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Supongo que el único motivo por el que nos salvamos fue porque no teníamos nada que perder. Así que los vencimos. Tuvimos que matarlos, porque no podíamos llevar prisioneros. ¿Cómo íbamos a custodiarlos hasta Xian y Kunming? Y ellos tenían que matarnos a nosotros por una cuestión de honor. Dejamos los cadáveres donde cayeron y nos reunimos en la cueva más grande, donde estaban los dos enormes Budas de más de quince metros. Las estatuas estaban en bastante buen estado, ya que las cabezas eran demasiado grandes para sacarlas de la cueva. Pero las pequeñas habían sido embarcadas hacia Tokio. Estaba contemplando embobado lo que quedaba cuando uno de los soldados que no había muerto me apuntó con su arma, pero Sun le disparó. Estuve a punto de morir en dos ocasiones y él me salvó.

Henry hizo una pausa. Sólo se oían los motores del G-3.

– Sun se esconde en esas cuevas -dijo David.

– Si no en las cuevas, en alguna parte de la montaña -coincidió Henry.

Durante un momento el asunto parecía aclarado, pero Hu-lan no estaba satisfecha.

– ¿Está seguro de que Sun se crió en la misión? -preguntó.

Henry asintió.

Así se explicaba su dominio del inglés, pero ¿por qué no aparecía en su dangan, en el que constaba que sus padres eran de la clase más roja, la campesina? ¿Cómo se había mantenido en secreto y no se había descubierto durante las diversas purgas que sacudieron a China?

– ¿Y dice que no volvió a mantener contacto con él hasta hace siete años? En China han ocurrido muchas cosas. ¿Cómo lo encontró? ¿No le sorprendió ver en quién se había convertido? -preguntó Hu-lan.

– No volví a verlo hasta 1990, pero eso no significa que perdiera el contacto con él -admitió Henry-. Después de nuestra huida, me quedé otros dos años en China. Hice lo que pude por el chico, lo llevé al oeste, a Xian y después a Kunming. Me preocupé de que estuviera bien alimentado y empezó a desarrollarse con normalidad. Perfeccionó su inglés pero, rodeado de soldados, tenía un vocabulario cuartelero. Le proporcioné libros. En esos tiempos, la mayoría de la población era analfabeta, así que procuré que también aprendiera a leer y escribir en su propia lengua.

Mientras Henry hablaba, Hu-lan ató cabos. En el expediente de Sun decía que había militado en el Partido Comunista local desde muy joven.

¿Era posible que ya fuera comunista cuando acudió a la misión? ¿Lo habría enviado allí su célula? Explicaría su comportamiento en la montaña. Si hubiera sido nacionalista, nunca habría luchado contra los japoneses, ya que la amenaza de represalias era enorme. Y después, cuando Sun fue al oeste con Henry, habría podido informar no sólo sobre los nacionalistas, sino también sobre los americanos. Tenía sentido, pero en el dangan no aparecía nada de todo esto.

– Cuando terminé la visita, mi padre quiso que volviera a casa, y lo hice, aunque yo quería vivir en China. Él seguía sin entenderlo, pero yo intentaba convencerlo. Durante ese tiempo seguí enviando dinero para ayudar a Sun. Los chinos lo llamaban “dinero para el té”. Después de la guerra, los nacionalistas y los comunistas volvieron a su lucha sangrienta. En 1949 Chiang Kai-chek fue derrotado y se retiró a Taiwán; Mao marchó sobre Pekín y el telón de bambú cayó. Ustedes aún no habían nacido; en esa época los sentimientos anticomunistas eran viscerales. Mantener algún tipo de contacto con China era peligroso. En 1950 se firmó un embargo, McCarthy campaba a sus anchas, y el dinero para el té ya no cruzaba el Pacífico.

– La gente aquí también debía de estar asustada -dijo Hu-lan-. ¿Cómo explicaría a los nuevos camaradas que estaba recibiendo dinero de imperialistas extranjeros?

– No cabe duda de que era arriesgado -dijo Henry-. Pero siempre se puede encontrar un sistema, y si eras astuto, y Sun lo era, sabes esconder el dinero, vives con frugalidad y gastas con moderación. Tenga en cuenta que yo no enviaba ninguna fortuna, sólo cincuenta o cien dólares de vez en cuando. Lo suficiente para comida, para que estudiara, y más adelante, cuando en China la corrupción iba en aumento, cantidades para sacarle de algunos apuros.

Hu-lan no dejaba de pensar en el dangan de Sun. Durante años había aceptado el dinero de Henry. ¿Cómo era posible si era un verdadero comunista? ¿Habría entregado el dinero al gobierno? Según el dangan, no. Debió de guardarlo y usarlo para evitar problemas durante la Revolución Cultural. Pero ¿cómo no había salido a la luz? ¿empleó sus fondos para tener acceso al expediente, para pagar a alguien que efectuara los cambios y falseara su pasado?

– Ni una palabra del o que ha explicado me tranquiliza -dijo David, expresando lo que Hu-lan pensaba-, ya que en cierta forma usted ha estado pagando sobornos a Sun durante más de cincuenta años.

– ¡Ayudaba a un amigo! -exclamó el anciano-. Lo que le enviaba no era nada comparado con lo que él me había dado. ¡Me salvó al vida! ¿No lo ve?

– Lo que veo es a un buen hombre que intentó hacer lo correcto, que quizá no haya llamado a las cosas por su nombre; regalo en vez de soborno, y al hacerlo se convirtió en una pieza del juego de Sun.

– Es usted ciego y estúpido -le contestó Henry.

