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– Lee, lee, léeme algo. -Empezó a destrozar el kleenex-. Ahora, ahora, ahora.

– Pues hoy se enteró de que su amado había sido asesinado --dije, y conté toda la historia. Ella parloteaba sin escuchar nada de lo que le decía. Y, sinceramente, yo tampoco escuchaba lo que ella decía.

Estaba pensando en Hattie.

Más tarde, de pie junto a Bear en medio de mi sala, escuchaba la voz preocupada de Sam en el contestador automático. Había llamado cinco veces para ver cómo estaba; sus mensajes se mezclaban con los de los periodistas, pero aún no podía contestarle. Debía analizar los destrozos causados por el huracán Azzic.

El apartamento estaba más desordenado de lo que a mí me gustaba. Los libros habían sido sacados de las estanterías y tirados sobre la alfombra. El contenido de un cajón se encontraba sobre la mesita de café frente al televisor y habían robado algunos discos compactos. Los almohadones del sofá descansaban en el suelo junto al mando a distancia. Al menos los policías se habían dado suficiente maña para encontrarlo. Debía estar en el sofá. Siempre está allí.

Pasé sobre el basurero de la cocina con Bear a mis taIones. Cacerolas y sartenes se amontonaban por los rincones. Una caja abierta de cereales estaba volcada y los cajones de la cocina abiertos. El polvillo de detección de las huellas cubría los armarios y la mesa como carbonilla. ¿Qué buscaban? Mark nunca había vivido aquí; siempre había tenido su propia casa. ¿Por qué hacían esto? Por que podían.

Lo peor era el dormitorio. Me quedé en la puerta mirando. Me habían hecho trizas la ropa de cama y el colchón dejaba al descubierto una vieja mancha menstrual del tamaño de un hígado de ternera. Santo cielo Imaginé a los policías haciendo bromas.

Me abalancé sobre la cómoda. El cajón de mi ropa interior estaba revuelto, invadido por manos desconocidas. Faltaban mis fotos de Mark, así como sus viejas cartas de amor y las tarjetas del día de San Valentín. Lo mismo le había sucedido a mi diafragma. Fantástico. Prueba A. También habían revisado los otros cajones. Los jerséis se mezclaban con las camisetas. Las bragas con las medias, la mitad por el suelo. Habían desechado mi equipo de remo.

Crucé sobre los despojos hasta el armario, donde sucedía lo mismo. Los vestidos estaban desordenados, hasta los de seda terminaron por el suelo. Los zapatos formaban un montón. Era una pesadilla, hasta para alguien desordenado como yo.

Respiré hondo, me quité los zapatos y entré en el baño. Un tarro hidratante Lancome estaba abierto, la crema había sido presionada por un dedo gigantesco y el tubo de dentífrico estaba despanzurrado. La puerta del armario de primeros auxilios estaba abierta; habían revisado todos los frascos de aspirinas y las cajas de píldoras.

Me senté sobre la tapa del inodoro y saqué los papeles de mi chaqueta; una orden de registro, una lista de lo confiscado y un acta notarial. Había visto actas notariales como esta en los viejos tiempos. Ahora estaban encabezadas con mi nombre.

Bear se sentó en las frías baldosas y levantó sus ojos interrogantes, de modo que leí en voz alta:

– «Cartas y correspondencia, ordenador personal y disquetes, material de oficina, archivos de facturas caseras y cosas por el estilo, prendas de vestir». -Supuse que esto último se refería a la ropa que me había puesto el día de la muerte de Mark. Para buscar muestras de fibras. También toda la ropa sucia, ya que a la policía le encantaba como prueba y también por su poder de intimidación. Mostrar tu ropa sucia, literalmente.

La lista continuaba:

– «Zapatos y zapatillas, abrigos de invierno y de entretiempo y ciertos artículos de joyería como se especifica a continuación…». -Y seguía el inventario de todas mis joyas, la mayoría de las cuales pertenecían a mi madre. Hasta habían requisado su anillo de compromiso, un diamante regalado por un hombre que no se había quedado para la boda.

– Malditos sean -mascullé, y arrojé el documento al suelo del lavabo, donde aterrizó al lado de una gran mancha negruzca.

Más polvillo para huellas. Seguí la mancha hasta la bañera, donde los policías habían buscado más huellas y posiblemente muestras de mi cabello y de mi vello público. Qué maravilla. En ese momento, la policía sabía más que yo de mi sistema reproductor. Apoyé el mentón en una mano. El pensador en medio del caos.

Bear se me acercó, dio media vuelta y posó su pesada cabeza sobre mis pies. Luego echó la cabeza hacia atrás y me sonrió casi boca abajo. Qué perra. Un día se daría cuenta de que es más fácil mirar a alguien frente a frente. Le rasqué el mechón de piel de detrás de las orejas y se echó mimosa en el suelo, con la cabeza entre las patas y estirando el cuerpo como una alfombra de ducha. Solo sus ojos seguían fijos en mí preguntando: «¿Vas a poner orden de una vez o vas a sentir lástima de ti misma?».

– De acuerdo, voy a poner un poco de orden.

Satisfecha, Bear cerró los ojos.

Me levanté, encontré el aparato de música, elegí los mayores éxitos de Bruce Springsteen y puse manos a la obra. En unos segundos, ya chillaba a coro con Bruce, concentrada en la tarea hasta que una canción me hizo dejar de cantar y de trabajar. Una canción que me hizo verla realidad de lo que estaba pasando.

Murder, Incorporated, sindicato del crimen.

Mark estaba muerto. Alguien lo había matado. En mi interior había angustia, pero allí fuera estaba su asesino. Alguien que seguía respirando cuando Mark ya no lo hacía. Era injusto. Obsceno. Supe lo que tenía que hacer. Tenía que reponer fuerzas y seguir adelante.

Estás lidiando con Murder, Incorporated.

Tenía que descubrir al asesino de Mark.