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Cuando sonó el teléfono, David supo que era Hu-lan.

Hacía cuatro días que no hablaban, el tiempo más largo desde que se había marchado de Pekín.

– ¿Dónde estás? -le preguntó-. Me tenías preocupado.

– Estoy bien.

– Tengo muchas cosas que contarte -le dijo. Ella también, pero lo que David le explicó a continuación hizo que lo suyo perdiera importancia-. Voy para allá, Hu-lan. Llegaré a Pekín… -se interrumpió para calcular el tiempo y la diferencia de un día- pasado mañana.

– Pero ¿cómo? ¿Para qué?

– Tengo un trabajo y me traslado a Pekín.

Oyó interferencias en las línea y preguntó:

– ¿Es verdad?

David rió.

– ¡Sí, claro!

– Ay, David, no me lo puedo creer. -Y volvió a preguntarle-: ¿Cómo es eso?

David empezó a explicarle sus últimos cuatro días, con la espantosa muerte de Keith y lo que implicaba en cuanto a las mafias y la vigilancia del FBI. Le confió su preocupación sobre Keith y lo que había leído en el periódico. Después le contó cómo había sido la vuelta a su oficina al día siguiente del funeral…

Había escuchado los mensajes de su buzón de voz, incluyendo uno de la hermana de Keith: “Lamento lo de ayer -decía-. Hoy volvemos a casa, pero, cuando pueda, me gustaría hablar con usted sobre Keith”.

Deja su número de teléfono en Russell, Kansas y se despedía con un “Espero que me llame”.

En ese momento no tenía ganas de oír más recriminaciones, así que anotó el teléfono y lo guardó en su maletín.

Unos minutos más tarde, se dirigió por el pasillo a la oficina de la fiscal general Madeleine Prentice. Era rubia, guapa, inteligente y políticamente astuta. Rob Butler, jefe de la División Penal, también estaba allí. David conocía a Rob de la facultad. Habían jugado a tenis juntos durante años. Era un abogado tan brillante como Madeleine. David tenía que aclarar un aspecto de la muerte de Keith antes de tomar ninguna decisión y esperaba confirmar lo que Miles le había dicho después del funeral.

– ¿Qué podéis decirme de la investigación de Keith Baxter? -preguntó.

– No hay ninguna investigación -respondió Madeleine.

– Salió ayer en el periódico.

– No te creas todo lo que leas en los periódicos -dijo Rob-. ¿Aún no lo has aprendido?

David pasó por alto la broma.

– Estaba acusado de haber hecho algo que violaba el Acta de Prácticas Corruptas en el Extranjero.

– ¿Soborno? -preguntó Madeleine.

– Supongo, pero no lo sé.

– Bueno, no pertenece a nuestra oficina -respondió Madeleine-. Desde que aprobaron el acta no hemos tenido ni un solo caso de prácticas corruptas en el extranjero.

– Quizá su nombre surgió en algún otro asunto -sugirió Rob.

– Pero ahora mismo no tenemos ningún caso de soborno -confirmó Madeleine.

– ¿Y en la ofician de Washington? -preguntó David.

– Tu amigo vivía en Los Ángeles, ¿no? ¿No crees que si estaba metido en algo Washington nos lo hubiera dicho?

David seguía sin saber qué tenía tan nervioso a Keith, pero si Miles decía que no había nada de que preocuparse, y Madeleine y Rob lo confirmaban, entonces podía seguir adelante, emocional y quizá profesionalmente. Pero…

– ¿Puedo preguntaros algo? ¿Creéis posible que Keith haya sido el blanco la otra noche y no yo? Me refiero a que el Ave Fénix ha tenido un montón de oportunidades. ¿Por qué iba a hacerlo ahora? ¿Puede haber alguna conexión entre Keith y las mafias chinas? ¿El trabajaba en China…

Madeleine suspiró.

– David, sabes muy bien lo que pasó esa noche. Acéptalo y olvídalo.

David miró a Rob.

– Tiene razón -dijo.

David reflexionó.

– Miles Stout me ha ofrecido montar un bufete en Pekín -anunció al final.

– ¿Cuándo? ¿Pronto? -preguntó Madeleine.

– Me marcharía en un par de días.

– Avisar con una o dos semanas de antelación no hubiera estado mal, pero no sería la primera vez que un ayudante se larga de improviso -dijo Madeleine. Y, curiosamente, haciéndose eco de Phil Collingsworth, añadió-: Cuando ha llegado el momento, no hay nada que hacer.

– David rió y sacudió la cabeza.

– ¿Qué es esto? Aquí tienes el sombrero, lárgate.

– Para nada, David -replicó Madeleine-. Pero es una jugada práctica para ti. Más aún, diría que muy sensata. Has terminado con los juicios del Ave Fénix, de modo que si tienes que irte de repente, éste es el momento de hacerlo. Para la oficina, digo -se corrigió-. Es evidente que lamentaremos mucho que te vayas, pero también hay que tener en cuenta otras cosas. Quieren matarte. Lo más probable es que se trate del os últimos restos del Ave Fénix. ¿Podemos demostrarlo? Todavía no. ¿Hay alguna prueba que los incrimine directamente como para conseguir una orden para pincharles el teléfono y hacer que salte alguna gente? No. Así que lo que te espera es la inseguridad y esos federales siguiéndote a todas partes. No me vas a decir que te gusta.

– No, pero ¿debo escaparme a China?

– Tú no te estás escapando -respondió Madeleine-. Te estás apartando para que no te hagan daño y así el FBI puede hacer su trabajo y pillar a esos cabrones.