Los dos se miraron ceñudos. Henry fue el primero que desvió la mirada al levantarse para ir a comprobar si había entrado el fax. Nada. Volvió a su asiento, se abrochó el cinturón y se puso a mirar por la ventanilla. David también contemplaba las nubes, dejando a un lado lo que acababa de escuchar mientras planeaba los próximos movimientos. Cuando el avión aterrizara, deberían actuar rápido y con eficacia. También pensó en Hu-lan. Por mucho que dijera lo contrario, no estaba bien. Seguía acalorada, incluso con el aire acondicionado, se quedaba dormida cada vez que podía y su mente parecía estar en otra parte. Tenía que llevarla a un médico.

Las autoridades del aeropuerto de Taiyuan autorizaron, como otras veces, el aterrizaje del avión del señor Knight, que se realizó sin incidentes. Sin embargo, a partir de ese momento toda actividad relacionada con el Gulfstream de Knight fue distinta a ocasiones anteriores. Por suerte, nadie demostró interés. Ni siquiera se acercaron a averiguar porque nadie bajó del avión, excepto un chino fornido con aspecto de policía que cruzó la pista, salió al edificio de la terminal, regateó y pagó generosamente a un conductor para “alquilar” su coche (lo que significaba que Lo le mostró la placa del MSP y profirió algunas amenazas escalofriantes). A continuación, entró con el coche por la puerta sur, cruzó la pista, aparcó y subió al avión privado, donde no se apreciaba ninguna actividad.

Dentro del avión, los minutos se hacían eternos mientras esperaban el fax de Anne Baxter Hooper. Uno tras otro comprobaron que las líneas estuvieran correctamente conectadas. David estaba cada vez más convencido de que la llamada estaba bloqueada, pero Hu-lan -que acababa de despertarse de una pesadilla llena de imágenes horripilantes de guerra y de la fábrica Knight con cuerpos mutilados y dinero sucio- dudaba que pudiera impedirse la conexión.

Al fin la máquina cobró vida, empezaron a aparecer los papeles y David fue cogiendo las hojas conforme iban saliendo. Igual que las otras, no tenían ningún sentido, ni solas ni comparadas con los documentos que Sun le había entregado.

A pesar de las objeciones de Henry, decidieron no ir a buscar a Sun.

– Si su amigo se esconde en la montaña de Tianlong, será difícil encontrarlo -le dijo a Hu-lan, después de que Henry acusara a David de no entender nada y de que sólo le importaba salvar el pellejo-. Por ahora es mejor que se quede donde está. Vamos a solucionar este asunto de una vez por todas si Sun es inocente, como usted dice, señor Knight, lo rescataremos sano y salvo. Si es culpable, lo encontrarán, lo juzgarán y fusilarán, hagamos lo que hagamos.

– Lo único que estoy diciendo es que su novio se olvida de que Sun es su cliente…

– Henry, se lo he repetido veinte veces, no me olvido de…

– ¿Nos vamos? -preguntó Hu-lan.

El copiloto abrió al puerta y bajó la escalerilla. El calor y la humedad recibieron a los viajeros y un sudor pegajoso los empapó al instante. Lo y Hu-lan subieron al asiento delantero y Henry y David ocuparon la parte posterior de un Citroën fabricado en Wuhan. Lo los llevó por el centro de Taiyuan, cruzaron el raquítico río Fen y después se dirigieron al sur por la autopista. Lo tomó la salida de Da Shui y siguieron hacia el oeste hasta llegar al cruce. A partir de allí, volvieron a girar y recorrieron el trayecto que los separaba de la pequeña granja de Su-chee.

El sol del mediodía caía a plomo sobre el pequeño solar. Las cigarras cantaban y el aire sofocante hacía reverberar los campos. Hullas asomó la cabeza por la puerta de la casa para ver si Su-chee estaba allí, volvió a sacarla y llamó a gritos a su amiga. Vieron a Su-chee emerger de un campo de maíz lejano y cruzar el huerto. Cuando llegó, Hu-lan se la presentó a Henry. Al comprender que era el hombre que había contratado a su hija y que, según creía, había corrompido al pueblo, le miró con ojos implacables, sin prestar atención a las palabras amables del hombre.

– ¿Por qué lo has traído aquí? -preguntó a Hu-lan.

– Tenemos que ver otra vez los papeles de Miao-shan.

Su-chee permaneció inmóvil bajo el sol abrasador, pensando y sopesando. A continuación se dio la vuelta y con un andar cansino entró en el cobertizo donde guardaba las herramientas. Al cabo de pocos minutos salió y encabezó la marcha hacia la casa. Lo se quedó fuera para vigilar.

El calor en el interior de la casa era insoportable; debían de estar a más de cuarenta grados. Su-chee empezó a desplegar los planos, pero David la interrumpió.

– Esos no, los otros papeles.

Su-chee dejó los planos de la fábrica encima de la mesa y mientras esperaban. Henry los extendió y contempló con tristeza. David aprovechó para observar a Hu-lan, que se había dejado caer en uno de los cajones que servían de asientos. Estaba pálida y tenía gotas de sudor en el cuello. También miraba los planos de la fábrica, pero no prestaba atención.

– Aquí tienen -dijo Su-chee con tono brusco, dejando los papeles con las columnas de números sobre la mesa.

Henry puso el fax al lado de los otros documentos y miró intrigado a David, que dudaba. Sun era su cliente. Si era culpable, lo pondría en evidencia. Pero si era inocente, ésa era la única forma de probarlo. Abrió el maletín, sacó los papeles de Sun y los dejó al lado de los otros. Los cuatro leyeron, intentando descifrarlos. Al cabo de un momento Su-chee se apartó, pero para los demás empezó a aclararse todo. El fax de Anne era la clave, ya que proporcionaba los diversos bancos, números de cuenta y los movimientos entre las cuentas de SUN GAO y las empresas ficticias.