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Sí, aquélla es la barca, concluyó Lily Briscoe, en el extremo del jardín. Era la barca con las velas de color gris rojizo, la que ahora vio enderezarse en el agua, y salir aprisa en medio de la bahía. Ahí está sentado, pensó, y sus hijos siguen callados. Ahí no podía alcanzarlo. Ahora le pesaba el cariño que no le había dado. Hacía difícil poder pintar.

Siempre había pensado que era un hombre difícil. Recordaba que nunca había podido alabarlo estando él presente. Eso hacía que sus relaciones fueran algo indefinido, sin el ingrediente del sexo, ese ingrediente que hacía tan elegantes, casi alegres, las que mantenía con Minta. Cortaba una flor, se la ofrecía, le dejaba libros. Pero ¿de verdad creía que Minta los leía? Los paseaba por el jardín, los llenaba de hojas para señalar por dónde iba.

Mientras miraba al anciano, sentía tentaciones de hacerle la pregunta: «¿Se acuerda, Mr. Carmichael?» Pero había bajado la visera del sombrero sobre la frente: estaba dormido, o estaba soñando, o estaba cazando palabras, pensó.

«¿Lo recuerda?», sintió tentaciones de preguntárselo al pasar junto a él, pensando de nuevo en Mrs. Ramsay en la playa; el barril que subía y bajaba, las páginas que se movían al viento. ¿Por qué había sobrevivido eso tras todos estos años, rotundo, luminoso, visible hasta el más menudo detalle, y, sin embargo, todo oscuro por delante, por detrás, durante millas y más millas?

«¿Es una barca?, ¿un corcho?», decía ella, se repetía para sí Lily, regresando, de mala gana, al lienzo. Loados sean los cielos, al menos le quedaba todavía el problema del espacio, pensaba, mientras cogía de nuevo el pincel. Rutilaba ante ella. Todo el volumen del cuadro gravitaba sobre ese punto. La superficie sería hermosa, deslumbrante, como plumas, evanescente, la mezcla de colores debía ser tan natural como la de las alas de la mariposa; pero bajo la superficie, el tejido debería estar trabado como con barras de hierro. Debería ser algo que pudiera estremecerse con un sencillo soplo; y, a la vez, algo que no pudiera mover ni un tiro de caballos. Comenzó a depositar un rojo, un gris, y comenzó a modelar su rumbo en el hueco. Y a la vez le parecía que estaba sentada junto a Mrs. Ramsay en la playa.

«¿Es una barca?, ¿un barril?», se preguntaba Mrs. Ramsay. Comenzó a buscar las gafas. Se quedó sentada, tras haberlas hallado, callada, mirando la mar. Lily, pintando metódicamente, sintió como si una puerta se hubiera abierto, y alguien entrara, y se quedara contemplando todo en silencio, como en una alta catedral, muy oscura, muy solemne. Había unos gritos que procedían de un mundo remoto. Los vapores se desvanecían bajo el humo en forma de columnas en el horizonte. Charles arrojaba piedras, y las hacía rebotar en el agua.

Mrs. Ramsay estaba sentada, callada. Lily pensaba que estaba contenta por descansar, al fin, sin tener que hablar, no tendría ganas de hablar; por poder alejarse un rato de la extrema oscuridad de las relaciones humanas. ¿Quién sabe lo que somos?, ¿lo que sentimos? ¿Quién sabría decir, incluso en los momentos de intimidad: Esto es el conocimiento? Es que, al decirlas, ¿no se deterioran las cosas?, podría haber preguntado Mrs. Ramsay. (Parecía haber sido tan frecuente, este silencio junto a ella.) ¿Es que no somos más expresivos así? El momento, por decirlo de alguna forma, parecía extraordinariamente fértil. Escarbó un hoyito en la arena, y lo cubrió, como si enterrara la perfección del momento. Era como una gota de plata, en la que mojar el pincel, para que iluminase la oscuridad el pasado.

