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La pequeña granja de Su-chee estaba edificada según las viejas costumbres, basada en consideraciones prácticas y políticas. La casa daba al sur, hacia la tibieza del sol, de espaldas al norte, por donde siempre llegaban los invasores. Había un pequeño patio vallado, de tres metros por tres, que protegía el pozo. Por lo demás, esa porción de tierra apisonada, encerrada entre muros, carecía de cubos, macetas con plantas, una bicicleta y cualquier objeto que indicara una vida por encima del nivel de subsistencia. Ese costado de la casa tenía una puerta con ventanas abiertas a ambos lados. Las ventanas no tenían cristal, que para esa época del año estaba bien, pero era terrible en invierno, cuando Su-chee tenía que tapar la abertura con paja. Si se hubiera sentido especialmente próspera, habría cerrado la abertura con papel de periódico pegado con engrudo.

– ¡Ling Su-chee! -llamó Hu-lan-. ¡Ya estoy aquí! ¡Soy yo, Liu Hu-lan!

Hu-lan oyó un chillido dentro de la casa y acto seguido su propio nombre. Al punto una anciana salió por la puerta.

– Pensé que no vendrías -le dijo la anciana-, pero has venido.

– ¿Su-chee?

Al ver la duda en el rostro de Hu-lan, la mujer se acercó y la cogió del brazo.

– Soy yo, Su-chee, tu amiga. Ven, te prepararé un té. ¿Has comido?

Hu-lan pasó por el umbral, un peldaño alto para que no entrara el agua en la casa y, de no ser por la bombilla pelada que colgaba de una viga en el centro de la estancia, podría haber retrocedido cien y hasta mil años en el tiempo. Había dos kangs, unas camas hechas de plataformas de madera. De pronto recordó cómo le había impresionado al os doce años enterarse de que la gente, en lugar de dormir sobre unas camas blandas, lo hacía sobre esas plataformas.

Y cómo les dolían los huesos, a ella y a sus jóvenes camaradas, hasta que los campesinos les enseñaron a hacer jergones de paja. Ese mismo año, cuando llegaron los vientos gélidos del norte, los campesinos les enseñaron a hacer colchas de algodón crudo y a poner braseros de carbón debajo de las plataformas.

– Siéntate, Hu-lan. Debes de estar cansada.

Hu-lan se sentó sobre un taburete hecho con un cajón boca abajo. Echó una mirada alrededor. Había muy pocas cosas. Una mesa, unos cajones boca bajo, las dos camas. Un estante con dos copas, cuatro boles -dos grandes para fideos, dos pequeños para arroz-, tres platos y un bote viejo de salsa de soja con utensilios de cocina y palillos. A la derecha de la puerta había un pequeño armario donde Hu-lan supuso guardaba la ropa y las sábanas. Encima, Su-chee había puesto un sencillo altar con una barras de incienso, tres naranjas, un Buda toscamente labrado y dos fotos, del marido y de la hija.

Cuando hirvió el agua, Su-chee se sentó con Hu-lan a la mesa. Habían pasado demasiadas cosas en los últimos veinticinco años para que las dos mujeres fueran directamente al motivo de la presencia de Hu-lan. Tenían que volver a conectar, a establecer una relación, a recuperar la confianza que en una época las había unido como parientes cercanas. Sí, ya habría tiempo para hablar de Miao-shan, pero por el momento hablaban del viaje de Hu-lan, de los cambios que había visto en Taiyuan, de la vida de Pekín, del bebé que esperaba, de la cosecha de Su-chee de mijo, maíz y judías, de la falta de agua, del calor opresivo.

Hacía muchos años eran unas niñas muy unidas, pero desde entonces la vida las había llevado por derroteros muy diferentes. Salvo los dos años de la granja Tierra Roja, Hu-lan había tenido la vida protegida y privilegiada de una Princesa Roja, sin falta de comida ni de ropa. Su posición le había permitido también una gran libertad, no sólo para viajar por toda China, sino también a Estados Unidos. No tenía miedo al gobierno ni a la naturaleza. Todo esto se traslucía en la ropa que llevaba, en su piel suave y clara, en la actitud con que se sentaba en el cajón boca abajo- si hubiera visto a Su-chee por las calles de Pekín, la habría tomado por una mujer de sesenta o setenta años.

A medida que el crepúsculo se convertía en noche, Hu-lan empezó a ver a su vieja amiga de la infancia, oculta detrás de la cara de esa anciana.

A la luz oscilante de una lámpara de petróleo -la electricidad era demasiado cara para usarla a diario-, Hu-lan vio cómo una vida de trabajo agotador bajo un sol inclemente se había cobrado su precio. A los doce años, Su-chee era más fuerte y más robusta que Hu-lan. Pero Hu-lan había pasado el resto de su adolescencia en Estados Unidos, alimentándose correctamente, por lo que ahora le llevaba unos diez centímetros. Además, la espalda de Su-chee estaba tan encorvada que parecía jorobada, debido a años llevando agua con un palo sobre los hombros. Pero lo que más le dolía a Hu-lan era la cara de su amiga. De niña, Su-chee era muy guapa. Tenía una cara redondeada, llena de vida, de mejillas rosadas. Ahora estaba llena de arrugas y con manchas en la piel.

Claro que había tenido una vida mucho más plena que Hu-lan. Se había casado y tenido una hija, pese a que había perdido a ambos. Cuando Hu-lan la miraba a los ojos, tenía que bajar la vista. Debajo de las amables palabras, el sufrimiento de Su-chee era tan intenso que Hu-lan casi no podía imaginárselo. Para prepararse para los detalles que llegarían, Hu-lan cogió la mano de Su-chee.

