que buscarlo. Las luces del coche lo delataron pisando descalzo el lodo del campo, vestido con su pijama de rayas azules. Llevaba su viejo sombrero en la cabeza y una gran maleta en la mano. Se llevó irritado la mano a los ojos cuando las luces lo cegaron. Luego continuó caminando con paso enérgico, como si fuera camino de una meta claramente marcada.
Kurt Wallander apagó el motor pero dejó los faros encendidos.
Luego salió al campo.
– ¡Papá! -gritó-. ¿Qué coño estás haciendo?
El padre no contestó, sino que siguió caminando. Kurt Wallander lo persiguió. Tropezó, cayó y se mojó medio cuerpo.
– ¡Papá! -gritó de nuevo-. ¡Para! ¿Adónde vas?
Ninguna reacción. El padre parecía ir más rápido. Pronto estarían en la carretera principal. Kurt Wallander corrió y tropezó al alcanzarlo y agarrarlo por el brazo. Pero el padre dio un tirón, se liberó y siguió.
Entonces Kurt Wallander se enfureció.
– Policía -rugió-. ¡Alto o disparo!
El padre se paró de golpe y se dio la vuelta. Kurt Wallander le vio abrir y cerrar los ojos a la luz de los faros.
– ¿Qué te dije? -gritó-. ¡Me quieres matar!
Después lanzó la maleta hacia Kurt Wallander. La tapa se abrió y mostró su contenido: ropa interior sucia, tubos de colores y pinceles.
Kurt Wallander notó que una gran pena lo invadía. Su padre había salido trastornado por la noche, imaginándose que iba camino de Italia.
– Cálmate, papá -dijo-. Sólo te quería llevar a la estación. Para que no tuvieras que ir a pie.
El padre lo miró con incredulidad.
– No me lo creo -dijo.
– Cómo no iba a llevar a mi propio padre a la estación cuando se va de viaje.
Kurt Wallander recogió la maleta, cerró la tapa y empezó a caminar hacia el coche. Metió la maleta en el portaequipajes y se puso a esperar. Su padre tenía el aspecto de un animal atrapado por la luz de los faros allí, en el campo. Un animal que había sido acosado hasta el fin, esperando el disparo mortal.
Luego empezó a caminar hacia el coche. Kurt Wallander no supo si lo que veía era una expresión de dignidad o de humillación. Abrió la puerta de atrás y el padre entró. Tapó los hombros de su padre con una manta que había en el portaequipajes.
De repente vio salir a un hombre de entre las sombras y se sobresaltó. Un anciano, vestido con un mono sucio.
– Yo fui el que llamó -dijo el hombre-. ¿Cómo va?
– Va bien -contestó Wallander-. Gracias por llamar.
– Fue una pura casualidad que lo viera.
– Entiendo. Gracias otra vez.
Se sentó al volante. Cuando se volvió, vio que su padre tiritaba de frío bajo la manta.
– Ahora te llevo a la estación, papá -dijo-. No tardaremos mucho.
Fue directamente a la entrada de urgencias del hospital. Tuvo la suerte de encontrarse con el joven médico que había conocido en el lecho de muerte de Maria Lövgren. Le explicó lo sucedido.
– Nos lo quedamos en observación durante la noche -dijo el médico-. Puede haber pasado mucho frío. Mañana el asistente social tendrá que intentar encontrarle un sitio.
– Gracias -dijo Kurt Wallander-. Me quedaré con él un rato.
A su padre lo habían secado y acostado en una camilla.
– Coche-cama a Italia -dijo-. Por fin iré allí.
Kurt Wallander estaba sentado en una silla al lado de la camilla.
– Claro -dijo-. Ahora irás a Italia.
Eran más de las dos cuando dejó el hospital. Recorrió en coche el corto trayecto que había hasta la comisaría. Todos excepto Hanson se habían marchado a casa. Estaba mirando la cinta del debate grabado en el que había participado el director general de la jefatura Nacional de Policía.
