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Al día siguiente, antes del alba, Lo llevó a Hu-lan a la zona rural y la dejó a un lado de la carretera, donde encontró una piedra para sentarse a esperar. Antes de que los tintes rosados se convirtieran en la claridad del día, la familia que trabajaba esa parcela empezó el largo y lento proceso de regar el campo. La madre, con un sombrero de paja de ala ancha, cargaba sobre los hombros una vara con un cubo a cada lado. El padre y el hijo utilizaban un cazo para repartir el agua en las raíces de algunas plantas.

No corría la menor brisa y Hu-lan se sentía como si estuviera en una sauna. Pero la gente seguía con su rutina y cada vez iban apareciendo más campesinos por le horizonte de la carretera. Algunos empujaban carretillas cargadas con cereales. Otros pedaleaban con alforjas de productos agrícolas atadas a los lados de la bicicleta. Pero la mayoría llevaba su mercancía en grandes cesas amarradas a la espalda. Apenas se veían la cabeza y los pies de un hombre cargado con una montaña de heno que lo hacía tambalearse a cada paso.

A las seis y media, cuando pasó un grupo de hombres, Hu-lan se levantó y se unió al desfile. En unos minutos llegó al complejo Knight. Cada vez que estaba allí, le maravillaba cómo destacaba en el paisaje y se elevaba sobre la tierra roja, recortándose contra el cielo luminoso. En el exterior de la verja había un centenar de hombres apiñados. Igual que el día anterior, se escurrió entre la multitud.

Se abrieron las puertas y los hombres avanzaron con Hu-lan camuflada entre ellos. Una vez dentro del recinto, se mantuvo pegada a los hombres que se dirigían al almacén.

En el último momento se separó y se resguardó en las sombras del edificio de administración. Al contrario que el día anterior, esa mañana había mucha actividad en el patio. Algunos de los hombres que habían entrado en el almacén reaparecieron con postes que introdujeron en los agujeros previamente excavados en el suelo, mientras otros desplegaban lonas para montar la carpa donde se celebraría la ceremonia del traspaso de la propiedad.

A las siete menos cuarto, las mujeres empezaron a abandonar la cafetería. Al ver a Cacahuete, Hu-lan se unió al paso de la joven.

– Temía que no volvieras -le dijo. Le tendió una de las dos batas que llevaba dobladas debajo del brazo y añadió-: Póntela, rápido.

Las dos mujeres se abrocharon la bata rosa. Hu-lan se anudó el pañuelo a juego alrededor de la cabeza.

Mientras caminaban por el laberinto de pasillos de la nave de montaje, Hu-lan murmuró:

– ¿Puedo preguntarte algo sobre Miao-shan?

Cacahuete asintió.

– Dijiste que era una agitadora. ¿A qué te referías?

Cacahuete aflojó el paso y la miró fijamente.

– ¡Siempre con tus preguntas! ¿Qué hacen los hombres? ¿Cómo salís de aquí? Ahora me preguntas sobre alguien que no conocías. ¿Por qué? ¿Te han enviado los extranjeros a espiar? ¿Por eso pudiste salir anoche con tanta facilidad? ¿Voy a perder mi empleo por ayudarte?

– No, no.

Alguien gritó a sus espaldas:

– ¡Eh, vosotras! ¡Rápido! ¡Daos prisa, no caminéis tan despacio que si no empezaremos tarde!

Ambas apresuraron el paso. Hu-lan se inclinó sobre la joven y le habló en voz baja.

– ¿Recuerdas cuando dijiste que nadie quería mi litera porque la ocupaba su espíritu? Desde que dormí allí no puedo dejar de pensar en esa chica. Incluso ahora me inquieta.

– Su espíritu fantasmal es el mismo que cuando estaba viva. Miao-shan sólo trae problemas.

– ¿Informaba a la señora Leung de los fallos o quejas de las obreras?

– Te equivocas. Al revés. Se quejaba continuamente de las máquinas, de la jornada tan larga, de la comida. Nos decía que podíamos ir a la huelga. Que obligaríamos a la empresa a mejorar las condiciones de trabajo.

“Siempre estaba fastidiando a la señora Leung, porque todo le parecía mal. Incluso los aseos. No lo comprendo, en mi pueblo nadie tiene un aseo dentro de casa. La verdad es que hasta que llegué aquí, nunca había visto uno así y tuve que preguntar cómo se utilizaba. Una de las mujeres me lo explicó.

Doblaron en una esquina y Hu-lan vio la entrada a la fábrica.

– Otra cosa -le dijo Cacahuete-: no se sabe cuántas personas trabajan aquí, pero todas son amables. Puedo decirte que todas, hasta las madres y las mujeres mayores, se alegraron de la muerte de Miao-shan, porque le tenían miedo. De haber hecho huelga, ¿qué habría sido de nosotras si perdíamos el empleo?

Al entrar en la fábrica Hu-lan vio a Tang Siang en su sitio, delante de la cinta transportadora. Estaba un poco ojerosa por la falta de sueño y no se había cepillado el pelo. No parecía contenta.

A las siete sonó la sirena y las máquinas se pusieron en marcha. Las tres mujeres trabajaban en silencio, codo con codo. Al estar tan cerca, en un lugar tan caluroso, Hu-lan notó el olor a sexo que despedía Siang, que no tenía ganas de hablar. Cacahuete se dio cuenta y se concentró en el trabajo: encajar mechones de pelo en las cabezas de los muñecos. Aunque Hu-lan tenía muchas preguntas, siguió el ejemplo de Cacahuete. Por suerte no tuvo que esperar mucho para que Siang rompiera el silencio.

