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Se sentaron delante de sus vasos de plástico con agua y con aspecto de hambrientos. Si te vas a encontrar con vegetarianos para cenar, no lo hagas en un MacDonald's. No sé dónde tenía la cabeza cuando elegí este lugar. Tal vez la culpa la tenían la muerte de Mark, el teniente Azzic y la prisión de Muncy.

– -Os puedo pedir unas patatas fritas -dije en voz baja.

– -De acuerdo --respondió Bill, un poco alejado de Eileen. Si se habían reconciliado, la paz no era nada segura. Él vestía vaqueros y una camiseta blanca; las heridas mejoraban, pero lentamente. Le había bajado la hinchazón de la frente, pero allí estaba el corte, y el blanco de su ojo izquierdo continuaba enrojecido por la sangre.

– ¿Y un filete de pescado? No es carne.

Eileen arrugó la nariz. Era puro nervio, paseaba la mirada por todo el restaurante, y no dejaba de mover los pies, calzados con sandalias Candies.

– Pescado, no. Es un ser vivo.

– Ya no -dije, y nadie se rió. Dios santo, estaba perdiendo. Tomé un sorbo de café. Al menos, estaba caliente-. No como carne de ternera -informé, pero Eileen no me prestó atención. No me había mirado a los ojos ni una vez. Sin duda, me culpaba de haber convencido a Bill para que se declarara culpable.

– -Debiera leer algo sobre la industria ganadera --dijo--. Sobre vacas, cerdos. No hay diferencia. Los crían enjaulas y los alimentan con antibióticos y esteroides.

– ¿Esteroides? -Alejé de mí mi gran hamburguesa a medio comer. Si yo seguía creciendo, me convertiría en Alicia en el país de las maravillas.

– -Es veneno puro. Y luego están las bacterias. Cosas que crecen en la carne. Cosas que se pueden ver. --Movió las pestañas repintadas de negro en un rostro que de no ser por su dureza podría haber sido bonito. Usaba demasiado maquillaje y su vestido de Spandex llamaba la atención. Aún tenía el brazo en cabestrillo, pero ese era el único recordatorio de la refriega con la policía.

– Bill me contó lo del laboratorio, Eileen. Debes haber visto cosas espantosas. -Quería desviar la conversación hacia su amenaza de muerte sin traicionar la confidencialidad de Bill.

– -Así es.

– -¿Son los laboratorios de Furstmann peores que los demás?

Se rascó bajo el yeso del brazo.

– ¿Y a usted qué le importa? Ni siquiera es nuestra abogada.

– ¿El tipo de la cartera extraña es mi sustituto?

– ¿Y qué se esperaba? -dijo riéndose. Desvió su mirada hacia el restaurante, de modo que observé el lugar. Estaba vacío, salvo un viejo que fumaba sin parar en un rincón. Ya se había ido la clientela de la cena y no entraba nadie más. ¿Qué miraba Eileen? Entonces caí en la cuenta de que Eileen no quería ver, quería que la vieran.

– -¿Cómo encontraste al abogado, Eileen?

– -¿John Celeste? Fue él quien me encontró. Me vio en las noticias. Estuve en todos los canales, hasta en los de cable.

– -¿Es él quien pagó la fianza?

– Quiere querellarse con la policía y el ayuntamiento. Dice que puede conseguir quinientos mil dólares.

Bill cambió de posición en la resbaladiza silla.

– Dice que también nos ayudará para que cesen los experimentos. Y eso es lo que queremos hacer.

Eileen asintió.

– Pararlos de golpe.

Sentí un escalofrío y me incliné hacia adelante.

– Eileen, no hay nada que puedas hacer para detener esos experimentos. La presión por encontrar un medicamento que cure el sida es demasiado fuerte. Ya le dije a Bill que tendríais que concentraros en la industria peletera y dejar la farmacéutica. ¿Recuerdas, Bill?

– -Sí.

– ¿Por qué? -preguntó Eileen.

