Capítulo 26
John no supo cuánto rato estuvo inconsciente, pero un grupo del SWAT lo estaba reanimando con agua.
Se sentó rápidamente. Le retumbaban los oídos. Tess. Miró alrededor y la vio tendida a unos siete metros. Intentó incorporarse y lanzó una imprecación cuando sintió que iba a vomitar.
– Vaya, señor Flynn -dijo uno del equipo-. Ha estado inconsciente unos buenos cinco minutos.
– Tess.
– Está bien. Posibles golpes y, al parecer, se ha roto un brazo al caer, pero se pondrá bien. Una ambulancia viene de camino.
Rowan. John se incorporó lentamente, recuperó la compostura y vio a Roger, tendido a varios metros, despierto. Se le acercó.
– Rowan.
– Los hemos perdido. -Roger hizo una mueca de dolor, tanto físico como emocional.
– ¿Qué? -¡No, maldita sea, no podían haberla perdido! Habría dado cualquier cosa para ir tras ella, pero no podía. No había tenido esa opción.
Tess estaría muerta.
Pero ahora era Rowan la que podría estar muerta. Por lo que había oído y visto de Bobby MacIntosh, su muerte sería lenta y dolorosa. Una especie de retorcida compensación.
Instintivamente, apretó los puños.
– En el caos que siguió a la explosión, sólo la siguió un equipo. Cogieron la matrícula, la transmitieron, los siguieron. Y los perdieron por un momento cuando Bobby se salió de la autopista. Encontraron el coche abandonado.
– ¡Imbéciles! -John se pasó una mano por el pelo lleno de tierra. No le importaba aquella suciedad. Tenía que encontrar a Rowan.
Se acercó un hombre del SWAT.
– Director Collins, tiene que quedarse quieto.
Collins cerró los ojos mientras el agente lo examinaba.
– ¿Qué pasa? -preguntó John.
– Es posible que se haya roto alguna vértebra -dijo el agente.
– ¿Y Quinn Peterson?
– Tiene una herida muy fea en la cabeza, pero debería recuperarse. Los médicos están con él ahora.
John jamás olvidaría los últimos tres minutos antes de la explosión.
No poder seguir a Rowan fue como una puñalada en el corazón. Sentía el estómago enfermo, presa de las náuseas. Estaba perdido. La sola idea de que ella estuviera en manos de Bobby MacIntosh le impulsaba a golpear a alguien.
O matar a alguien. Sobre todo, a ese hijo de puta que se la había llevado.
Ahora lo recordó. Por el rabillo del ojo, John había visto a Rowan salir corriendo después de mirar su reloj. Les daría esos tres minutos. Si no tardaba tanto en desmontar la carga de Tess, podría seguirla.
Quinn Peterson se había acercado a inspeccionar los explosivos en la furgoneta.
– ¡Peterson! No los toques, a menos que sepas cómo desmontarlos -advirtió John, con voz tensa, mientras aflojaba la última placa.
– No -dijo él, con la voz igual de tensa que John-. Sólo quería comprobar la carga.
Buena idea. John siguió manipulando la bomba de Tess, algo más aliviado al ver que el mecanismo de seguridad era estándar. Noventa segundos. Y saldrían corriendo.
Salvo que él tenía la intención de correr para seguir a Rowan.
Al cabo de unos segundos, Peterson lanzó una sonora imprecación.
– ¡Tiene todo un arsenal aquí dentro! Está conectado a un detonador por control remoto.
– ¿No tiene cuenta atrás? -preguntó John.
– No.
– No tenía ninguna intención de darnos diez minutos -afirmó Tess, que hacía lo posible por controlar sus sollozos-. Te lo he dicho, por favor, John.
– Calla. Casi he acabado. Y cuando te avise, échate a correr lo más rápido que puedas.
Quedaban dos minutos. John le pidió a Collins que le avisara cada diez segundos. Cada intervalo parecía tan largo que John tenía la sensación de que el tiempo se había detenido, atrapándolo en aquel infierno entre arriesgar la vida de Tess y temer que Bobby matara a Rowan en cuanto la tuviera al alcance.
– Diez.
Clic. Quedaban cinco cables. ¿Cuál era el orden? La derecha, la derecha. Estándar. Clic. Cuatro cables. Separados. Aflojar el interruptor. Clic. Tres cables.
– Veinte.
Rowan, por favor, ten cuidado. Mantente alejada de él. En cuanto pasen los tres minutos, tienes que correr. Bobby hará volar la furgoneta. Pase lo que pase, la volará, y tú tienes que correr rápido. Sé que puedes hacerlo, pensó, concentrado.
– Treinta.
Clic. Clic. Quedaba un cable, pero tenía su truco. Si cortaba el cable equivocado… no, él sabía. Tenía que ser el blanco. Estaba conectado… mierda, volver a comprobar. Blanco, beis, negro. ¿El negro? No, decididamente era el blanco. Conectado ahí. No cortar demasiado cerca del interruptor.
– Cuarenta -avisó Collins. Se volvió hacia Peterson-. ¡Quinn! Vuelve aquí.
John se preparó para lo peor.
Clic.
Nada.
– Lo tengo -dijo, en voz baja. Le ayudó rápidamente a Tess a deshacerse de la chaqueta y la dejó caer suavemente al suelo.
– Cincuenta -dijo Collins.
– ¡Peterson! Está despejado. ¡Corre! -John cogió a Tess. Tenían un minuto y diez segundos y John intuía que Bobby MacIntosh no les daría ni un segundo más.
¿Doscientos metros? No, no alcanzarían a cruzar dos campos de fútbol. Esperaba que con cien metros estuvieran a salvo.
