Изменить стиль страницы

«Jasper», dijo de forma hosca. Él cuidará del cachorro.

¿Qué nombre iba a ponerle?, su padre persistía. Él había tenido un perro de niño, se llamaba Frisk. Se rendirá, pensaba James, mientras veía cómo le cambiaba la cara, un cambio que recordaba de otras ocasiones. Ellas bajan la mirada, pensaba, miran las labores o cualquier otra cosa. Luego, de repente, la levantan. Hubo un destello azul, recordaba él, y entonces una, que se sentaba a su lado, se rió, se rindió, y él se enfadó mucho. Debió de haber sido su madre, pensaba, tejiendo en la silla baja, y su padre en pie, junto a ella. Comenzó a buscar en la infinita serie de impresiones que el tiempo había depositado en su cerebro: hoja tras hoja, pliegue sobre pliegue, delicada, incesantemente; entre aromas, sonidos (voces, ásperas, huecas, cariñosas), entre las luces que se movían, entre las escobas que barran, entre el ir y venir de la mar, advertía la presencia de un hombre que iba de un lado a otro, y de repente se quedaba inmóvil, erguido, junto a ellos. Mientras tanto, advirtió, Cam mojaba los dedos en el agua, y miraba fijamente la costa, y seguía callada. No, no se rendirá, pensó él; es diferente, pensaba. Muy bien, si Cam no quería contestar, no la molestaría más, decidió Mr. Ramsay, palpándose los bolsillos en busca de un libro. Pero ella sí que quería responder; deseaba, con pasión, poder derribar algún obstáculo que estorbaba su lengua, y quería poder decir: Ah, sí, Frisk. Lo llamaré Frisk. Incluso quería poder decir, ¿era ése el perro que se encontró en el camino después de haberlo perdido en el páramo? Pero, hiciera lo que hiciera, no se le ocurría decir nada parecido a eso; había decidido cumplir con lealtad el pacto, querría hacer llegar a su padre, sin que James lo advirtiera, una muestra privada del amor que sentía hacia él. Porque pensaba, mientras jugaba con el agua (el hijo de Macalister había cogido una caballa, y daba coletazos en el suelo, había sangre en las agallas), porque pensaba, mientras miraba a james, quien, a su vez, no apartaba la ecuánime mirada de la vela, o dirigía la vista fugazmente al horizonte, tú no estás expuesto a correr este riesgo, a esta intensidad y división de sentimientos, a esta tentación extraordinaria. Su padre se palpaba los bolsillos; un segundo más, y hallaría el libro. Porque nadie la atraía más; sus manos le parecían hermosas, y sus pies, y su voz, y sus palabras, y su prisa, y su genio, y sus rarezas, y su pasión, y lo de decir sin miramiento ante cualquiera lo de morimos a solas, y su lejanía. (Ya había abierto el libro.) Pero lo que no dejaba de ser intolerable, pensaba, sentada rígida, y viendo cómo el hijo de Macalister sacaba el anzuelo de las agallas de otro pez, era esa crasa y ciega tiranía suya que había envenenado su infancia, y había levantado amargas tempestades; de forma tal que incluso ahora se despertaba en medio de la noche, temblando de ira, y recordaba alguna orden de él, alguna insolencia: «Haz esto», «Haz aquello»; su autoridad: su «Obedéceme».

De forma que no dijo nada, sino que siguió mirando de forma terca y triste hacia la costa, envuelta en su manto de paz; como si la gente que hubiera en ella se hubiera dormido, pensaba; como si fueran libres como el humo; como si tuvieran la libertad de ir y venir como fantasmas. Allí no hay sufrimiento, pensó.