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Tras años en el lucrativo mercado preescolar, Knight se había hecho de oro en los años de posguerra con la muñeca Sally -uno de los primeros bebés del mercado que tomaba el biberón y hacía pipí en un pañal-. A mediados de los ochenta la compañía experimentó otra subida importante de ventas gracias a la liberalización que había efectuado la administración Reagan de las restricciones de publicidad en los programas infantiles. Pero ninguno de los productos introducidos en esa época alcanzó el éxito fenomenal de la línea Sam. Se trataba de un equipo de diez figuras animadas. Sam era el jefe, pero siempre aparecía al lado de Cactus. Después de Cactus venían -en orden de rango militar-: Magnífico, Gloria, Gaseoso, Uta, Anabel, Notorio, Nick y Raquel. Curiosamente, aunque se suponía que los niños querían a todos los personajes por igual, o al menos según el orden de graduación, los que tenían los nombres más comunes iban muy por detrás en popularidad y ventas.

Sandy dejó de tamborilear y continuó por el pasillo. Hu-lan, detrás, se dio cuenta de que los nombres de los personajes de Sam eran los mismos que estaban en los papeles con números de Su-chee y volvió a preguntarse cómo habrían ido a parar a manos de Miao-shan.

Sandy se detuvo, abrió una puerta y le indicó que pasara.

– Éste es mi despacho.

Un enorme escritorio laqueado negro dominaba la elegante oficina moderna. La sala, delante del escritorio, estaba dividida en dos partes: a la izquierda, un área de miniconferencias formada por una mesa redonda y cuatro sillas; a la derecha, dos sofás con una mesa de centro entre ambos. Sandy se sentó en uno de ellos y le señaló el otro a Hu-lan.

Todo lo que sucedía tenía a Hu-lan de lo más intrigada y trataba de conciliar lo que sabía sobre los estadounidenses y las empresas norteamericanas con lo que deducía como mujer china. En China se le daba gran valor a los títulos. Sandy Newheart había dicho que era director de proyectos, y sin duda el tamaño y la opulencia de la oficina indicaban que era el directivo más alto del a operación. Pero en China era prácticamente incomprensible que alguien de tanta importancia recibiera directamente a un desconocido, y mucho menos que saliera a la calle a hacerlo. ¿Lo hacía por educación o estaba tratando de controlar la situación?

– ¿Es usted la persona con la que debo hablar para informarme sobre la señorita Ling? -preguntó Hu-lan.

– Puedo llevarla a ver a Aarón Rodgers. El jefe de la sección de montaje. Creo que es allí donde trabajaba la señorita Ling.

– Pensaba que me había dicho que no la conocía.

– No la conocía. Sólo sé que no trabajaba en el centro neurálgico.

– ¿El centro neurálgico?

– Es el lugar que acabamos de pasar -explicó Sandy-, el centro neurálgico de lo que hacemos. Esas chicas gestionan todos los pedidos de Estados Unidos. Se ocupan de los envíos y las transacciones. No creo que esa pobre chica haya estado alguna vez en este edificio. Pero dígame, y perdone mi ignorancia, ¿a qué se debe su presencia? Su muerte no tiene nada que ver con nosotros.

Sólo dice un tercio de la verdad, pensó Hu-lan por segunda vez desde que había llegado al campo.

– Soy inspectora del Ministerio de Seguridad Pública. Es mi deber investigar las muertes sospechosas en esta provincia. Ling Miao-shan se suicidó.

– ¿Es usted policía? -preguntó por fin Sandy, que al fin empezaba a entender.

Hu-lan ladeó la cabeza asintiendo.

– Peor un suicidio…

Hu-lan levantó la mano para que el director de proyectos no volviera a repetirse.

– Tiene usted razón, pero como seguramente ya habrá notado, en China tenemos nuestra manera de hacer las cosas. Estoy aquí para comprender a esa chica. Me ayudaría mucho ver dónde trabajaba y cómo pasó sus últimos dais.

Sandy entrecerró los ojos mientras tamborileaba sobre el apoyabrazos del sofá.

– ¿Conoce al gobernador Sun?

– No -respondió ella, asombrada por la pregunta.

– El gobernador Sun es el representante de la provincia -explicó Sandy-. También es el vínculo entra las empresas estadounidenses y la burocracia china, quiero decir, el gobierno chino. Me sorprende que no lo conozca.

Hu-lan sonrió apenas.

– Todo el mundo conoce al gobernador Sun, pero China es un país grande y no lo conozco personalmente. -Hu-lan se puso de pie-. Ahora me gustaría ver dónde vivía y trabajaba la señorita Ling. Si usted está muy ocupado, algún empleado puede acompañarme.

– No. -La palabra le salió con brusquedad-. Quiero decir que con mucho gusto la acompañaré yo mismo.

Mientras caminaban por la calle, entre los edificios, Sandy volvió a asumir su papel de guía turístico. Se pararon a contemplar la cafetería, donde Sandy le enseñó el comedor privado que usaban él, los jefes de departamento y los Knight cuando iban de visita. No la dejaron ver el lugar donde comían los empleados de la fábrica porque, según le explicó Sandy, lo estaban limpiando y preparando para la cena.

De nuevo en camino, Sandy la llevó al almacén y a varios otros edificios, en los cuales, a decir de su guía, nunca entraban empleados como la chica suicidada. Cuando pasaron por delante de los dormitorios, Hu-lan le recordó que quería ver dónde vivía Miao-shan. El hombre dijo que lamentablemente no era un sitio que se pudiera visitar aquel día.