– ¿Pero a China? El Ave Fénix es una banda china -señaló David.

– Sí, pero con base en Los Ángeles -añadió Madeleine como si David no lo supiera-. Puede que todavía haya algunos exaltados dando vueltas por la ciudad, pero en Pekín no queda ninguno.

David sabía que era verdad. En China habían cogido a todos los miembros de la banda. A los que confesaron los trataron con indulgencia y los mandaron a campos de trabajos forzados en el interior del país.

Los demás habían sido sentenciados y ejecutados.

– Aunque no estuvieran todos muertos -añadió Rob-, los chinos podrán protegerte de una manera que nosotros no podemos.

David dudaba. Había una pregunta más, pero no era fácil hacérsela a viejos amigos.

– Esto no es un montaje, ¿verdad? ¿No estaréis tratando de meterme en algo que todavía no sé? Ya lo hemos hecho antes y…

– David -interrumpió Madeleine-, vete de aquí. Ponte a salvo…

las ventanillas del taxi estaban abiertas y un soplo de aire caliente golpeó la cara de Hu-lan. Miró los campos mientras pensaba en la visita que había hecho a la fiscalía, a Madeleine Prentice y Rob Butler, ese mismo año, y en la vida que David abandonaría para instalarse en China.

– A ti te encanta ser fiscal -le dijo por teléfono.

– Sí, pero ya no veo el trabajo como antes.

Se refería al caso que había vuelto a reunirlos. Los gobiernos de ambos los habían engañado. Hu-lan se lo esperaba; él no. Hu-lan lo había aceptado; él se sentía traicionado.

– ¿Has vuelto a hablar con Miles?

Su memoria invocó la cara guapa de Miles. Siempre había sido muy amable con ella -lo era con todo el mundo-, pero siempre se sentía incómoda en su compañía, probablemente porque nunca había podido adivinar qué había debajo de ese suave exterior nórdico.

– A mí tampoco me cae demasiado bien -respondió David, que había captado el tono- y, francamente, también siento cierta ambivalencia de su parte en cuanto a este acuerdo. Pero el bufete está compuesto por mucha gente. Phil y los demás se han portado de maravilla, pero has adivinado bien. Las negociaciones fueron con Miles. Después de la reunión con Madeleine y Rob, me encontré con Miles para almorzar y discutimos los detalles. Me dijo que me daría carta blanca. “Híncale el diente al asunto. Métete en ello. Los Knight son buena gente…”

– ¿Los Knight?

– ¿recuerdas las fábrica por la que me preguntaste? El bufete quiere que lleve la venta de Knight a Tartan, y después ocuparme de…

– David, no sabes nada de esa gente ni de su negocio. He visto cosas…

– Mira, no tienen por qué ser mis amigos. Ellos venden, nosotros compramos. Vamos, que en doce días Knight ya no existirá más que como una división de Tartan. ¿No lo ves, Hu-lan? Iré a China por diferentes negocios. No sólo seré el representante de Tartan, sino que el bufete ya tiene en vista otros negocios. Marcia, la secretaria de Miles, ya ha organizado varias reuniones para el lunes próximo. No me preguntes dónde porque todavía no tengo ofician.

Hu-lan tenía muchas preguntas pero David siguió hablando…

Era asombroso lo fácil que salía de una vida y entraba en otra. Después del almuerzo había vuelto al bufete con Miles. Tal como le había dicho Keith la noche de su muerte, las oficinas de Phillips, MacKenzie amp; Stout seguían iguales. Las zonas comunes eran oscuras, lujosas y conservadoras. Cada socio recibía una asignación para decorar su propio despacho, lo que significaba que había un poco de todo: desde Luis XV hasta colonial, desde caoba hasta arce, desde pósters baratos hasta Hockneys originales. Como socio de las altas esferas, David tenía derecho a un despacho de esquina en alguna de las cinco plantas del bufete, la última de las cuales albergaba el centro del poder. Pero como David se iba a China, le asignaron un despacho amplio entre el de Miles y el de Phil Collingsworth, que tenían uno en cada esquina.

En circunstancias ordinarias, los socios habrían tenido que reunirse para votar si aceptaban a uno nuevo, pero, como Phil había señalado el día del funeral, allí todo el mundo conocía a David. Un par de llamadas al comité ejecutivo había dejado claro que era una decisión unánime. Cinco minutos más tarde, Miles le pidió a David que le llevara el pasaporte y éste lo sacó del bolsillo de la chaqueta ahí mismo. Miles sonrió.

– Tendría que haber negociado más duramente tu comisión -le dijo.

Los dos rieron, porque era evidente que David quería volver a China desde el primer momento en que Miles se lo había mencionado. El socio principal le dio el pasaporte a su secretaria y le dijo que lo llevara deprisa al consulado chino para el visado. Después, Miles y David se reunieron con Phil y otros socios para un improvisado brindis con champán. Como en los viejos tiempos…

– ¿Preguntaste por Keith? -lo interrumpió Hu-lan.

– ¿A qué te refieres?

– Al soborno.

La voz de David se perdió entre los ruidos de la línea, y le pidió que repitiera la respuesta.

– Le pregunté a Miles y después también hablé de ello con Madeleine y Rob. Todos dijeron que no podía creer todo lo que decían los periódicos. Debo reconocer que es algo de lo que tú y yo sabemos bastante. Ya no me acuerdo la última vez que no tergiversaron mis declaraciones.