– Creo que ha llegado el momento de que me hables de tu hija.

Su-chee habló hasta tarde. Recordó cada doloroso detalle del último día de Miao-shan. Su-chee acababa de guardar el buey en el establo cuando se encontró con su hija, que llegaba a casa para pasar el fin de semana, después de haber estado varias semanas en la fábrica Knight. Al ver llegar a su única hija por el sendero polvoriento, Su-chee supo que estaba embarazada. Miao-shan lo negó.

– Le dije que era una campesina, que había crecido en el campo. ¿Te crees que no sé cuándo un animal está en celo? ¿Te crees que no sé cuándo lleva una cría?

Miao-shan, ante estas verdades elementales, se había derrumbado y con lágrimas en los ojos -y esa exteriorización occidental de emociones tampoco había contribuido a apaciguar el miedo de su madre- había confesado todo.

En China había muchos dichos que hablaban de la castidad y de lo que pasaba cuando una no la protegía: “Cuida tu cuerpo como una pieza de jade”, o “Una equivocación puede llevar al arrepentimiento”. Pero Su-chee no creía en esas advertencias. Ella también había sido joven. Sabía lo que podía pasar en un momento de pasión.

– Le dije que no había error que no pudiera subsanarse. -Y continuó como si su hija estuviera allí en ese momento-. Puedes casarte con Tsai Bing el mes que viene. Sabes que hace mucho que te espera. Mañana iré a ver a la directora del Comité de Vecinos. Es una mujer vieja y lo comprenderá. A finales de esta semana te darán el permiso de boda. Quizá el permiso de alumbramiento sea un poco más difícil. Tsai Bing y tú sois jóvenes, y éste será vuestro único hijo. Pero no me preocupa. Hace mucho que conozco a esa directora entrometida. Si te pone problemas, contaré historias de cuando ella era joven, ¿eh? Así que no te preocupes. Yo me ocuparé de todo.

Pero sus propias palabras de consuelo no la habían calmado y, por la noche, se despertó muchas veces con un presentimiento que iba mucho más allá de la noticia del embarazo.

– A la mañana siguiente, Miao-shan estaba muerta y la policía no quiso escucharme cuando le dije que los hombres del pueblo se estaban haciendo ricos mandando mujeres y niñas a esa fábrica -continuó Su-chee-. Siempre y cuando saquen provecho, no les importa lo que pase. -Antes de que Hu-lan pudiera preguntar sobre este tema, Su-chee dijo con una voz cargada de remordimiento-: ¡Pero le di permiso para que fuera! ¡Y cuando vi que estaba contenta, la dejé quedarse! Le gustaba el trabajo y traía a casa casi todo el sueldo.

Con ese dinero, Su-chee había comprado más semillas y algunas herramientas nuevas. Pero sus preocupaciones volvían a surgir con cada visita a casa, que cada vez eran más infrecuentes, ya que su hija también empezaba a pasar los fines de semana en la fábrica. En un momento dado hablaba con toda dulzura, y al siguiente era pura acritud. Un día se hacía coletas, y al siguiente llegaba de la fábrica con ropa nueva y la cara cubierta de maquillaje. Hablaba de casarse y enseguida cambiaba de tema y manifestaba su deseo de irse a una gran ciudad, mucho más grande que Taiyuan o Datong.

Mientras Su-chee hablaba, Hu-lan se preguntó si no serían sólo los ingenuos sueños de una sencilla chica de campo. Ella, en su trabajo en el Ministerio de Seguridad Pública, tenía experiencias con personas de este tipo que se marchaban ilegalmente de sus pueblos y abarrotaban ciudades como Pekín o Shanghai buscando en vano una vida mejor, para acabar encontrando sólo amargura. A menudo, su inocencia las convertía en víctimas de criminales y mafias. Sin permiso de residencia ni unidades de trabajo en la ciudad, eran también objeto de detenciones y acoso por parte de la policía. ¿Acaso Miao-shan no era más que otra soñadora?

Y había partes de la historia de Su-chee que no tenían sentido. ¿De dónde sacaba el dinero su hija para comprarse ropa, sobre todo si le daba casi todo el suelo a su madre? ¿Y dónde entraba Tsai Bing? ¿Y qué era ese comentario sobre los hombres del pueblo? Si Hu-lan hubiera estado en Pekín y Su-chee hubiera sido una desconocida, no habría tenido reparos en preguntarle qué quería pero estaba en el campo y Su-chee era una amiga. Tenía que tratarla con suavidad.

– Me pregunto si Tsai Bing y Ling Miao-shan -se arriesgó- se amaban de verdad o era un matrimonio arreglado.

Su-chee respondió a su vez con una pregunta:

– ¿Quieres saber si seguimos una costumbre feudal? Los matrimonios arreglados van contra la ley.

– En China hay muchas leyes y eso no significa que se respeten todas.

– Es verdad -se permitió sonreír Su-chee-, y también es cierto que en el campo mucha gente aún prefiere los matrimonios arreglados. De esta forma consolidamos nuestras tierras y resolvemos las disputas. Últimamente tenemos más preocupaciones. La política de un solo hijo…

– Lo sé -la interrumpió Hu-lan-, demasiados abortos y demasiadas recién nacidas dadas en adopción. Y ahora no hay suficientes muchachas. Claro, las familias quieren asegurar que sus hijos tengan una esposa.

Su-chee asintió. Hu-lan vio a la luz dorada del quinqué que los ojos de Su-chee volvían a humedecerse.

– Tsai Bing, como vecino, siempre fue un buen partido para mi hija; pero tú sabes, Hu-lan, que yo personalmente me casé por amor.