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20

Volví al banana móvil con la dichosa dirección y un mapa casero en la mano. Bill estaba escondido en la cabaña de un tío suyo, que la utilizaba para ir de caza. Los Zoeller pensaban que allí no lo encontrarían y creían que Bill no le había dicho nada a Eileen. Yo no estaba tan segura. Tenía que creer que Eileen lo sabía y que incluso hasta era posible que hubiera estado allí. Una pareja de jóvenes, ¿acaso no iban a usar una cabaña? Esto aún era América, ¿verdad?

Estudié el mapa. La cabaña estaba en una frontera perdida del estado, probablemente a unas siete horas de aquí y tan al oeste como Pittsburgh. Necesitaba gasolina, comida y más café. Terminé haciendo las compras en una pequeña tienda lejos de la granja de los Zoeller, por temor a que hubiera policías merodeando.

– Un bonito coche, Jammie -me dijo el adolescente que despachaba gasolina y que también me vendió dos salchichas.

– ¿Jammie?

– La matrícula.

– Oh, sí. -Mantuve la cabeza baja, me apresuré a volver al coche y arranqué.

Atravesé túneles perforados en montañas de piedra y autopistas zigzagueantes que cortaban colinas verdes. Dejé atrás alameda tras alameda y los manchones blancos y negros del ganado. Me tragué las salchichas y el horrible café en la peor tormenta que jamás había visto el discjockey de la radio local. Los truenos retumbaban en el cielo y mi estómago también rugía, pero no debido a lo que había comido. Finalmente no aguanté más e hice la llamada desde mi teléfono móvil.

– -¿Está bien? --pregunté cuando contestó Hattie.

– ¿Qué? ¡Bennie! ¿Eres tú?

– -Sí. ¿Está bien? --El agua gris de la lluvia golpeaba el parabrisas. Entre la tormenta y las interferencias, apenas nos podíamos oír.

– -¡Está bien! ¡Está bien!

– -¿Cuándo le hacen el electroshock?

Las interferencias se agudizaron y esperé a ver si vía la voz de Hattie.

– -El sábado por la mañana. ¡A las once! ¿Bennie? ¿Me oyes? ¿Estás bien?

Más ruidos. Era insoportable. Cuando hubo una pausa, grité:

– ¿Por qué tan pronto? ¿No pueden esperar a que esté allí?

– Preocúpate por ti. Tu madre está bien.

– ¡Hazles esperar, Hattie! ¡No puedes hacerlo sola!

– ¡Ella es la que no puede esperar! -gritó antes de se cortara definitivamente la comunicación.

Era imposible que la policía me hubiera podido seguir porque ni yo misma me podría haber seguido. Me encontraba desoladamente perdida. Permanecí sentada en mi banana móvil con el motor apagado y las luces encendidas. La lluvia se descargaba sobre el techo y estudié de mil maneras el mapa casero. A duras penas, me enteré de que estaba en medio de un bosque, a oscuras y a merced de una tempestad atronadora.

No había farolas en el bosque mágico porque no había calles; lo único que había era caminos estrechos sin marcar que zigzagueaban entre los árboles. Hacía una hora había pasado un gran pantano, pero desde entonces, los caminos se abrían paso entre estanques dejados de la mano de Dios y a lo largo de filas interminables de árboles. Los árboles no eran de más ayuda que el maíz, y todos parecían iguales. Marrones con verde en lo alto. Deseé no estar sola.

Cogí el mapa Keystone AAA que encontré en la guantera y lo comparé con el de la señora Zoeller. La habría llamado de no haber sido por un posible pinchazo telefónico. No quería dejar pistas, en especial las que pudieran confirmar la teoría policial de que Eileen y yo éramos cómplices. No, tendría que arreglármelas sola. Miré los mapas. Diablos, tenía que estar cerca.

Mierda. Era mejor que siguiera conduciendo y tratara de encontrarla. Tiré los mapas sobre los papeles de envolver las salchichas, puse las luces cortas y di marcha atrás. Al cambiar a las largas, brillaron sobre un pequeño cartel entre los árboles. 149. ¿Qué? Limpié el parabrisas con la palma de la mano. 149 Cogan Road. ¡Había acertado! ¡La cabaña!

Apagué el motor y salí del coche cubriéndome con la portada de un disco de Eddie Vedder. La lluvia traspasaba las ramas de los árboles y me empapaba el vestido. Avancé trastabillando por la maleza con mis zapatos de ciudad y abriéndome paso con una mano extendida en la oscuridad. De haberlo previsto, habría dejado las luces puestas, pero de haberlo previsto todo de antemano, tampoco ahora me estarían buscando por un doble asesinato.

Me guiaba la luz de la cabaña, que tenía un brillo amarillo y forma cuadrada a través de los árboles. Por suerte, no oí ningún ruido siniestro de animales alrededor. Me gustaba la vida al aire libre, pero con correa para los animales y con animalitos a los que poder besar! Proseguí mi camino y me llevé por delante una rama que me empapó un hombro.

Mierda. Pasé por encima de un tronco caído con los zapatos llenos de agua. Sólo podía ver la silueta de la cabaña. El foco de luz crecía y se hacía más próximo. Pisé el lodo y las hojas mojadas y en diez minutos llegué a un claro del bosque. Allí estaba. La cabaña. Era de madera gastada y envejecida, de un solo piso y bastante estrecha.

Me sentí llena de ánimos. Vería a Bill y llegaría al fondo del asunto. Me acerqué a la puerta también de madera. Me situé sobre la gastada alfombrilla de la entrada llamé a la puerta.

– ¿Bill? -llamé en voz baja, demasiado paranoica para gritar aunque no se viera a nadie. No hubo respuesta.

– Soy Bennie. Déjame pasar. -Volví a llamar, esta con más fuerza. Tampoco hubo respuesta.

– Me envía tu madre. Quiero ayudarte. – Busqué el pomo de la puerta, pero no existía; solo había un pie porte y un gancho oxidados desde hacía años. Supuse que la seguridad no era un problema en este desierto.

Empujé la puerta. De repente, algo se me clavó en tobillo.

– -¡Ay! --chillé. Di una patada y aquello se desprendió? La portada del disco cayó por los suelos.

– -¡Miau! --me llegó a los oídos, y miré hacia abajo. A mis pies y agachado en el resplandor de la luz que venía de la habitación había un gatito con el lomo encorvado. Dios santo. Tragué saliva, cogí al gato y le pedí a mi corazón que dejara de palpitar tan fuerte. Traspasé e umbral y entré en la cabaña.

– -Bill, mira lo que te ha traído el gato -dije, pero no se oyó más sonido que la lluvia sobre el tejado. Mi quedé inmóvil en medio de la sala, que estaba vacía y silenciosa. Tenía un viejo camastro, una lámpara con una tenue bombilla y una pequeña cocina de campaña. Colgaban útiles y ropa de caza de un estante en la pared. No había televisor, teléfono ni radio. Bill no estaba a la vista. No había nadie. Nada parecía fuera de lugar, pero me estaba poniendo nerviosa.

– ¿Miau? -El gato saltó desde mis brazos con el rabo doblado como un signo de interrogación.

– No me lo preguntes a mí, gato.

El gato se dirigió a una habitación contigua que supuse que era el dormitorio. Lo seguí presa de nervios y tanteé la pared para encontrar la luz.

La encendí. La visión fue horrenda. Allí, sobre la cama, con pantalones y una camiseta, yacía Bill.

Muerto.