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Hu-lan despertó antes del amanecer pensando en Miao-shan. La noche anterior, su amistad con Su-chee la había distraído y no había usado las herramientas de investigación que solía emplear cuando investigaba un crimen o interrogaba a un testigo. Para empezar habría pensado en el móvil. Habría tratado de clasificar el asesinato. ¿Era un asesinato por encargo? ¿Motivado por la discusión personal o económica, por sexo, venganza, política o religión? ¿O era simplemente un suicidio? Se habría centrado mucho más claramente en Miao-shan en sí. Tal como había dicho la noche anterior, para coger al asesino el investigador tenía que comprender a la víctima.

Se vistió y salió. Hu-lan, oriunda de Pekín, con sus coches, camiones y millones de personas, estaba acostumbrada al ruido. Allí había otro tipo de ruido. Se oía a los pájaros embelesados con sus gorjeos matinales y el canto de las cigarras. Aunque era domingo, oyó a lo lejos la reverberación de alguna máquina agrícola. Más allá de estos sonidos y oculto justo debajo de la superficie, se escuchaba el suave zumbido de la tierra en sí. De pequeña, pensaba que era el ruido de las plantas que se abrían paso a través del suelo.

Caminó despacio hasta el cobertizo en que habían hallado el cuerpo de Miao-shan. De haber estado presente aquel día, Hu-lan no habría dejado acercarse a nadie para poder examinar el fino polvo que cubría la tierra apisonada. Pero, si había habido huellas, hacía tiempo que se habrían borrado, de modo que abrió la puerta y entró. Los olores y los objetos de antaño asaltaron de inmediato sus sentidos. En ese pequeño cobertizo oscuro se mezclaba el aroma de la arpillera, la tierra, el queroseno y las semillas, creando una atmósfera fuerte y desagradable, embriagadora y terrosa.

Cerró la puerta a sus espaldas. Mientras sus ojos se adaptaban a la oscuridad, se obligó a apartar de su mente los recuerdos infantiles y las ideas preconcebidas.

Trató de imaginarse a Miao-shan colgada de la viga con la escalera debajo. Recordó los suicidios que había visto: la joven madre de Pekín que se había matado con ácido fénico. La anciana de su barrio que, por razones que nunca se aclararon, se había tirado al lago Shisha con piedras atadas a los tobillos. El hombre que había echado mano de los ahorros de su pueblo para invertirlos en bolsa y los había perdido todos para acabar tirándose por la ventana de un hotel, y no tener que volver y enfrentarse con sus vecinos. Después recordó a su propio padre y lo vio apoyar el cañón de una pistola contra su sien y apretar el gatillo.

Hu-lan fue deslizándose hasta sentarse con la espalda apoyada contra la pared del cobertizo y pensó. La vanidad -incluso en los momentos más desesperados- impedía a las mujeres usar armas de fugo para matarse. Preferían las pastillas, arrojarse al mar y hasta cortarse las venas, opciones que no alteraban el rostro y hasta admitían la posibilidad de un rescate. Colgarse era un acto típicamente masculino, puesto que implicaba cierta pericia manual: atar la cuerda a una viga, hacer un nudo corredizo, poner un objeto que permitiera subir pero que pudiera quitarse con facilidad de una patada. Desde luego que una chica campesina tenía esas habilidades, pero la muerte por ahorcamiento no dejaba un cadáver muy agradable de ver. Poro todo lo que Su-chee había dicho de su hija -que estaba transformándose en el ideal de belleza occidental-, el cuello roto, la lengua hinchada y la cara morada no encajaba con el esquema de esa víctima en concreto.

Había algo más que también la preocupaba. Aunque el suicidio era producto de una profunda melancolía, las víctimas con frecuencia utilizaban la acción como forma de quedarse con la última palabra, o de causar un sentimiento de culpa permanente a los que dejaban. Como consecuencia, los suicidios eran planeados de modo que la persona que descubriera el cuerpo fuera el blanco de la ira o desesperación de la víctima. La joven de Pekín, por ejemplo, le había dejado el bebé a una vecina, volvió a casa, se puso el traje de novia, tomó ácido fénico y, a pesar de los espasmos abdominales agónicos, se acostó para que el marido -que resultó tener una serie de aventuras- la encontrara en el lecho matrimonial.

En esa granja sólo una persona podía encontrar a Miao-shan. Pero hasta el momento, Su-chee no había dicho nada que dejara entrever encono alguno entre madre e hija. Veinticinco años era mucho tiempo, pero ¿era posible que Su-chee hubiera cambiado tanto como para ocultar tan bien sus emociones e intenciones? Si hubiera sentido culpa o remordimiento, ¿habría hecho venir a Hu-lan? No, se dijo, la madre creía que algo le había pasado a su hija, y cuanto más tiempo pasaba Hu-lan en ese cobertizo más se convencía de ello.

Sin ninguna prueba material, el único camino para comprender lo ocurrido era retroceder paso a paso a partir de la escena del crimen. A cada paso, aparecería una imagen más clara. El primero sería interrogar a Tsai Bing, ya que los maridos y los novios eran con frecuencia los responsables de los suicidios. Nada de lo que había dicho Su-chee indicaba la existencia de animosidad entre el muchacho y su prometida, pero las madres podían ser muy ciegas cuando se trataba de cuestiones tan personales.

Hu-lan se puso en pie y salió fuera. Recorrió los campos con la mirada y divisó a Su-chee. Caminó por un arcén elevado que discurría entre un campo de maíz y otro de girasoles a punto de abrirse y llegó a donde estaba su amiga trabajando con una hoz.

