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(De repente, tan de repente como cuando una estrella cruza el cielo, pareció encenderse una luz rojiza en su mente, ocultando a Paul Rayley, saliendo de él. Se elevaba como un fuego que ardiera al modo de una muestra de cualquier rito salvaje que se celebrara en alguna lejana playa. Escuchaba los ruidos y el crepitar. Toda la mar, en muchas millas a la redonda, parecía roja y dorada. Un olor de vino se mezclaba con esto, y la embriagaba, porque ahora sentía de nuevo el deseo irrefrenable de arrojarse por el acantilado, y de ahogarse mientras buscaba un broche perdido en la playa. El ruido y el crepitar la disgustaban y atemorizaban, y quería rechazarlos, como si mientras advirtiera su poder y esplendor, viera también cómo se alimentaban con los tesoros de la casa, con glotonería, de forma repugnante, y ella lo aborrecía. Pero como visión, como gloria, sobrepasaba todo lo que su experiencia conocía, y ardía año tras año, como un fuego que fuera un aviso en una isla desierta al borde de la mar, y una sólo tuviera que decir «enamorada» para que al momento, como sucedía ahora, se elevara de nuevo el fuego de Paul Disminuyó, y se dijo, riéndose: «Los Rayley», y que Paul iba a las cafeterías a jugar al ajedrez.)

Se había escapado por los pelos, pensaba. Se había quedado mirando el mantel, y se le había ocurrido que podía desplazar el árbol hacia el centro, y que no tenía por qué casarse, y se había sentido inmensamente feliz. Había pensado que ahora podía enfrentarse con Mrs. Ramsay: un tributo al inmenso poder que Mrs. Ramsay tenía sobre una. Haz esto, decía, y una lo hacía. Incluso su sombra junto a la ventana, con James, tenía gran autoridad. Recordaba cómo William Bankes se había quedado impresionado por qué poco interés había manifestado por la significación de la estampa de la madre y el hijo. ¿No admiraba esta belleza?, dijo. Pero William, lo recordaba, la había escuchado con sus ojos de niño inteligente, cuando le explicó que no se trataba de una irreverencia: cómo una luz en este lugar exigía que en este otro hubiera una sombra, etcétera. No quería subestimar un asunto sobre el que, estaban de acuerdo, Rafael había trabajado de forma divina. No pretendía ser cínica. Muy al contrario. Gracias a su mentalidad científica, lo comprendió: una prueba desinteresada de comprensión que la había complacido y consolado enormemente. Podía hablar una en serio con un hombre. A decir verdad, esta amistad había sido uno de los placeres de su vida. Amaba a William Bankes.

Fueron a Hampton Court, y siempre le dejaba, como un verdadero caballero, que lo era, todo el tiempo que quisiera para lavarse las manos, mientras él se paseaba a la orilla del río. Esto era característico de sus relaciones. Había muchas cosas que no decían. Luego paseaban por los patios, y admiraban, un verano tras otro, las hermosas dimensiones del edificio, y las flores, y él le contaba cosas, sobre la perspectiva, sobre la arquitectura, mientras caminaban; y se detenía él para contemplar un árbol, o la vista del lago, y a admirar a una niña (era su gran pena: no tener una hija) de forma vaga y distante, la propia de un hombre que se pasaba muchas horas en el laboratorio, y que, cuando salía, el mundo parecía aturdirlo, de forma que caminaban lentamente, levantaba la mano para hacer una visera, y hacía una pausa, con la cabeza hacia atrás, sencillamente para respirar. Y entonces le contaba que la mujer que lo atendía estaba de vacaciones, que tenía que comprar una alfombra nueva para la escalera. Quizá no le importaría acompañarlo a comprar una alfombra para la escalera. En una ocasión algo lo indujo a hablar de los Ramsay, y le contó que cuando vio a Mrs. Ramsay por primera vez llevaba un sombrero gris, no tendría más de diecinueve o veinte años. Era asombrosamente hermosa. Se quedó allí contemplando la alameda de Hampton Court, como si todavía pudiera verla entre los surtidores.

Ahora se quedó mirando el peldaño del salón. Veía, a través de los ojos de William, la sombra de una mujer, tranquila, callada, que miraba hacia abajo. Allí estaba sentada, meditando, reflexionando (iba de gris aquel día, pensaba Lily). Miraba hacia abajo. Nunca levantaba la mirada. Sí, pensaba Lily, mirando con atención, debo de haberla visto mirar así, pero no iba de gris, ni estaba tan tranquila, ni era tan joven, ni había tanta paz. La imagen aparecía con facilidad. Era asombrosamente hermosa, había dicho William. Pero la belleza no lo es todo. La belleza tenía sus inconvenientes: venía con demasiada facilidad, venía de forma demasiado completa. Detenía la vida: la congelaba. Deliberadamente olvidaba una las inquietudes menores: el sofoco, la palidez, alguna rara distorsión, alguna luz o alguna sombra, todo ello hacía la cara irreconocible durante unos instantes, sin embargo añadía algún rasgo que luego una siempre recordaba. Era más sencillo disimular todo, sin prestar demasiada atención a los detalles, bajo el manto de la belleza. Pero ¿qué aspecto tenía, se preguntaba Lily, cuando se ponía el sombrerito de caza, y cruzaba el jardín corriendo, o reñía a Kennedy, el jardinero? ¿Quién podría describirla? ¿Quién podría ayudarla?

En contra de su voluntad, tuvo que subir a la superficie, y se halló casi fuera de la pintura, mirando a Mr. Carmichael, un poco aturdida, como si las cosas fueran irreales. Estaba en la silla con las manos cruzadas sobre la panza, no leyendo, ni durmiendo, sino tomando el sol como una criatura ahíta de existencia. El libro había caído sobre la hierba.

