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Así que por fin se han ido, pensó, suspirando a la vez con alivio y decepción. Parecía haber regresado al momento la expresión de felicidad a su cara, como una zarza recién florecida. Se sentía curiosamente indecisa, como si una parte de ella fuera atraída hacia el polo exterior: era un día tranquilo, con algo de calina; el Faro parecía esta mañana hallarse a una gran distancia; el otro polo la fijaba al jardín con perseverancia, de forma irrevocable. Veía el lienzo como si hubiera venido flotando y se hubiera colocado blanco, sin concesiones, directamente ante ella, con su fría mirada en lugar de esta prisa e inquietud; tanta estupidez y desperdicio de emociones; la llamaba imperiosamente, y extendía por su mente en primer lugar la paz, mientras sus desordenadas sensaciones (le había dado pena que por fin se hubiera ido él, pero no le había dicho nada) se alejaran huyendo del campo; a continuación: el vacío. Se quedó con la mirada perdida en el lienzo, con su mirada blanca sin concesiones; después apartaba la miraba del lienzo, se quedaba mirando el jardín. Había algo (se quedó mirando fijamente con sus ojillos orientales, la cara llena de arrugas), algo que recordaba respecto de las relaciones de estas líneas que se cruzaban, que se cortaban entre sí, y también había algo en el volumen del seto con su verde concavidad de azules y castaños; algo que no se le había ido de la cabeza, que había anudado un lazo en su mente de forma que en momentos perdidos, involuntariamente, cuando caminaba por Brompton Road, o cuando se cepillaba el pelo, se hallaba a sí misma pintando este cuadro, mirándolo, y deshaciendo el lazo mentalmente. Pero era completamente diferente lo de imaginar las cosas alegremente lejos del lienzo, frente a la realidad de coger el pincel, y de dejar la primera huella.
Había cogido un pincel que no le convenía, por lo nerviosa que le había puesto la presencia de Mr. Ramsay; y el caballete, clavado en el suelo de cualquier forma, ofrecía un ángulo incorrecto; ahora que ya lo había puesto bien, y al hacerlo había sofocado todas las impertinencias e insignificancias que la distraían y le hacían recordar que era una persona de tal y tal forma, y que conocía a ciertas personas, movió la mano, levantó el pincel. Durante un momento se quedó temblando en un doloroso pero excitante éxtasis, detenida la mano en el aire. ¿Por dónde empezar?: éste era el problema; ¿en qué punto hacer la primera señal? La primera línea sobre el lienzo la comprometía a incontables riesgos, a decisiones con frecuencia irrevocables. Todo esto que parecía sencillo desde un punto de vista teórico, se convertía en algo muy complicado desde el punto de vista práctico; al igual que las olas ofrecerán un dibujo evidente a quien las contemple desde lo alto del acantilado, pero para el nadador que se mueva entre ellas serán valles profundos y crestas llenas de espuma. Pero había que correr el riesgo, hizo la primera mancha.
Qué sensación física tan curiosa, como si algo la impulsara a seguir y al mismo tiempo la retuviera, había dado la primera y decisiva pincelada. El pincel descendió. Destelló el color castaño sobre el blanco lienzo; dejó una mancha alargada. Hizo un segundo movimiento…, un tercero. Haciendo pausas, interrumpidas por destellos, logró un movimiento de baile, rítmico, como si las pausas fueran una parte del ritmo; y las pinceladas, la otra, y estuvieran todas relacionadas; y así, suave, delicadamente, haciendo pausas, pintando, llenó el lienzo de nerviosas líneas de color castaño que en cuanto se fijaban comprendían en su interior (notaba cómo tomaba forma para ella) todo un espacio. En el seno de una ola, veía cómo la siguiente se erguía cada vez más alta sobre ella. ¿Acaso había algo más formidable que este espacio? Aquí estaba de nuevo, pensaba, retrocediendo un paso para verlo, lejos de los cotilleos, de la vida, de la comunidad de las personas, ante este formidable y viejo enemigo de ella: esta otra cosa, esta verdad, esta realidad que de repente le ponía las manos encima, que se erguía con fuerza ante ella, tras las apariencias de las cosas, y exigía su atención. Medio a contrapelo, en contra de su voluntad. ¿Por qué siempre la arrastraba y tenía que obedecer? ¿Por qué no la dejaba en paz aquí en el jardín?, ¿por qué no le dejaba que hablara con Mr. Carmichael? Vaya si era una forma de relación exigente. Otros objetos de culto se quedaban contentos con el culto; hombres, mujeres, Dios, todos consentían que te postraras de rodillas; pero esta forma, aunque sólo reprodujera la imagen de una pantalla blanca de una lámpara sobre una mesa de mimbre, solicitaba un combate perpetuo, la retaba a una a la lucha, en la que una estaba destinada a perder. Siempre (así era ella, o así era su género, no lo sabía), antes de cambiar la fluidez de la vida por la concentración de la pintura, tenía unos minutos de desnudez, cuando parecía un alma nonata, un alma segregada del cuerpo, un alma que dudara sobre algún ventoso pináculo, y estuviera expuesta sin protección a todos los vientos de la duda. ¿Por qué lo hacía? Miraba el lienzo, tenuemente cubierto de líneas. Lo colgarían en las habitaciones del servicio. Lo enrollarían y lo meterían debajo de algún sofá. De qué servía hacerlo pues, si no hacía más que escuchar aquella voz que le decía que no sabían pintar, que no sabían crear; como si hubiera caído en una de esas rutinas mentales que tras un tiempo la experiencia forma sola, de manera que repite una las palabras sin saber muy bien quién las dijo por primera vez.