– La gente todavía no está preparada para lidiar con la experimentación animal. Dedicaos a las pieles. Muchos famosos están en contra.

– ¿Famosos? ¿Como quién? -Eileen adelantó un poco el cuerpo y por primera vez un destello de interés apareció en sus ojos.

– -Como Elle MacPherson.

– Me gusta Elle. Está en el cine, como Rene Russo. ¿Sabía que era modelo antes de hacer la película con John Travolta? Tiene mucho trabajo en el cine.

– -¿De verdad? Es un buen momento, porque tenéis a vuestra disposición las cámaras de televisión y todo eso. ¿Por qué no mantenéis su interés atacando a la industria peletera? No sé si Bill te lo dijo, pero yo represento a muchos radicales, a muchos que están de acuerdo contigo.

– ¿Algún famoso?

Por Dios.

– -No, ningún famoso. Y ellos, mis clientes, siempre utilizan la prensa cuando la tienen cerca. Ayuda a convencer a la gente, a conseguir más defensores de la causa.

– ¿Usted cree?

– Por supuesto.

Ella hizo una pausa.

– -Tengo que preguntarle algo.

– -¿Qué?

– ¿Mató a su novio)?

Sentí un nudo en el pecho.

– -No.

– -Oh --exclamó ella.

No dejaba de mover los pies.

– -¿Tú, una asesina? ¿Cómo pueden pensar semejante cosa? --dijo Hattie. Me había estado esperando, envuelta como un cigarro cubano en la bata, el pelo lleno de rulos rosados. Parecía agotada; tenía la piel grasienta y los ojos oscuros y hundidos-. ¿Cómo pueden pensarlo siquiera?

– -Son policías. Pueden pensar cualquier cosa. -Acaricié a Bear, que estaba dormida bajo la mesa, y me tomé la enésima taza de café. Yo también estaba cansada, pero satisfecha de que por el momento Eileen se hubiera olvidado del consejero delegado.

– Los polis estuvieron arriba, ¿sabes? Revolvieron tu; apartamento. Habrían roto la puerta de no haber ido yo.

– -Diablos, tendría que habértelo advertido cuando llamé.

– -¡Dejaron el piso hecho una porquería! Traté de arreglarlo, pero tu madre empezó a ponerse nerviosa.

Se me encogió el corazón.

– -¿La molestaron? ¿Los vio?

– -La tranquilicé; --Hattie me pasó unos papeles por encima de la mesa--. Aquí tienes una lista de las cosas que se llevaron. El detective me dijo que te la diera.

Alejé los papeles

– ¿Qué detective?

– -No sé. Uno con mala pinta y con un nombre raro.

– -¿Azzic?

Asintió.

– Dime dónde está mamá.

– En la cama desde las diez. No ha pegado ojo. ¿Es que no se dan cuenta de lo que te están haciendo?

– -¡Como si les importara! ¿Ha comido algo?

– -¡Tendría que importarles! ¡Hoy esta casa era un manicómio! Ese detective haciendo preguntas. ¡Hasta han inspeccionado tu coche! La perra no paraba de ladrar y el teléfono sonó todo el santo día. Luego una chica vino con una caja de tu oficina y la llevó arriba. Una chica negra.

– ¿Renee Butler?

Volvió a asentir y se rascó la frente con irritación.

– ¡Menudo día! Periodistas llamando a la puerta a la hora de la cena. ¡Salí y los eché! ¡Dijeron que eras una asesina!

– -Y seguirán diciéndolo hasta que pruebe mi inocencia.

– -¡Tú, con el remo! ¡Eso es lo que te ha metido en líos!

– -No exactamente…

– -Te dije que lo dejaras. No me escuchas. No escuchas a nadie. ¡Qué cosa más idiota estar remando en un bote de mierda!

Casi podía ver cómo le subía la presión.

– ¿Por qué estás tan preocupada? ¿Por mi madre? He abierto un fondo para ella. Si algo me sucede, hay suficiente dinero para mantenerla a ella. Y tú…

– ¿Yo? -De repente Hattie me dio una bofetada en plena cara.