La explosión sacudió el suelo y lanzó despedida a Tess. John sintió que se elevaba y volaba por el aire. Y luego todo estaba oscuro.
Ahora se despejó la cabeza de la pesadilla que acababan de vivir y miró su reloj, que curiosamente estaba intacto. Todavía no eran las siete.
– Voy a encontrar a Rowan -dijo.
– Flynn, tenga cuidado. Tenemos a todos los equipos disponibles buscándola. -Roger Collins cogió el transmisor-. Agente Thorne, ¿está disponible?
– Sí, señor.
– ¿Cómo está Francie? ¿Está…? -Roger tragó saliva y miró a John.
– El chaleco antibalas le ha salvado la vida. La están examinando los sanitarios y necesitará una pequeña intervención, pero saldrá adelante.
– Gracias a Dios -dijo Roger, con un suspiro de alivio-. Thorne, traiga un coche y venga a buscar a Flynn. Ayúdelo en todo lo que pueda.
– Llegaré en dos minutos. Fuera.
– Gracias -dijo John, y lo decía de todo corazón.
– Encuéntrela. Antes de que Bobby… antes de que la mate.
– La encontraré.
Pero no tenía ni idea de por dónde empezar.
El padre Peter O'Brien llegó al aeropuerto de Burbank después de las ocho de la noche y de diez horas de viaje. No había tenido oportunidad de dormir. En el vuelo de Boston a Chicago se sentó junto a una viuda de noventa años que le pidió que rezara el rosario con ella, los quince misterios. Cada diez avemarías, pedía por que Rowan estuviera a salvo y por el alma de Bobby.
En Chicago tuvieron un retraso de tres horas debido a problemas de seguridad. Comió en la cafetería del aeropuerto y acabó siendo el blanco de las pullas de una joven pareja que veía numerosas carencias en su Iglesia. En el vuelo de conexión viajó junto a una mujer a la que le habían diagnosticado cáncer de mama en etapa avanzada, y se sintió humilde frente a su fuerza de carácter y a su discreta confianza en que Dios se serviría de sus médicos para sanarla. No era católica, pero su fe era sólida y a Peter le dio esperanzas.
Era un viaje largo, y se quedó dormido unos cuarenta minutos antes de llegar a Burbank. Intentó ponerse en contacto con Roger Collins para avisarle del retraso, pero sin éxito. Al llegar, lo volvió a llamar. Seguía sin contestar.
Roger le había dicho con claridad que si no podía dar con él, era porque algo había salido mal.
Sacó la nota que había escrito después de su conversación con el director adjunto del FBI la noche anterior.
John Flynn, 818-555-0708.
Flynn protegía a Rowan. Pero dado que no podía encontrar a Roger, Peter empezó a temer que Rowan estuviera en peligro.
Marcó el número. Después del tercer timbre, aumentó su inquietud. Hasta que alguien contestó.
– Flynn.
– John, soy Peter O'Brien.
– ¿Qué ocurre?
– Estoy en el aeropuerto de Burbank. Se suponía que Roger tenía que venir a buscarme, pero no puedo dar con él.
– Roger está en el hospital con la espalda rota -dijo John, después de una pausa-. ¿Por qué ha venido?
Peter se santiguó.
– Roger pensó que podría ayudar en la negociación con Bobby, si llegábamos a ese punto. Bobby no sabe que yo estoy vivo.
– Tiene a Rowan.
– Dios mío -dijo Peter, cogiéndose de un lado de la cabina telefónica-. ¿Dónde?
– No tengo ni idea. Ahora me dirijo al cuartel general del FBI, pero pasaré por ahí a recogerlo. Creo que Roger quizá tenga razón. Puede que desconcierte a MacIntosh. Si logramos encontrarlo. Espéreme a la salida de la terminal.
Oscuridad. Frío. Mucho frío.
Rowan intentó abrir los ojos pero los párpados le pesaban como sacos de arena mojada. Hasta el más mínimo esfuerzo le producía un horrible dolor de cabeza. Intentó respirar hondo pero algo le presionaba el pecho. Los dedos de manos y pies comenzaron a cobrar vida cuando intentó moverlos, y el cosquilleo se convirtió en dolor.
De pronto se dio cuenta de que estaba atada como un cerdo, con los brazos y piernas doblados por detrás y sujetos. No era nada raro que le doliera tanto.
Olía a vómito. Era muy probable, pensó, al recordar el dolor del dardo con el sedante que le había disparado. Una fuerte dosis de narcótico ponía enfermo a cualquiera. Al principio, pensó que el frío era el efecto secundario del sedante, pero el suelo estaba frío. Al otro lado del muro se oía el vago zumbido de un aparato de aire acondicionado. Alguien lo había puesto a toda marcha. Rowan se estremeció a pesar suyo.
Tenía la boca seca y con mal sabor. El cuerpo entero le dolió en cuanto se movió, apenas, intentando liberarse de los nudos. Cuando volvió a recuperar el tacto en los dedos, palpó una cuerda de nailon. Cuanto más tiraba, más se apretaba la cuerda. Así que dejó de moverse.
Al menos estaba viva. Viva y pensando.
Cuando lo había visto por primera vez con la escopeta en las manos, se había quedado helada. Aquél era su hermano, que no había visto en más de veinte años. Su aspecto era totalmente diferente. Pensó que no lo habría reconocido en la calle. Ahora tenía cuarenta y un años, y era un hombre. Llevaba el pelo corto, casi rapado. Su cara era más llena, y su cuerpo más ancho. Incluso parecía más alto, lo cual no era raro. Muchos chicos seguían creciendo hasta el final de la adolescencia y cumplidos los veinte años.