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El camino de regreso a Pekín, dos años después, no había sido muy diferente. Ese viaje también había estado plagado de paradas para efectuar concentraciones y actos políticos. En lugar de llegar a Pekín al atardecer por el camino directo, también habían tardado dos días.

Hu-lan, esa vez, con catorce años y llena de esas pasiones salvajes, parte tan importante de la Revolución Cultural, había hecho el viaje en la segura y tranquila compañía del tío Zai. Mientras tanto, su padre estaba bajo arresto domiciliario en su Hutong, y la madre había caído desde el balcón de un primer piso y pasado los cuatro días que tardó Zai en traer a Hu-lan del campo tirada en el suelo, en la puerta de un edifico de oficinas. La gente de esa oficina había trabajado para el padre de Hu-lan durante años, todos conocían a Jin-li, pero les habían prohibido ayudarla. Cuando Zai y Hu-lan llegaron a Pekín, Jin-li había quedado lisiada y su mente destruida.

Cuanto más se acercaba a Taiyuan, la capital de la provincia de Shanxi, más le preocupaba volver a ese lugar donde se había derramado tanta sangre y se había sufrido tanto. Shanxi significaba “al este de las montañas” y toda la provincia era una meseta que daba a la fértil llanura de China septentrional. Era un territorio rico que desde siempre atraía a los invasores extranjeros. Antiguamente llegaban desde el norte. El primer gran obstáculo era la Gran Muralla; la segunda barrera, y las más espectacular, era Taiyuan. Esta ciudad había visto más violencia en los últimos dos milenios que ninguna otra de China. Esos siglos de sangrientos disturbios estaban marcados en el territorio de la provincia y en el alma de sus gentes.

El tren llegó a Taiyuan a las tres y media. Hu-lan salió a la calle, le hizo señas al típico taxi chino abollado y le pidió que la llevara a la parada del autocar que iba a Da shui. De joven había estado en Taiyuan sólo un par de veces, en las ocasiones en que su brigada de la granja Tierra Roja participaba en manifestaciones en las Pagodas Gemelas, unos templos dobles ubicados en la colina, símbolo de la ciudad. En aquellos tiempos había pocos automóviles y camiones, y por las calles se oía el tranquilo murmullo de las bicicletas que transportaban gente y mercancías. El aire, incluso en un día caluroso y húmedo como aquél, era limpio y se respiraba el perfume de los árboles en flor. La tierra fértil, incluso en medio de la ciudad, exudaba un aroma suave.

Habían pasado veinticinco años, y Taiyuan ya no era lo que Hu-lan se esperaba. El taxista iba dando tumbos por un tráfico endemoniado. No paraba de hacer sonar la bocina a pesar de que ella le pedía que no lo hiciera. Hu-lan bajó la ventanilla y le llegó una densa vaharada de gases de tubos de escape y chimeneas de fábricas.

Durante los últimos diez años, Taiyuan había sufrido otra clase de invasión. Las compañías estadounidenses, le explicó el taxista, habían instalado empresas conjuntas de minería en la periferia y de exportación en la ciudad. Los australianos criaban unos cerdos especiales, no tan gordos como los del país, pero aparentemente más sabrosos. Los neocelandeses habían llegado para criar ovejas para lana de alfombras. Los alemanes e italianos, mientras tanto, habían entrado en la industria pesada. Toda esta variedad de industrias había traído prosperidad a la ciudad. Por todas partes se veían edificios de oficinas en construcción y hoteles extranjeros. Pero hasta el momento, sin embargo, los extranjeros se alojaban en el Shanxi Grand Hotel.

– Viven aquí un año sí otro no -dijo el taxista-. Esos vips tienen agua caliente todos los días y todo el día, mientras que en el resto de la ciudad tenemos agua sólo unos días por semana -Y alardeó-: Yo entré una vez al Shanxi. Impresionante, pero si uno piensa en esos hoteles nuevos… -silbó admirativamente- el Shanxi Grand quedará en nada cuando los abran.

Cuando el taxista la dejó, averiguó que no había autobús a los pueblos del sur hasta dentro de una hora. Con su bolsa a cuestas, caminó calle abajo y pasó por delante de un bar atiborrado. Dos puertas más allá había otro, pero vacío. De haber querido comer, habría vuelto al primero, pero con se calor lo único que quería era un poco de sombra, de soledad, un lugar para pasar el rato y algo fresco para beber. La coca-cola estaba fresca, aunque no lo suficiente. A las cinco, la dueña del establecimiento se acercó a la mesa.

– ¡Hace demasiado que está sentada aquí! ¿Tiene que irse para dejar la mesa libre para los otros clientes!

Hu-lan miró alrededor. No había nadie.

– Soy una viajera.

– Sí, una pequinesa, ¿y qué? Yo soy la dueña de este negocio. Soy empresaria. Y usted está ocupando el sitio.

– Ya que es empresaria debería ser más amable con sus clientes -replicó Hu-lan.

– Si no le gusta, váyase a otra parte.

Hu-lan la miró asombrada. Esa mujer la estaba insultando de la misma forma que haría un dependiente de unos grandes almacenes de Pekín. La atención a los clientes se había vuelto tan mala en Pekín que el gobierno había lanzado una campaña de amabilidad y publicado una lista de cincuenta frases que no debían pronunciarse. O esa campaña no había llegado a la provincia de Shanxi o a la gente le daba igual.

