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19

Me puse en camino en el resplandor previo a la madrugada; cogí la autopista en el flamante Chevrolet Cámaro de un amarillo similar a la limonada. No era exactamente un vehículo poco llamativo, pero entre mi cabellera pelirroja y el vestido dorado, no estábamos para sutilezas. La matrícula era JAMMIE 16, el asiento delantero estaba lleno de discos compactos con rock grunge; un ambientador con forma de banana oscilaba como un péndulo en el cristal de la parte de atrás. BANANAROMA decía la etiqueta, y olía de ese modo.

Huía de la policía y me dirigía al oeste de Pennsylvania a buscar a Bill Kleeb. Había vuelto a leer su expediente mientras Grady dormía en el sofá del cobertizo de botes, luego me duché y llamé a Bill desde mi teléfono móvil. Nadie contestó y desistí. La policía podía haber pinchado mi teléfono y yo no quería que supieran a quién estaba buscando. Debían de estar buscándonos a los dos.

Vigilé con angustia el espejo retrovisor. No había policías a la vista y tampoco mucho tráfico. Era demasiado temprano para los que trabajaban en la ciudad, que cualquier caso irían en dirección opuesta a la mía. Cambié de carril bajo un cielo nublado; iba lo más rápido posible. El motor ronroneó suavemente cuando los neumáticos vírgenes llegaron a la autopista.

Tenía muy presentes a mi madre y a Hattie. ¿Cuándo podría llamarlas? ¿Habría solucionado Hattie el asunto del electroshock? ¿Cómo podría ayudarla en estas circunstancias? Las estaba abandonando, quizá, por una larga temporada. La ciudad quedó atrás y los rascacielos desaparecieron entre los grises nubarrones.

Pensé en Grady, dormido con mi nota sobre el pecho. TE LLAMARÉ CUANDO PUEDA. CUÍDATE. No era muy romántica, pero no sabía qué sentía por él y no quise decirle nada más. No era el momento apropiado para empezar una relación importante. No me atraían los encuentros tras cristales a prueba de balas, pese a todas las series televisivas que había visto sobre cárceles.

Alejé a Grady de mis pensamientos, me peiné los mechones color zanahoria y apreté el acelerador. Conduje durante una hora o dos, pasé por Harrisburg, luego cogí la ruta del oeste cruzando los campos hacia Altoona, en la zona montañosa del estado, y finalmente salí de la autopista principal. Allí había unos cuantos bares, zonas de camioneros y de almacenes de productos agrícolas que me hicieron recordar el hambre que tenía, pero decidí no perder tiempo. Dejé atrás varios establecimientos comerciales y luego un taller de moldes escultóricos para cementerios que tenía un gran letrero escrito a mano que decía: REGALA CEMENTO EL REGALO QUE DURA TODA LA VIDA. Aleluya.

Conduje un par de horas por carreteras comarcales, luego pasé interminables curvas y desvíos hasta que encontré el camino lleno de baches que esperaba que me condujera al pueblo natal de Bill. Me perdí dos veces en un laberinto de caminos polvorientos que cruzaban campos de maíz y espinacas. No me podía orientar al aire libre y en medio de verduras. Necesitaba la contaminación y las señales de tráfico.

Giré a la izquierda en el manzanal, otra vez a la izquierda en la plantación de moras y finalmente llegué camino sin asfaltar de la granja de los Kleeb. Se podía leer ZOELLER en el buzón, pero era la dirección de Bill. Aparqué al lado de un maizal y apagué el motor.

Abrí la ventanilla y aguardé media hora a la espera de algún movimiento. Policías, periodistas, alguien. No parecía haber nadie, pero esperé un poco más. El cielo se nubló con el aire henchido de humedad. Aquello alejó los frescos olores del campo y atrajo el hedor de una mezcla de fertilizantes. Aun así, seguí con la ventanilla abierta: prefería ese hedor a la peste frutal del banana móvil. Deseé una taza de café. Me aguanté; me había convertido en una fugitiva.

La granja era una casa de madera de chilla, recién pintada y con aspecto de prosperidad. Detrás y a la izquierda había dos furgonetas último modelo, un granero del piedra y chilla y un silo. Varias vacas blancas y negras pastaban libremente en una extensa y ubérrima colina. A una chica de ciudad criada por una madre demente todo esto le parecía idílico. La única colina que había visto estaba hecha de pañuelos de papel.

Miré la hora. Las doce y cuarto. De venir la prensa, tendría que haber llegado. Salí y me estiré con la cartera en la mano, dejando el coche escondido tras los maizales. Quería parecer más una abogada que una delincuente, y el banana móvil no era exactamente el coche indicado para una profesional de la justicia.

Tenía que ganarme la confianza de los padres de Bill Lo único que necesitaba era un poco de suerte.

Y mucho café.

– Dios, está muy bueno. -Y bebí otro sorbo. Era segunda taza.

– Gracias -dijo la señora Kleeb, de apellido Zoeller desde que se volviera a casar. Tenía un rostro redondo y agradable y flotaba como un globo maternal con su chándal rosado. Tenía cabellos rizados parecidos al pelo pelirrojo de Bill, pero las raíces mostraban que eran canosos.

– Lo digo en serio, es un café estupendo. -Me di cuenta de que el señor Zoeller me observaba de forma rara por encima de una taza en la que se leía NITTANY LIONS.

