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Sirvieron más platos: carpa al vapor, huevos revueltos con erizos de mar, entraña de buey estofada, pato de Pekín, sopa de nidos de golondrina y arroz. Y después más té, más brindis con mao tai y, de postre, tarteletas rellenas de frutas. Sun, como funcionario de más alto rango, indicó el final de la velada separando la silla de la mes a las ocho en punto. Los demás comensales chinos se pusieron en pie de inmediato. Todos volvieron al salón, donde se había instalado en el centro una mesa rectangular con dos sillas a cada lado. Enfrente de cada asiento reposaban estilográficas lacadas. Una pancarta roja entre dos columnas anunciaba KNIGHT SE CONVIERTE EN TARTAN. Había un fotógrafo para inmortalizar, además de la firma del acuerdo, los rostros de funcionarios de los ministerios antes de la rúbrica oficial.

Los cuatro representantes ocuparon sus asientos. Miles y Randall se sentaron a un lado y Henry y Doug enfrente. David y la señorita Quo, que tomaría notas, se acomodaron detrás de Miles y Randall. El gobernador Sun y Amy Gao tomaron asiento detrás de Henry y Doug. El resto se agolpó alrededor mientras el fotógrafo seguía disparando la cámara.

– Bien, Henry -dijo Randall-. En primer lugar quiero darle las gracias por su hospitalidad aquí en China. Nos ha hecho sentir como en casa. Y ahora llegamos a la culminación de meses de conversaciones y trabajo duro.

Miles extrajo los documentos del maletín ceremoniosamente. Las señorita Quo se levantó y distribuyó copias a las personas sentadas a la mesa.

– Henry, creo que lo encontrarás todo correcto -dijo Randall.

Pero Henry, que había permanecido callado durante la cena, se limitó a hojear el contrato y se puso lívido.

– ¿Henry? -exclamó Randall.

– Papá, ¿qué ocurre?

Sin mover la cabeza Henry miró a su hijo y le ordenó_

– Doug, necesito hablar contigo, fuera.

– Henry, ¿no puede esperar? -preguntó Randall contrariado, mientras los dos hombres se levantaban.

Henry rodeó la mesa, tocó a David en el hombro y con un gesto le indicó la puerta.

Mientras David se levantaba, Miles adoptó el tono de jefe que lo tiene todo controlado:

– David, sea cual sea el problema, confío en que lo resuelvas ahora mismo.

David asintió y siguió a Henry al comedor, donde los camareros retiraban los restos del banquete.

– David, he hablado con él, pero no se da cuenta de la gravedad de la situación -dijo Henry-. Tal vez a usted le haga caso.

Antes de que David pudiera contestar, Doug se le adelantó.

– No, no fue así. Te escuché y te dije que no era tan grave como él lo presentaba.

– Todavía no me has dicho hasta qué punto es grave -presionó Henry.

Doug se encogió de hombros.

– Hemos tenido algunos accidentes. Algunas mujeres se han marchado.

Henry sujetó a su hijo por el brazo.

– ¿Grave hasta qué punto? -preguntó.

– Bastante grave -admitió Doug. Era la viva imagen del hijo pillado en falta. Pero esta vez el chico tenía más de cuarenta años y había sido sorprendido con algo más que unos Playboys debajo del colchón.

El rostro de Henry se descompuso por la ira y el horror.

– ¿Por qué no me lo dijiste antes?

– Ya lo hemos discutido mil veces, papá. Estaba avergonzado.

Se abrió la puerta del comedor y entró Miles.

– ¿Puedo ayudar en algo?

– Acabo de hacerle una pregunta a mi hijo y espero la respuesta.

Doug se apresuró a complacerle.

– Tú estabas tranquilo en casa, yo me hice cargo de todo y no quería que te preocuparas.

“Sabía que deseabas la venta y tenías derecho a disfrutar de tu jubilación, así que decidí ocultártelo. Si tú no lo sabías, también sería un secreto para Tartan, al menos durante unos meses.

– Volvamos al salón -sugirió Miles.

Henry tenía la mirada clavada en Doug.

– ¿tienes idea de lo que pasaría si esta noche se realiza la venta y mañana Tartan descubre lo que estaba ocurriendo? ¿Y nuestros accionistas?

David daba por supuesto que Randall Craig ya sabía algo de lo que ocurría en la fábrica y no le importaba. Y en cuanto a los accionistas…

– Contábamos con la operación. Con la entrada de capital podremos solucionar todos nuestros problemas -respondió Doug.

– Es cierto -dijo Miles-. No se preocupe, Henry. Con la firma de un contrato como éste todos tenemos los nervios a flor de piel. Y todos sabemos que Knight International es la niña de sus ojos. No son más que nervios.

Tiene razón, papá, hay que vender. ¡Todos hemos trabajado mucho en ello!

Henry miró inquisitivo a David, pero Knight no era su cliente.

Miles, al observar la indecisión de Henry, apoyó una mano en el hombro del anciano.

– Vamos, Henry, volvamos a la mesa. Cuando hayamos terminado con esto se sentirá mucho mejor.

Miles acompañó a Henry al salón, donde los burócratas chinos parecían despreocupados. Detalles de última hora y retrasos eran la norma. Miles, Doug y su padre ocuparon de nuevo sus asientos. David se quedó de pie para ver toda la mesa.

– ¿Todo bien? -pregunto Randall.

Henry asintió.

– Bien -continuó Randall-. Miles, todos conocemos las condiciones de venta, pero tal vez deberíamos repasarlas una vez más.