– ¿Ha pasado algo? -preguntó Wallander.
– Nada -contestó Hanson-. Unos soplos, claro. Pero nada decisivo. Me tomé la libertad de enviar a la gente a casa a dormir unas horas.
– Muy bien. Es raro que nadie llame a informar sobre el coche.
– Estaba pensando en ello. Tal vez sólo condujo un rato por la E 14 y luego se metió otra vez en uno de los caminos vecinales. He mirado los mapas. Hay un embrollo de caminitos por allí. Además de una gran zona para excursionistas donde nadie se mete durante el invierno. Las patrullas que controlan los campos peinan esos caminos esta noche.
Wallander asintió con la cabeza.
– Enviaremos un helicóptero en cuanto se haga de día -dijo-. El coche puede estar escondido en alguna parte por aquella zona.
Se sirvió una taza de café.
– Svedberg me explicó lo de tu padre -dijo Hanson-. ¿Cómo fue?
– Bien. Tiene demencia senil. Está en el hospital. Pero fue bien.
– Ve a casa a dormir unas horas. Pareces cansado.
– Tengo que escribir unas cosas.
Hanson apagó el vídeo.
– Me acuesto un ratito en el sofá -dijo.
Kurt Wallander entró en su despacho y se sentó ante la máquina de escribir. Los ojos le escocían de cansancio. Aun así, el cansancio comportaba una lucidez inesperada. «Se comete un doble asesinato», pensó. «La caza del asesino acciona otro asesinato. Cosa que debemos solucionar pronto, para no tener otro asesinato más.
»Y todo esto en el transcurso de cinco días.»
Después escribió su informe para Björk. Decidió hacer que alguien se lo diera en mano ya en el aeropuerto.
Bostezó. Eran las cuatro menos cuarto. Estaba demasiado cansado para pensar en su padre. Sólo temía que el asistente social del hospital no encontrara una buena solución.
La nota con el nombre de su hermana todavía estaba en el teléfono. Al cabo de unas horas, cuando fuera de día, tendría que llamarla.
Bostezó de nuevo y se olió las axilas. Apestaban. En aquel momento, Hanson entró por la puerta entreabierta.
Wallander enseguida se dio cuenta de que algo había ocurrido.
– Ya tenemos algo -dijo Hanson.
– ¿Qué?
– Ha llamado un tío desde Malmö, diciendo que le han robado su coche.
– ¿Un Citroën?
Hanson asintió con la cabeza.
– ¿Cómo es que lo descubre a las cuatro de la mañana?
– Dijo que iba a una feria a Göteborg.
– ¿Lo ha denunciado a los compañeros en Malmö?
Hanson asintió de nuevo con la cabeza. Kurt Wallander alcanzó el teléfono.
– Pues nos pondremos en marcha -dijo.
La policía de Malmö prometió apresurarse a interrogar al hombre. La matrícula del coche robado, el modelo y el color ya estaba distribuyéndose por todo el país.
– BBM 160 -dijo Hanson-. Color azul grisáceo con techo blanco. ¿Cuántos puede haber en este país? ¿Cien?
– Si no han enterrado el coche, lo encontraremos -dijo Wallander-. ¿Cuándo sale el sol?
– Dentro de cuatro o cinco horas -contestó Hanson.
– En cuanto se haga de día enviaremos un helicóptero sobre la zona excursionista. Encárgate tú.
Hanson asintió. Estaba a punto de dejar la habitación cuando se acordó de que había olvidado decir algo a causa del cansancio.
– ¡Es verdad, coño! Otra cosa.
– ¿Sí?
– El tipo que llamó y dijo que habían robado su coche era policía.
Kurt Wallander miró a Hanson con asombro.
– ¿Policía? ¿Qué quieres decir?
– Quiero decir que era policía. Como tú y como yo.