– De modo que es la abogada de Bill -dijo la señora Zoeller. Me pareció que se lo creía ahora que les había contado toda la historia. El señor Zoeller, sentado a su lado en la mesa del comedor, no había pronunciado palabra durante mi discurso, salvo para pedirme las credenciales y el expediente de Bill. Miró fríamente la foto policial con el rostro magullado de Bill y me pareció que no le importaría mucho si su hijastro terminaba en la cárcel de por vida.

Dejé la taza sobre la mesa.

– Pues sí, soy de verdad la abogada de Bill, pese al nuevo color de mi pelo.

– Hizo un buen trabajo -comentó la señora Zoeller.

– Gracias. ¿Quién puede decir ahora que no sé nada de potingues?

Sonrió.

– Usted realmente no se comporta como un abogado, o al menos no como los abogados que he visto. En la televisión.

– Ellie, por favor -dijo el señor Zoeller, y una confusa señora Zoeller posó una mano sobre la mía.

– Era un cumplido, por supuesto. No lo tome a mal.

– Mi mujer siempre mete la pata, como ahora -dijo el señor Zoeller frunciendo el entrecejo. Era un hombrón tan grueso que la camiseta rayada se le levantaba por encima de la marca de su bronceado-. Pero no ha querido! ser descortés.

– Lo he tomado como un cumplido. Olvídelo.

A la señora Zoeller se le subieron un poco los colores.

– Es que no me ha gustado nada el otro abogado del Bill, el nuevo. Celeste. Nos llama por teléfono sin cesar, porque quiere que le firmemos algo para un libro o algo por el estilo.

– Un permiso -dijo el señor Zoeller-. Quiere que le firmemos un permiso.

La señora Zoeller meneó la cabeza.

– No creo que eso, en el fondo, le convenga a Bill. A Celeste lo único que le interesa es el dinero. Y Bill ha hablado de usted. Dice que de ninguna manera puede haber matado a nadie.

– Es verdad.

– Me dijo que confiara en usted. Pienso que Bill le tiene verdadera simpatía.

Me sentí emocionada.

– -Yo también a él. Es un buen chico, pero está liado.

– -Lo sé, lo sé. --La señora Zoeller se pasó los dedos por la frente, que le dejaron un débil rastro enrojecido-. Todo es culpa de Eileen. Se lo advertí. La primera vez que vi a esa chica, le dije a Gus: «Esa chica está medio loca, seguro». ¿No te lo dije, Gus?

El señor Zoeller no contestó, sino que siguió mirando mi licencia del Colegio de Abogados de Pennsylvania. ¿Qué tenía de interesante? ¿«Número de identificación 35417, Tribunal Supremo»?

La señora Zoeller continuó moviendo la cabeza.

– Traté de decírselo, pero se enamoró tanto de ella que era imposible decirle nada. La consideraba inteligente e interesante. Sofisticada. No podía ver más allá de si narices. Él siempre ha sido así.

Asentí para solidarizarme con sus palabras.

– Y esa chica tiene un largo historial, permítame que se lo diga. Él lo sabía todo, pero no le dio importancia.

– Señora Zoeller, puedo ayudar a Bill, si usted me lo permite. Dígame dónde está. Sé que no es responsable de la muerte del presidente de Furstmann.

Hizo una mueca de duda.

– -Oh, no lo sé. ¿Qué piensas, Gus?

Él no contestó, sino que cambió el centro de su interés y lo puso en el pañito blanco que había en medio de la mesa. Se hizo el silencio y de repente tomé conciencia del sonoro reloj del rincón del comedor. Tictac, tictac.

– -Señora Zoeller --dije--, sé que le resulta difícil confiarme la vida de Bill, pero no tiene otra alternativa. Soy la única que puede probar su inocencia.

– -Y él es el único que puede probar la suya -contestó el señor Zoeller con un gruñido.

– -Así es. Yo necesito a Bill tanto como él me necesita a mí. Pero eso no cambia el hecho de que me necesita. Soy la única que puede probar que el asesinato del presidente de Furstmann fue idea de Eileen. Si lo hizo sin ayuda de Bill, puedo lograr que retiren la acusación contra él o, al menos, negociar un trato.

– ¿Cómo puede hacerlo? -preguntó la señora Zoeller con la máxima delicadeza-. Usted es una fugitiva.

– Conozco a muchos abogados penalistas. Le conseguiré el mejor a su hijo y le diré que Bill dice la verdad. Puedo ayudar a Bill, aunque no sea directamente.

– -¿Y si lo llevan a juicio por asesinato? -Empezó a temblarle la voz ligeramente-. ¿No tendrá que estar usted allí para declarar?

– -Para entonces, ya habré resuelto todo este lío. Tengo una vida a la que volver y mi propia madre. --Fue un poco melodramático, pero necesario. Ahora las espadas estaban en alto.

– Oh, su madre. -La señora Zoeller se llevó una mano al pecho-. Debe estar muy preocupada por usted.

– Enferma de preocupación. -Enferma, enferma.

Tictac, tictac.

– Señora Zoeller, puede confiar en mí. No soy de verdad como los demás abogados. Creo en lo que hago. Creo en la ley, ya se trate de pobres o ricos, de buenos o malos. Y prefiero no seguir hablando.

Sonrió con cierta cautela, luego miró a su estoico marido.

– Gus, ¿qué piensas? ¿Piensas que debo llevar a Bennie a ver a Bill?

Ay, ay.

– -No, espere, señora Zoeller. Dígame dónde está e iré sola. --No quería que el padrastro se acercara a Bill no me fallaba la intuición, él era la principal causa de la actitud de Bill.

– -¿Por qué? Está lejos de aquí y es difícil de encontrar. Usted dijo que se había perdido viniendo hacia aquí.