David vio que Miles sopesaba las posibilidades. Si había convencido a Henry tan fácilmente para que volviera a la mesa, tal vez firmaría enseguida. Pero le echó un vistazo y no le pareció tan seguro. Henry estaba hundido en un sillón, con la vista perdida en los papeles que tenía delante. David observó un asentimiento apenas perceptible cuando Miles se decidió.

– Las primeras tres páginas son formalidades generales, así que podemos pasar directamente a la página cuatro.

Henry alargó la mano, cogió los papeles y pasó a la página que Miles había dicho. Empezó la lectura. Algunos funcionarios consultaron la hora en los relojes. Esto no formaba parte de la tradición y era una grosería hacer pasar por eso a los invitados.

Al cabo de media hora llegaron a la página de la firma. Randall cogió la pluma y firmó el original. La señorita Quo lo recogió y lo dejó delante de Henry. Éste apoyó la pluma sobre el papel, pero la levantó al instante.

– Lo lamento, pero no puedo firmar.

– Vamos, Henry -dijo Randall con calma-. Fírmelo y todo habrá terminado.

Henry apartó el contrato.

– No.

Se oyeron murmullos mientras los chinos que entendían inglés traducían a los demás.

– Si se trata de una excusa de última hora para conseguir más dinero, se ha equivocado -dijo Randall.

Henry permaneció callado.

– Oiga, Henry -dijo Randall-. Todos sabemos que ama China y cree que sus costumbres son geniales, pero utilizar tácticas de dilación autóctonas es ir demasiado lejos.

Al oírlo, un par de representantes de ministerios chinos abandonaron la sala ofendidos. Sun y Amy Gao intercambiaron miradas.

– No se trata de eso, pero no estoy preparado para firmar ahora.

– ¡Papá!

– No puede echarse atrás, Henry -dijo Randall.

– Acabo de hacerlo.

– Doug, intenta hacer entrar en razón a tu padre -pidió Randall.

– Papá, firma y ya estará hecho.

Henry negó con la cabeza.

– Setecientos millones es mucho dinero -señaló Randall-. Puedo garantizar que mañana estarán aquí.

– Entonces veremos qué ocurre mañana -contestó Henry. Con cada palabra su decisión parecía más firme.

Randall se dirigió a su abogado principal.

– ¿Miles?

Miles suspiró y esbozó una mueca de desagrado. Levantó un dedo. Con lo que debía de ser una señal previamente pactada, los dos subalternos de Tartan se levantaron y empezaron a dar vueltas por el salón, murmurando entre los invitados que Tartan y Knight estaban encantados de su presencia y esperaban verlos de nuevo. El resto de los funcionarios entendieron la indirecta y se marcharon. Amy Gao taconeaba con energía detrás de Sun. Nixon Chen se detuvo un instante, admirando la mesa central como memorizando el espectáculo para futuras narraciones. Después hizo una reverencia formal, giró sobre los talones y salió de la habitación.

Uno de los hombres de Tartan se acercó a Hu-lan.

– Señorita Liu, usted también tiene que marcharse.

Hu-lan miró a David, que asintió.

– Me reuniré contigo abajo.

Tan pronto la puerta se cerró tras Hu-lan, Miles dijo:

– Lamento decir que preveía esta situación, así que tenemos preparadas algunas alternativas. Lo más fácil es seguir la sugerencia de mi socio. David piensa que todo puede solucionarse si firma una carta de indemnización.

Si Henry hubiera leído entre líneas la petición, habría entendido que Miles y Randall estaban al corriente de los problemas de la fábrica. Pero Henry no era abogado ni tenía uno que actuara en su nombre.

Sin embargo, en el caso de que Henry cayera en la cuenta, Miles prosiguió:

– Comprendemos que es un negocio familiar y que usted le tiene mucho apego. Una segunda alternativa sería comprarle sólo su parte de la empresa. Podría conservar el nombre de Knight International y nos quedaríamos con la fábrica y la línea de juguetes.

David lo entendió, pero de nuevo no había nadie que le dijera a Henry que al comprar sólo su parte Tartan sería absuelta de cualquier malversación anterior.

– Existe una tercera alternativa. Hacer una OPA hostil.

– No puede hacer eso. El cincuenta por ciento de las acciones de Knight son propiedad de mi hijo y mías.

Miles negó con la cabeza.

– Tan pronto se abra el mercado el lunes por la mañana a la hora de Nueva York, estamos dispuestos a ofrecer cuarenta dólares por acción que se haya vendido al precio ya inflado de veinte. Esto, junto al veintidós por ciento que su hijo ha aceptado vendernos, nos sitúa en posición de mayoría en cuarenta y ocho horas.

– ¿Doug?

– Firma, papá. Tal y como ha dicho, setecientos millones es mucho dinero.

Henry endureció la mirada y la dirigió a Randall.

– ¿’Cuándo lo hicieron?

– Ayer, durante el vuelo de Taiyuan a Pekín -contestó Miles por cuenta de su cliente- y esta tarde lo hemos ratificado.

– Hijos de puta -masculló Henry.

– No lo tome como algo personal. Son sólo negocios -dijo Randall con cordialidad para contrarrestar el tono brusco de Miles.

– Knight International ha sido mi vida. La vida de mi familia.

Randall se encogió de hombros.

– Tendría que haberlo pensado antes. Nuestra oferta sigue en pie. Estamos dispuestos a comprar, pero si no vende tendremos que ir por otro camino. usted decide.