No saben pintar, no saben escribir, murmuraba de forma monótona, considerando con gran preocupación cuál debería ser el plan de ataque. Porque el volumen tomaba forma ante ella, se hacía visible, sentía la fuerza que ejercía contra sus globos oculares. Entonces, como si algún jugo necesario para la lubricación de sus facultades se hubiera segregado, comenzó de forma titubeante a coger los azules y ámbares, moviendo el pincel aquí y allí, pero ahora estaba más cargado, y se deslizaba más lentamente, como si hubiera adoptado un ritmo que le dictara a ella (no dejaba de mirar al seto, al lienzo) lo que veía, de forma que mientras la mano temblaba llena de vida, el ritmo era lo suficientemente fuerte para arrastrarla en su comente. A decir verdad, había perdido el conocimiento del mundo exterior. Y mientras perdía consciencia del mundo exterior, y se olvidaba de su nombre y personalidad y aspecto, y de si Mr. Carmichael estaba allí o no, su mente continuaba arrojando, desde lo más hondo, escenas, nombres, dichos, recuerdos e ideas, como una fuente cuyo surtidor se derramara sobre aquel deslumbrante e increíblemente difícil espacio en blanco, mientras lo modelaba con verdes y azules.
Era Charles Tansley quien solía decirlo, se acordaba, lo de que las mujeres no sabían pintar, no sabían escribir. Se le acercaba por detrás, mientras pintaba en este mismo lugar, y ahí se quedaba, cerca; y ella lo detestaba. «Tabaco de picadura -decía él-, a cinco peniques la onza», siempre estaba exhibiendo su pobreza, sus principios. (Pero la guerra le había arrancado el aguijón de su femineidad. Pobres diablos, pensaría cualquiera, pobres diablos de ambos sexos, en qué líos no se meterán.) Siempre llevaba un libro bajo el brazo: un libro de color púrpura. Él «trabajaba». Se sentaba, lo recordaba, y trabajaba a pleno sol. Durante la cena se sentaba en medio del paisaje. Y también estaba, ahora que pensaba en ello, la escena de la playa. Había que recordarlo. Era una mañana de viento. Se habían ido todos a la playa. Mrs. Ramsay estaba sentada junto a una piedra escribiendo cartas. Escribía sin pausa. «¡Ah! -había dicho, levantando la mirada hacia algo que flotaba en la mar-, ¿es una nasa para langostas?, ¿es una barca volcada?» Era tan miope que no veía nada, y Charles Tansley se portó todo lo bien que supo. Empezaron a hacer saltar piedras planas sobre el agua. Elegían piedrecillas negras planas, y las hacían saltar sobre las olas. De vez en cuando Mrs. Ramsay miraba por encima de las gafas, y se reía. No se acordaba de lo que decían, sólo la recordaba a ella y a Charles, que tiraba piedras, y que se había vuelto repentinamente amable, y recordaba que Mrs. Ramsay los miraba. Era muy consciente de aquello. Mrs. Ramsay, pensó, retrocediendo un paso y mirando atentamente. (Seguro que la composición era muy diferente cuando estaba sentada en el escalón con james. Debía de haber alguna sombra.) Mrs. Ramsay. Cuando pensaba en ella y en Charles Tansley tirando piedras al agua, y en toda aquella escena en la playa, todo parecía depender en cierta manera de Mrs. Ramsay, sentada bajo la piedra aquélla, con el cuaderno sobre las rodillas, escribiendo cartas. (Escribía cartas sin parar, y a veces el viento cogía alguna, y ella o Charles rescataban alguna página de la mar.) Pero ¡qué poder el del alma humana!, pensaba. Aquella mujer allí sentada, escribiendo junto a la piedra, hacía que todo adquiriera una repentina sencillez; hacía que aquellas iras, irritaciones, le parecieran cosa de nada; reunía esto y aquello y lo de más allá, y convertía toda esta tontería y desdén (las disputas y porfías de Charles y de ella habían sido necias, desdeñables) en algo -esta escena de la playa, por ejemplo, este momento de amistad y confraternización- que sobrevivía, tras todos estos años, íntegro; de forma que se zambullía en esto de nuevo para revivir los recuerdos de él, recuerdos que permanecían en su mente casi como una obra de arte.
«Como una obra de arte», se repitió, mientras miraba desde el lienzo hacia los escalones de la sala, y de nuevo al lienzo. Tenía que descansar unos momentos. Descansando, mirando de uno a otro, de forma inconcreta, la vieja pregunta que de forma perpetua atravesaba el cielo del alma, la pregunta inmensa, general, que fácilmente sabía hacerse concreta en momentos semejantes, cuando daba libertad a facultades que habían estado sometidas a tensiones, se quedaba sobre ella, hacía una pausa sobre ella, se oscurecía sobre ella. ¿Qué sentido tiene la vida? Eso era todo: una sencilla pregunta; que con los años tendía a hacerse más acuciante.
Nunca se había producido la gran revelación. La gran revelación quizá no llegaría nunca. En su lugar había pequeños milagros cotidianos, iluminaciones, cerillas que de repente iluminaban la oscuridad; y aquí había una. Esta, aquélla y la de más allá; ella y Charles en la ola que rompía; Mrs. Ramsay uniéndolos; Mrs. Ramsay diciendo: «Vida, deténte aquí»; Mrs. Ramsay convirtiendo el momento en algo permanente (al igual que en una esfera diferente Lily pretendía convertir otro momento también en algo permanente): esto participaba de la naturaleza de las revelaciones. En medio del caos había una forma; este eterno pasar y fluir (dirigió la mirada hacia las nubes que cruzaban el cielo, hacia las hojas que se movían al viento) quedaba fijo en alguna estabilidad. Vida, deténte aquí, había dicho Mrs. Ramsay. «¡Mrs. Ramsay! ¡Mrs. Ramsay!», se repetía. Esta revelación se la debía a ella.