– Imagínese, con casi mil mujeres viviendo juntas las cosas pueden estar bastante revueltas. Así que una vez por mes mandamos un equipo para que haga una limpieza profunda y eche desinfectantes potentes. No reo que sea un sitio especialmente agradable para visitar hoy.

– Pero me gustaría verlo -insistió Hu-lan mientras recorría con la mirada la fachada toscamente blanqueada.

– Quizá otro día.

Al notar que el edificio de dormitorios no tenía ventanas, Hu-lan aflojó el paso y volvió la cabeza. Ninguno de los edificios tenía ventanas, al menos ninguna que diera a la fachada.

Sandy, seguido de Hu-lan, subió una escalinata que llevaba al edificio con el cartel de MONTAJE. Cuando él abrió la puerta, Hu-lan volvió a sentir una ráfaga de aire fresco. Pero ya en el vestíbulo se dio cuenta de que ese edificio no estaba ni de lejos tan fresco como el de administración. Sentado al escritorio había un vigilante extranjero.

– Jimmy ¿puede decirle a Aarón que venta? Tenemos una visita que me gustaría presentarle.

– Muy bien, señor Newheart -dijo el vigilante con acento australiano.

Hu-lan miró los gruesos dedos que pulsaban las teclas del teléfono. Jimmy colgó y se puso de pie. Medía cerca de un metro noventa y pesaba unos ciento veinte kilos. Buena parte de ese peso estaba distribuida en los músculos de brazos y hombros. A diferencia de Sandy Newheart, que parecía no tener ni idea de quién era Hu-lan, los oscuros ojos de Jimmy enseguida la calaron y supo que pertenecía a las fuerzas de seguridad.

Hu-lan, a su vez, también sacaba sus propias conclusiones: Jimmy estaba acostumbrado a ajustar cuentas físicamente y a cumplir órdenes. El hecho de haberla reconocido sólo podía significar una cosa: que era algo más que un conocido lejano de la poli. Que había sido policía en alguna época de su vida, guardia de seguridad de algún tipo, o un delincuente de poca monta o un simple matón de alquiler. Pero el hecho de que un australiano de antecedentes tan dudosos acabara trabajando para una compañía americana en la provincia de Shanxi era, como mínimo, un misterio.

Una puerta de abrió detrás del escritorio de Jimmy y salió Aarón Rodgers. Llevaba pantalones vaqueros, una camisa de algodón arremangada y zapatillas de deporte. La sonrisa dejó a la vista una perfecta dentadura blanca.

– ¿Ha venido a hacer un recorrido? -tenía voz jovial y entusiasta-. No recibimos muchas visitas, así que será un placer enseñarle el lugar.

Jimmy apretó un botón debajo del escritorio, la puerta zumbó y Aarón la mantuvo abierta para que pasaran Hu-lan y Sandy. Siguieron a Aarón por un vestíbulo interior y después por varios pasillos tortuosos con puertas a ambos lados sin ninguna indicación. Izquierda, derecha, izquierda otra vez. Hu-lan se sentía perdida en ese ambiente claustrofóbico, agravado por la ausencia de aire acondicionado y ventanas. Por fin Aarón abrió una de las puertas y entraron a una sala grande, obviamente bien insonorizada, ya que Hu-lan no había oído ni una sola de las voces de las cien mujeres que trabajaban en el lugar. Estaban sentadas ante largas mesas que ocupaban toda la extensión de la nave. Llevaban bata rosa y redecillas para el pelo también rosa. Los ventiladores de techo mantenían el aire circulando, pero fuera de ellos no había ningún otro ruido mecánico. Allí todo se hacía a mano.

Hu-lan miró alrededor y volvió a pensar en los planos que había visto en casa de Su-chee. ¿Por qué no los habría estudiado más en detalle? ¿Esa nave no debía de ser mucho más grande?

– Como habrá adivinado, ésta es nuestra zona de montaje -dijo Aarón-. Aquí es donde las trabajadoras les añaden los detalles finales a Sam y sus amigos, donde hacemos el control de calidad y, por último, donde empaquetamos el producto acabado.

Hu-lan caminó por el pasillo central y echó el primer vistazo a las figuras de San y a sus amigos.

Eran muñecos, pero el cuerpo era blando como el de animalitos de peluche. Se detuvo y observó a una mujer que doblaba los brazos de tela para que no interfirieran en su trabajo y empezaba a perforar unos ojos de aspecto humano en la cara de plástico.

– ¿Había visto alguna vez los dibujos de Sam? -preguntó Aarón.

Hu-lan meneó la cabeza.

– No, en China no los pasan.

– Ya los pasarán. Un día llegarán los dibujos animados y todos los niños de China querrán uno.

¿Cuántas veces Hu-lan se había topado con extranjeros como Sandy Newheart y Aarón Rodgers que pensaban que el mercado chino estaría abierto de par en par para ellos si conseguían meterse de alguna forma? El hecho de que algo se fabricara allí no significaba que los chinos lo desearan. Pero bueno. ¿quién era ella para subestimar el poder de la televisión? Si ella misma era testigo del efecto que una sarta de noticias habían tenido sobre su vida. Si Knight, o los estudios que producían Sam y sus amigos, conseguían emitir el programa en China, era muy probable que esos muñecos se convirtieran en un buen anhelado.

Aarón se inclinó y le dijo algo al oído a una operaria, que sonrió con gracia y le dio el muñeco. Éste se lo tendió entonces a Hu-lan, y, al ver que no lo cogía, empezó a doblarle los brazos y las piernas.