– ¿Qué, Cacahuete? ¿No vas a preguntarme por el jefe cara Roja? -dijo con petulancia.

Cacahuete no contestó, agarró otra cabeza y empezó a remeterle el pelo.

– Una cosa está clara -continuó Siang-. Es como todos los hombres. Dice muy buenas palabras hasta que consigue lo que quiere, y después intenta convencerte de que hagas otras cosas. Le digo que no soy una puta, pero él se empeña: “Miao-shan me ha hecho esto, hazlo tú también”. ¡Estoy harta de oír el nombre de Miao-shan!

– Pero tú ya sabías que se acostaba con ella -dijo Cacahuete de forma tan realista que Hu-lan casi olvidó que era una chiquilla de catorce años.

– ¿Te crees que no sé que todos los penes que he tenido dentro ya habían estado dentro de Miao-shan? -repuso Siang con amargura-. Aún eres joven, Cacahuete, es mejor que te mantengas al margen y esperes a que tu padre te arregle un matrimonio.

– Me gustaría casarme por amor -contestó Cacahuete con voz apenas audible por el ruido de las máquinas.

– ¿Por amor? Mira alrededor y dime si hay una sola mujer que haya sentido verdadero amor.

– Yo. Y sé que tú también. Te vi con Bing -dijo Hu-lan.

– ¿Tsai Bing? Te diré algo sobre Tsai Bing. ¿Te acuerdas del día que nos viste en el campo de maíz?

Hu-lan asintió.

– Le preguntaste por el bebé y se ruborizó. Yo no lo sabía.

– ¿Lo del niño?

– No, que seguía acostándose con Miao-shan incluso después de jurarme que sólo me amaba a mí y que encontraríamos la manera de casarnos.

Hu-lan no estaba preparada par lo que siguió.

– Se acostaba con ella incluso después de que yo le dije que la había visto con mi padre.

Cacahuete soltó un silbido.

– Así que ahora te acuestas con el jefe para vengarte del hombre que amas. -Hu-lan procuró que su tono de voz no reflejase recriminación.

– No; dejo que el jefe me la meta para prosperar y ganar más dinero. La única forma de que Tsai Bing y yo podamos estar junto sería largarnos de Da Shui, y para eso se necesita dinero. Un par de noches con un extranjero es un precio bajo por toda una vida. -Siang se secó una lágrima. La dureza que quería mostrar era tan endeble como una lámina de oro. El precio parecía muy alto.

La mañana fue pasando y la temperatura de la nave industrial muy pronto llegó a os cuarenta grados. Las conversaciones se iban apagando conforme el calor y la humedad consumían la última energía de mujeres que ha habían trabajado más de 56 horas durante la semana. Hu-lan agradeció el silencio de voces humanas. Había preguntado lo que había podido sin llamar demasiado la atención. Cacahuete estaba intrigada por su presencia en la fábrica, lo cual le advirtió que estaba a punto de delatarse. Tampoco podía continuar la conversación con Siang. La chica se había encerrado en sí misma, con la cabeza agachada y los hombros hundidos, excepto cuando Aarón Rodgers pasaba revista y ella le dedicaba una sonrisa falsa.

Hu-lan, con las manos vendadas, el estómago revuelto, dolor de espalda y la cabeza pesada por el calor y el ruido de las máquinas, se obligó a concentrarse en el enigma de Ling Miao-shan. La tarde anterior Guy In no había mencionado nada de una huelga.

¿Le habría ocultado esa información? ¿La idea había sido de ella sola? ¿Habría seguido adelante, organizando, engatusando, asustando a sus compañeras para que la siguieran sin ayuda del exterior? Y si alguien la había ayudado, ¿quién era y por qué? Tal vez ese alguien, que conociendo a Miao-shan tenía que ser un hombre, la había utilizado para provocar malestar por algún motivo.

Mientras Hu-lan iba dando vueltas a estos pensamientos, volvía una y otra vez a la promiscuidad de Miao-shan. Para utilizar las groseras palabras del capitán de la Seguridad Pública local, parecía cierto que la chica se hubiera abierto de piernas a cualquier hombre que se le cruzara. Desde tiempos inmemoriales existían mujeres que utilizaban el sexo como método de supervivencia, como instrumento para conseguir lo que querían, como medio par aun fin. Pero también desde tiempos inmemoriales existían mujeres a las que se utilizaba y se abandonaba cuando pedían la novedad, la salud o la juventud. ¿Miao-shan era la manipuladora o la manipulada?

La primera obligación de David era hablar con Randall Craig, de modo que a las siete llamó a la telefonista del hotel para que le pusiera con la habitación de Randall, pero ésta le contestó que el señor Craig se había registrado bien entrada la noche y había solicitado que no se le pasaran llamadas. A las ocho volvió a intentarlo, Randall descolgó al momento y David le propuso que desayunaran juntos. Al cabo de diez minutos estaba en la espaciosa suite de Randall con vistas a la carretera de Xinjian Sur. David tenía el deber de explicarle los problemas que pudieran afectar a Tartan Incorporated, pero al mismo tiempo debía proteger a su otro cliente, Sun Gao. Si creía que Sun era inocente -y por la simplicidad del código cabía esa posibilidad- tendría que intentar con todas sus fuerzas descubrir la verdad para ayudar al gobernador.

Cuando llegó el desayuno, David ya había expuesto su preocupación por la venta, subrayando los supuestos peligros en la fábrica, el trabajo infantil, y sin mencionar nombres, la posibilidad de que se hubieran producido sobornos.