– He estado pensando, Su-chee -le dijo- y creo que sería un error que hablara con la gente como inspectora del Ministerio de Seguridad Pública. Se asustarían demasiado.

Su-chee frunció el ceño.

– El asesinato de mi hija merece que se asusten.

– Sí, por supuesto, pero si quieres que cojamos al asesino, no podemos asustarlo para que se esconda. Dejemos que piense que se ha salido con la suya. Dejemos que piense que soy pariente tuya o una amiga de visita. Bajará la guardia, y cuando lo haga, allí estaré.

– ¿Pero quién es?

– Aún no lo sé, pero para hacerlo salir debo entenderlo. Y para entenderlo debo entender a Miao-shan. Y para entenderla a ella, creo que debo mezclarme con la gente.

– Así no lo conseguirás -dijo Su-chee señalando la ropa de Hu-lan-. Puedes ponerte las cosas de Miao-shan, al menos hasta que crezca ese bebé que llevas dentro.

Volvieron a la casa y Su-chee abrió un armario que contenía ropa de algodón cuidadosamente dispuesta en dos estantes.

– Ésta es la ropa de Miao-shan. Era delgada como tú.

Hu-lan había tenido que cambiar de personaje muchas veces en su vida. En algunas ocasiones debido a caprichos de la política, como cuando la habían sacado de su rutina de niña privilegiada para mandarla al campo. Otras veces como resultado de circunstancias geográficas -de chica campesina china a alumna de un internado en Connecticut-. Los trabajos y el dinero también habían afectado su atuendo: primero estudiante de derecho, después abogada en Phillips, MacKenzie amp; Stout. Últimamente, había tenido que cambiar de ropa para poder resolver determinado caso. Hu-lan no lo consideraba tanto un trabajo de agente secreto como confundirse con el paisaje para poder escuchar la auténtica voz de la gente.

Se quitó el vestido y se puso una sencilla blusa blanca de manga corta, muy suave por el uso y las lavadas, y unos pantalones que le cubrían por encima de los tobillos. Su-chee le tendió unos zapatos hechos en casa. Al ponérselos, Hu-lan pensó en la clase de vida que llevaba la gente de campo que los usaba. Sintió que abandonaba la actitud de seguridad y dominio de sí misma y se aposentaba en una mujer que había sobrevivido sólo por capricho de la naturaleza. Al cabo de unos minutos, con la ayuda de esas pocas prendas y de un cambio de comportamiento, Liu Hu-lan pasó de Princesa Roja a campesina.

– ¿Puedes indicarme el camino a la granja Bing?

– Ellos no saben nada -respondió Su-chee.

– Voy a ver a Tsai Bing -aclaró Hu-lan, y agregó-: Si quieres que me ocupe de esto, has de dejar que lo haga a mi manera. Por favor, confía en mí.

Tras una breve discusión, Su-chee accedió de mala gana.

– Una cosa más -dijo Hu-lan mientras salían de la casa para cruzar el campo-: no le digas a nadie quién soy.

– ¿Y si alguien se acuerda de ti?

Hu-lan meneó la cabeza.

– Ha pasado mucho tiempo. Tú eras una de las pocas del lugar que iban a la granja Tierra Roja a enseñarnos. Los que eran mayores probablemente estarán muertos. -Su-chee asintió-. Y la gente de nuestra edad, bueno, la mayoría volvió a la ciudad, ¿no? Además, veinticinco años es mucho tiempo. Muy pocos conservamos el mismo aspecto.

– Sí, pero puede haber gente que te recuerde por tu nombre: Liu Hu-lan, mártir de la Revolución.

– Quizá. En una época era un nombre popular, pero soy sólo una entre muchos de mi edad. Lo importante es que aunque la gente reconozca mi cara por alguna razón… -Pensó en las fotos del periódico, se enderezó y subrayó-: Nadie puede saber que trabajo para el ministerio. Nadie. ¿Comprendes?

Su-chee contempló a Hu-lan. ¿Se le habría ocurrido escribirle si no hubiera visto en el tablón de anuncios del pueblo esa foto de Hu-lan bailando con un vestido ceñido y tacones? En aquel momento, Su-chee no había oído ningún cotilleo y no mencionó que esa mujer decadente de la foto había vivido en la región. Como dijo Hu-lan, habían pasado muchos años y era una cara anónima de ciudad entre miles de caras anónimas de ciudad. Ahora, si la veían con ropa de Miao-shan nadie iba a pensar que era una pequinesa, y mucho menos una inspectora del Ministerio de Seguridad Pública. Era una campesina más. Su-chee asintió en silencio como respuesta a la pregunta de Hu-lan.

– ¿Y estás segura de que es esto lo que quieres? -preguntó poniéndole una mano en el brazo-. Porque si tienes dudas éste es el momento de desistir.

– Estoy segura.

– De acuerdo, pues. ¿Está muy lejos?

Su-chee señaló al otro lado del campo.

– Sigue otro li más y verás la casa.

Hu-lan avanzó unos pasos y se volvió.

– Quizá esté un tiempo fuera. Vuelve al trabajo y no te preocupes por mí. -Y echó a andar por el sendero.

Aún era temprano, alrededor de las ocho, pero el sol ya azotaba sin la tregua de una brisa. La tierra reverberaba por el calor y la humedad. Pronto empezaría a aclimatarse, pero de momento resistía lo mejor que podía. El sudor le corría por las piernas, pero no aflojó el paso. Ir más despacio sólo prolongaría la caminata bajo el sol; ir más deprisa sólo apresuraría la deshidratación.