Pero quizá esa campaña, como las anteriores, estaba destinada a fracasar independientemente de quién la organizara. Hu-lan aún se acordaba de cuando el gobierno había lanzado las campañas de los Cuatro Establecimientos y los Cinco Arreglos para combatir la falta de cortesía. En aquellos tiempos, la gente estaba acostumbrada a obedecer todos los decretos, pero a pesar de ello nadie hizo caso de esas órdenes. Las masas sostenían que servir a los clientes era burgués, pero Hu-lan siempre había visto la falta de modales de otra forma. Era difícil ser educado con los desconocidos si el gobierno igualmente pagaba el salario por muy grosero que uno fuera. Y ahora costaba mucho romper esa costumbre. Pero era evidente que los empresarios más exitosos de China eran aquellos que habían aprendido las ventajas de un buen servicio al cliente, seguramente por eso el primer bar estaba lleno y éste a punto de perder a su única clienta.

Hu-lan pagó la cuenta y se dirigió a la parada de autobús. Para entonces, el sol ya había pasado por encima de un edificio alto y proyectaba sombra sobre la acera. Hu-lan se sentó en el bordillo a esperar.

Cuando llegó el autobús estaba lleno hasta los topes de trabajadores que volvían a su casa, pero a pesar de todo Hu-lan y otros cinco pasajeros consiguieron entrar y quedarse apretujados en los escalones de la puerta trasera. Al principio el vehículo avanzaba despacio por las transitadas calles de la ciudad. Al cabo de veinte minutos y sólo tres kilómetros, llegaron al enorme puente que cruzaba el río Fen. Hu-lan no podía creer lo que veía. Veinte años atrás el Fen era un río enorme y caudaloso de setecientos metros de ancho. Pero ahora era apenas un arroyo serpenteante. Las enormes orillas que habían quedado estaban cubiertas de arbustos y vegetación ribereña en la que jugaban niños, familias hacían picnic y algunas personas remontaban cometas caseras.

Pero no fue ésa la mayor sorpresa. Unas manzanas más adelante, el autobús se detuvo en un peaje, el conductor pagó y entraron en una autopista de cuatro carriles. Lo que en una época había sido un viaje de continuas paradas acompañadas de bocinazos a los peatones y animales que llenaban la carretera, se hacía ahora muy deprisa. Al cabo de unos minutos pasaron por delante del templo Jinci, famoso por ser el mayor de la dinastía Song y por sus tres manantiales inagotables. Unos kilómetros más adelante, el autobús avanzó en medio de océanos de mijo y vastos campos de maíz y sorgo.

El autobús hizo algunas paradas breves en Xian Dian, Liu Jia Bu y Quing Shu antes de llegar al cruce de la aldea de Da Shui. Sólo Hu-lan descendió del vehículo y, cuando éste volvió a arrancar, intentó orientarse. Detrás tenía la autopista que llevaba a Taiyan. Delante, si la memoria no le fallaba, estaba la aldea de Chao Jia y la ciudad de Oing Yao. Y a unos cinco kilómetros carretera abajo, a su derecha, y eso sí que no lo olvidaría nunca, habían estado los dormitorios, los almacenes, los talleres de trabajo y las cocinas de la granja Tierra Roja. Los campos que la rodeaban también habían formado parte en otros tiempos de la comuna. Sin duda esas tierras habían sido redistribuidas en 1984, cuando el sistema de colectivizaciones se desmanteló y se distribuyeron de nuevo parcelas privadas a familias campesinas.

Eran casi las siete de la tarde. Da Shui estaba a unos tres kilómetros, pero no hacía falta que caminara tanto. Si las indicaciones de Su-chee eran correctas, Hu-lan tenía que andar alrededor de un li (quinientos metros) para llegar a la granja. No podía decirse que fuera una tarde fresca, pero el aire, en comparación con el del tren, el de Taiyuan y el del autobús, era límpido y puro. Echó a andar tomándose su tiempo para sentir el suave bombardeo del campo sobre sus sentidos. La humedad flotaba sobre el terreno creando una bruma clara y una película fina y suave sobre su piel. Acababan de irrigar uno de los campos y el olor de la tierra roja y la fragancia de las plantas resultaban embriagadores. No se oía ningún ruido de máquinas, sólo el sonido de sus pasos sobre la grava y el canto vespertino de las cigarras.

Al final, Hu-lan salió de la carretera y giró a la izquierda por un sendero en pendiente que discurría entre los campos. Ahora veía las cosas con un poco más de claridad. Los campos, que de lejos parecían vedes y exuberantes, no prosperaban, apenas resistían. Las hojas estaban raquíticas en el momento de apogeo de la cosecha. Si ésa era la situación sobre la tierra, seguramente sucedía lo mismo debajo, de modo que los tubérculos comestibles debían de ser diminutos y deformes. Qué extraño, pensó Hu-lan. El clima no era peor que en otras partes de China. El riego nunca había sido un problema porque toda la región era famosa por sus manantiales y pozos. El agua siempre había sido tan abundante que el pueblo rendía homenaje a ese hecho con su propio nombre: Da Shui significaba “gran agua”. Pero por lo que Hu-lan veía alrededor, esas plantas estaban muertas de sed.

Al ver que los siguientes dos campos estaban mucho más sanos, Hu-lan se sintió más optimista, pero fue un estado que le duró sólo hasta ver la casa de Su-chee. En los últimos tiempos, una de las formas de juzgar la prosperidad de una familia campesina era ver si la vieja casa de adobe había sido reemplazada por una de ladrillos. Desde el tren había visto muchas casas de ladrillos. Después, al ver los cambios en las calles de Taiyuan, había pensado que parte de la prosperidad de la ciudad era el reflejo de una prosperidad mayor en los campos de los alrededores, pero se había equivocado. Ahí estaba el primitivo interior, a sólo quinientos kilómetros de Pekín.