Lily retrocedió un paso para colocar el lienzo, así, en perspectiva. Extraño camino este de la pintura. Iba una más y más allá, cada vez más lejos, hasta que al final parecía hallarse una en medio de una estrecha tabla, completamente sola, sobre la mar. Al mojar el pincel en el color azul, a la vez, lo hundía en aquel pasado. Ahora Mrs. Ramsay se levantaba, lo recordaba. Era hora de regresar a casa, era la hora del almuerzo. Y todos subieron juntos a casa, desde la playa, ella caminaba detrás de William Bankes, y Minta iba enfrente de ellos, con un agujero en la media. ¡Cómo parecía disfrutar exhibiendo se aquel agujerito sonrosado del talón! ¡Y cómo lo censuraba William Bankes, sin que, según sus recuerdos, hubiera dicho ni una palabra! Para él significaba eso la aniquilación de la feminidad: era la suciedad, el desorden, que los criados no hicieran las camas hasta el mediodía; en fin, todo lo que detestaba. Qué forma tenía de estremecerse y extender la mano como para protegerse de algún objeto desagradable; eso es lo que hacía ahora: extender la mano. Minta caminaba delante, probablemente Paul la esperara, y ambos se dirigirían al jardín.

Los Rayley, pensaba Lily Briscoe, mientras apretaba el tubo del color verde. Atesoraba las impresiones de los Rayley. Sus vidas se le aparecían como en una serie de escenas; una, en la escalera al atardecer. Paul ya había llegado, se había acostado pronto; Minta se retrasaba. Llegaba Minta, con una guirnalda, multicolor, deslumbrante, en tomo a las tres de la madrugada, se quedaba en la escalera. Paul salía en pijama, con un atizador, por si hubieran entrado ladrones. Minta comía un emparedado, en medio de la escalera, junto a una ventana, bajo la luz cadavérica de la madrugada, y en la alfombra había un agujero. Pero ¿qué es lo que decían? Se preguntaba Lily, como si, mirando, pudiera oír. Algo violento. Minta seguía comiendo el emparedado, desafiante, mientras él hablaba. Estaba indignado, decía palabras que dictaban los celos, la insultaba, en un susurro, como para no despertar a los niños, a los dos niños pequeños. Él estaba envejecido, tenía arrugas; ella deslumbraba, parecía no importarle nada. Porque las cosas, aproximadamente tras el primer año de matrimonio, habían comenzado a ir mal, el matrimonio había salido bastante mal.

¡Y esto, pensaba Lily, cogiendo la pintura verde con el pincel, esto de imaginar escenas en las que aparezcan ellos, es lo que decimos que es «conocer» a la gente, «pensar» en ellos, «quererlos»! Ni una sola palabra era cierta; se lo había inventado, pero sólo así podía presumir de conocerlos. Siguió avanzando por el estrecho pasadizo de su pintura, hacia el pasado.

En otra ocasión, Paul había dicho que «jugaba al ajedrez en las cafeterías». También había erigido toda una estructura imaginaria en torno a esa frase. Recordaba cómo, al decirla, lo había imaginado llamando a una criada, y que ésta le decía: «Mrs. Rayley ha salido, señor», y entonces él decidía que tampoco él volvería a casa. Lo veía sentado en un rincón de cualquier lugar lúgubre, donde el humo se pegara a los cojines de terciopelo, y la camarera te conociera, jugando al ajedrez con un hombrecillo que se dedicaba a vender té, y que vivía en Surbiton, y eso era todo lo que Paul sabía de él. Luego iba a casa, y Minta no estaba, y luego estaba la escena de la escalera, cuando iba con el atizador, por si hubiera ladrones (y sin duda para asustarla a ella de paso), y decía aquellas cosas tan amargas, y lo de que le había destrozado la vida. En todo caso, cuando fue a visitarlos en la casita de campo cerca de Rickmansworth, las cosas estaban ya muy mal. Paul la llevó al jardín para que viera los conejos que criaba, y Minta los siguió, cantando, y le pasó el brazo desnudo por los hombros, no fuera a contarle a ella algo.