Quería ir a donde él, y gritarle: «¡Mr. Carmichael!» Entonces él levantaría la mirada benévolo, con aquellos ojos verdes, distraídos y velados como por humo. Pero sólo se despierta a alguien cuando se sabe qué decirle. Ella no quería decir algo, quería decir todo. Esas palabras de nada que rompen el pensamiento y lo desmembran no dicen nada. «Sobre la vida, sobre la muerte; sobre Mrs. Ramsay.» No, pensaba, no puede decirse nada a nadie. La urgencia del momento era la equivocación. Las palabras, atravesadas, se acercaban cimbrando, y se quedaban siempre unas pulgadas por debajo del blanco. Entonces tenía que dejarlo, y volvía a olvidar la idea; y entonces una se volvía como todos los de edad madura: cauta, furtiva, poniendo ceño, siempre con miedos. Porque, ¿cómo pueden expresar las palabras las emociones del cuerpo?, ¿cómo expresar su vacío? (Miraba hacia los escalones del salón, parecían estar extraordinariamente vacíos.) Era la sensación del cuerpo de una, no de la mente. Las sensaciones físicas que acompañaban el vacío de los peldaños se habían convertido de repente en algo muy desagradable. El querer y no tener volvía rígido el cuerpo, lo vaciaba, lo sometía a tensiones. Porque querer y no tener -querer, querer-, ¡cómo le partía el corazón! ¡Ay, Mrs. Ramsay!, gritaba sin palabras a aquella presencia que se sentaba junto a la barca, a aquella abstracción que era ella, la mujer de gris, como si fuera a insultarla por haberse ido, y, tras haberse ido, regresara. Siempre le había parecido que esto de pensar en ella era algo sencillo. Fantasma, aire, nada, algo con lo que podías jugar fácilmente, sin problemas, a cualquier hora del día o de la noche, eso es lo que había sido; y de repente extendía la mano, y te partía el corazón. De repente los vacíos peldaños del salón, el bordado del sillón en el interior, el cachorro que daba traspiés en la terraza, todas las ondas y rumores del jardín se convertían en curvas y arabescos que florecían en torno al centro de un vacío absoluto.

«¿Qué significa esto? ¿Cómo lo explica?», eso quería preguntar, y de nuevo se volvió hacia Mr. Carmichael. Porque todo el mundo parecía haberse disuelto en esta hora del amanecer en un charco de pensamiento, en un profundo cuenco de la realidad, y casi podía una fantasear con la idea de que si Mr. Carmichael hubiera hablado, una lagrimita habría desgarrado la superficie del charco. ¿Y luego? Algo subiría a la superficie. Aparecería una mano, destellaría la hoja de un cuchillo. Era un disparate, por supuesto.

Le vino a la mente la curiosa idea de que, después de todo, quizá él sí que hubiera oído lo que ella no sabía decir. Era un anciano misterioso, con sus hebras rubias en la barba, con su poesía, con sus rompecabezas, serenamente surcando un mundo que había satisfecho todos sus deseos; ella pensaba que no tenía nada más que extender la mano hacia el jardín para asir cualquier cosa que necesitara. Miró el cuadro. Tal vez hubiera sido ésta su respuesta: cómo «tú» y «yo» y «ella» pasan y se desvanecen, nada permanece, todo cambia; pero no cambian las palabras, ni la pintura. Seguro que lo colgarán en algún ático, pensaba; lo enrollarán y lo guardarán tras algún sofá; no dejará de ser verdad, sin embargo, aunque la pintura sea ésta. Podría una decir, incluso de este trazo, aunque acaso no del cuadro, lo que valía era el empeño, que «permanecería para siempre»; iba a decir eso, o, como las palabras dichas le parecían incluso a ella misma demasiado pretenciosas, a insinuarlo, sin palabras, cuando, al mirar el cuadro, se quedó sorprendida al darse cuenta de que no lo veía. Tenía los ojos llenos de ese líquido caliente (no se le ocurrió pensar en las lágrimas al principio) que, sin perturbar la firmeza de sus labios, hacía que el aire fuera más denso, se deslizaba por sus mejillas. No había perdido los nervios, ¡claro que no!, de ninguna forma. Entonces, ¿lloraba por Mrs. Ramsay sin ser consciente de ninguna desdicha? Se dirigió una vez más al viejo Mr. Carmichael. ¿De qué se trataba? ¿Qué quería decir? ¿Es que las cosas podían alargar una mano y asirla a una?, ¿la hoja podía cortar?; ¿la mano, asir?, ¿no había seguridad?, ¿no había forma de aprenderse de memoria los hábitos del mundo?, ¿no había guía, ni refugio, sino que todo era milagro, y saltar desde lo alto de una torre al vacío?, ¿pudiera ser que, incluso para los ancianos, fuera esto la vida?: ¿sorprendente, inesperada, desconocida? Por un momento pensó en que si ambos, aquí, ahora, en este jardín, exigieran una explicación, que por qué era tan breve, tan inexplicable, y lo dijeran con violencia, como hablarían dos seres humanos plenamente desarrollados a quienes no se pudiera ocultar nada, entonces, la belleza aparecería al momento; el espacio se poblaría; los vacíos arabescos compondrían una forma concreta; si gritaran con suficiente energía, Mrs. Ramsay regresaría. «¡Mrs. Ramsay!», dijo en voz alta, «¡Mrs. Ramsay!». Las lágrimas rodaban por su cara.