Me levanté de un salto.

– ¡Hattie, por Dios! ¿Por qué me pegas? -Estaba más atónita que dolorida y las facciones de Hattie estaban desfiguradas por su propio dolor.

– -¡Idiota! ¿Cómo puede una chica tan inteligente ser tan idiota? ¡Me preocupas tú! ¡No yo! ¡No tu madre! ¡Eres tú quien me preocupa!

– ¿Benedetta? -dijo una voz agitada proveniente del dormitorio de mi madre-. ¡Benedetta!

– ¿Mamá? -Pasé junto a Hattie hacia el cuarto de mi madre reaccionando como un piloto automático. Abrí la puerta y el perfume a rosas me llenó la nariz. Era abrumador, agresivo. De súbito, estaba ansiosa. Presa del pánico. Llegué a la ventana y la abrí. El aire fresco de la noche movió las sedosas cortinas.

– ¡Cierra esa ventana! -dijo mi madre-. ¡Ciérrala!

– Sshh, la dejo abierta. No hay nadie fuera. Cálmate» -Respiré mejor con el aire fresco-. Deja de preocuparte. Todo está bien.

– -¿Lavaste los platos? Lava los platos, Bennie.

– -Ya están lavados.

– -Lava los platos, lava los platos.

– -Ya están lavados. Lo ha hecho Hattie. -Fui hasta la cama y la cogí de la mano, que estaba débil y cálida. Le aparté un mechón de la frente húmeda.

– Lava los platos. Están en la cocina.

– Hattie ya los ha lavado. Están guardados. Están limpios. ¿Cómo te encuentras?

– Está oscuro. -Trató de sentarse, luego se dejó caer sobre las almohadas-. Es tarde. Debes irte a casa. Vete a casa. Vete a casa.

– Estoy en casa. Hattie me dijo que hoy has tomado un poco de sopa. Eso está muy bien.

– Está oscuro. Está oscuro. Lava los platos. Lava los platos. Dame un kleenex.

– ¿Cómo estás? -Me senté en la cama, que crujió sonoramente. Otra cosa que no me dejaba cambiar- Necesitas un kleenex, olvídate de los kleenex. ¿Qué has comido hoy? ¿Un poco de sopa?

1-Lo necesito. Lo necesito. Está oscuro. -Levantó la voz hasta transformarse casi en un chillido de ansiedad-. Lo necesito. Lo necesito. Lo necesito.

– Muy bien, cálmate. -Saqué un pañuelo de papel de la caja que había en la mesilla de noche y ella lo agarró y lo arrugó y lo apretó como si fuera un corazón palpitante. Dentro de poco, lo haría trizas y luego se metería los restos en los bolsillos de la bata. Lo que quedara lo escondería bajo la manta y la almohada-. ¿Ya estás mejor? ¿Contenta con tu kleenex? -No podía evitar la irritación en la voz. Gastaba cada día un paquete de kleenex, aunque Hattie los compraba de tamaño familiar. Los necesitábamos del tamaño familia enloquecida.

– Léeme algo. Léeme. Léeme. Está oscuro.

– De acuerdo. -Arrastré una silla hasta el borde de la cama, me quité los zapatos en la oscuridad y puse los pies sobre el travesaño de la mesilla.

– -Lee, lee, lee.

– -Calma. Todo está bien, mamá. Cálmate y lo haré. --No es que fuera a encender la luz ni que me molestara en coger un libro, no tenía sentido. Cada noche le contaba todo lo que me había pasado ese día. No tengo ni idea de por qué lo hacía ni me engañaba a mí misma pensando que me comprendía. Simplemente se lo contaba como si se tratase de una novela, y entonces se calmaba y al rato empezaba a dormitar. Lo había hecho cada noche desde que se volvió loca, que para mí era ya una fecha perdida en las brumas del pasado. Había destrozado suficientes kleenex como para reforestar el noreste del Pacífico.