A Minta la aburran los conejos, pensaba Lily. Pero Minta nunca hacía confidencias. Ella nunca habría contado cosas como la de jugar al ajedrez en cafeterías. Era demasiado reservada, circunspecta. Pero, siguiendo con su historia: ahora estaban atravesando una etapa peligrosa. Había pasado parte del verano anterior en casa de ellos, y el automóvil había tenido una avería, y Minta le pasaba las herramientas. Él se sentó en la carretera para reparar la avería, y la forma en que ella le acercaba las herramientas -profesional, directa, amistosa- demostraba que ahora las cosas estaban bien. Ya no estaban «enamorados», no, él tenía ahora a otra mujer, una mujer seria, con el pelo recogido en una trenza, y con un maletín (Minta la había descrito con gratitud, casi con admiración), que asistía a las reuniones políticas, y que compartía las opiniones de Paul (cada vez se hacían más y más inflexibles) acerca de los impuestos sobre las tierras y sobre la nacionalización. Lejos de romper el matrimonio, esta alianza lo había reforzado. Eran excelentes amigos, evidentemente, como lo demostraba que él estuviera sentado en la carretera, y que ella le acercara las herramientas.

De forma que ésta era la historia de los Rayley, Lily se sonrió. Se imaginaba a sí misma contándoselo a Mrs. Ramsay, que estaría deseosa de saber cómo les había ido a los Rayley. Se habría sentido triunfante, al contarle a Mrs. Ramsay que el matrimonio no había salido bien.

Pero los muertos, pensaba Lily, hallando algún obstáculo en el dibujo que le hizo detenerse y reflexionar, retrocediendo más o menos un paso, ¡ay de los muertos!, murmuró, se apiadaba una de ellos, los dejaba a un lado, incluso podía permitirse una cierto grado de desprecio. Están a nuestra merced. Mrs. Ramsay se ha desvanecido, se ha ido, pensaba. Podemos desatender sus deseos, mejorar sus limitadas ideas, pasadas de moda. Se aleja cada vez más de nosotros. Como burla, le parecía estar viéndola al fondo del pasillo de los años diciendo, eso sí que era incongruente: ¡Cásate, cásate! (sentada, muy erguida, al amanecer, y los pájaros que comenzaban a trinar en el jardín). Habría que decirle: No se ha cumplido ni uno solo de sus deseos. Son felices así, soy feliz así. La vida ha cambiado por completo. Ante eso, todo su ser, incluida su belleza, se convirtió repentinamente en polvo, en algo envejecido. Durante un momento, Lily, allí en pie, con el calor del sol en la espalda, resumiendo la biografía de los Rayley, vencía a Mrs. Ramsay, quien nunca llegó a saber que Paul se iba a las cafeterías, que mantenía una querida; m que Paul se sentaba en el suelo, y Minta le acercaba las herramientas; ni que ella estaba en este lugar pintando, y que no se había casado, ni siquiera con William Bankes.

Mrs. Ramsay lo había planeado todo. Quizá, si hubiera vivido más tiempo, habría logrado lo que se proponía. Ya había sido él aquel verano «el más amable». «El científico más importante de hoy, dice mi marido.» También era «el pobre William…, me siento tan desdichada cuando voy a su casa, cuando veo que no tiene nada bonito, me da tanta pena que nadie le cuide las flores». Los enviaba a pasear juntos, y le decía, con aquel leve y fino toque irónico que hacía que Mrs. Ramsay se le escurriera a una entre los dedos, que ella tenía una mente científica, que le gustaban las flores, que era muy exacta. ¿Qué manía era esta de que todos se casaran? Lily retrocedía o avanzaba ante el caballete.