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– Estos chicos son una desgracia -dijo, con un suspiro. Él dijo algo acerca de que la puntualidad es una de esas virtudes menores que sólo se adquieren cuando uno ya no es niño.

– Si se adquiere -dijo Mrs. Ramsay con el único fin de rellenar un vacío, pensando en que Lily estaba convirtiéndose en una solterona. Consciente de su traición, consciente del deseo de ella de hablar de algo más íntimo, pero sin ganas de hacerlo, se le representaron todas las cosas desagradables de la vida: estar allí sentada, esperando. Quizá los demás estuvieran contando algo interesante, ¿de qué hablaban?

Que la temporada de pesca había sido mala, que los hombres emigraban. Hablaban de salarios y del paro. El joven insultaba al Gobierno. William Bankes, pensando en lo satisfactorio que era poder dedicarse a algo semejante cuando la vida íntima era desagradable, le oyó decir que se trataba de «uno de los decretos más escandalosos de este Gobierno». Lily escuchaba, Mrs. Ramsay escuchaba, todos escuchaban. Pero, ya aburrida, Lily pensaba en que había algo de lo que carecían esas palabras; Mrs. Bankes pensaba en que faltaba algo. Mientras se recogía el chal, Mrs. Ramsay pensaba en que faltaba algo. Todos ellos, escuchando atentamente, pensaban: «a los cielos pido que no tenga que dar mi verdadera opinión sobre esto»; porque todos pensaban: «Los demás se sienten igual. Están irritados e indignados con el Gobierno por lo de los pescadores, pero, yo, en el fondo, no siento nada acerca de ello.» Pero quizá, pensaba Mr. Bankes, mirando a Mr. Tansley, sea éste el hombre. Siempre se esperaba al hombre. Había siempre una oportunidad. En cualquier momento podía aparecer un nuevo dirigente; un hombre genial, porque la política no dejaba de ser como las demás actividades. Probablemente a nosotros, los anticuados, nos parecerá desagradable, pensaba Mr. Bankes, intentando ser comprensivo; porque sabía, a través de una curiosa sensación física, como si se le encresparan los nervios de la columna vertebral, que era parte interesada, en cierta medida, porque tenía celos; en parte, más probablemente, por su trabajo, por sus opiniones, por su ciencia; y por lo tanto no era persona muy receptiva, porque Mr. Tansley parecía decir: Han desperdiciado ustedes sus vidas. Están equivocados todos ustedes. Pobres viejos caducos, se han quedado ustedes en el pasado. Parecía demasiado poseído, este joven; y no tenía modales. Pero Mr. Bankes se vio obligado a reconocer que tenía valor, tenía talento, manejaba los datos con aplomo. Quizá, pensaba Mr. Bankes, mientras Mr. Tansley insultaba al Gobierno, haya mucho de cierto en lo que dice.

– Veamos… -decía. Seguían hablando de política, y Lily miraba la hoja del mantel; Mrs. Ramsay, dejando la discusión en manos de los dos hombres, se preguntaba por qué le aburría tanto esta conversación, y deseaba que dijera algo su marido, a quien veía en el otro extremo de la mesa. Una sola palabra, se decía. Porque con una sola cosa que dijera eso sería bastante. No se andaba con rodeos. Le preocupaban los pescadores y sus salarios. Perdía el sueño pensando en ellos. Todo era diferente cuando hablaba, cuando hablaba no había que pensar en suplicar que no se viera lo poco que le importaba a uno, porque sí que le importaba. Entonces, al darse cuenta de que era porque lo admiraba tanto, y que por eso esperaba que hablase, se sintió como si alguien hubiera estaba elogiando a su marido y su matrimonio, y se puso roja, sin darse cuenta de que había sido ella misma quien lo había alabado. Dirigió la mirada hacia él, esperando encontrar todo esto reflejado en su cara, que tendría un aspecto radiante… Pero, ¡nada de eso! Tenía la cara deformada por una mueca, tenía gesto de irritación, tenía el ceño fruncido, estaba rojo de cólera. ¿Qué demonios pasaba? ¿Qué podía haber pasado? Que el pobre Augustus había pedido otro plato de sopa… eso era todo. Era algo inimaginable, era una desdicha (se lo hizo saber mediante señas desde el otro extremo de la mesa) que Augustus se atreviera a comer otro plato de sopa. Le disgustaba profundamente que la gente siquiera comiendo cuando él había terminado. Veía cómo la ira le brotaba en los ojos, como si fuera una jauría de perros; se veía en su ceño; y pensaba que de un momento a otro iba a estallar con gran violencia, pero, ¡gracias a Dios!, le vio tirar de las riendas, y frenarse a sí mismo, y todo su cuerpo pareció desprender chispas, aunque no dijera una palabra. Se quedó sentado, muy enfadado. No había dicho nada, sólo quería que ella se diera cuenta. ¡Por lo menos había sabido controlarse! Pero, después de todo, ¿por qué el pobre Augustus no podía pedir otro plato de sopa? Se había limitado a tocarle el brazo a Ellen, y a decirle:

– Ellen, por favor, otro plato de sopa -y entonces Mr. Ramsay se había enfadado.

Pero ¿por qué no?, se preguntaba Mrs. Ramsay. Si quería, ¿por qué no darle otro plato de sopa a Augustus. Odiaba a los que se revolcaban en la comida, Mr. Ramsay la miraba azorado. Detestaba que las cosas se prolongasen durante horas. Pero se había controlado, Mr. Ramsay quería que lo advirtiese, aunque el espectáculo había sido repugnante. Pero ¿por qué demostrarlo de forma evidente?, se preguntaba Mrs. Ramsay (se miraban desde los extremos de la larga mesa, y se enviaban estas preguntas y respuestas; ambos sabían exactamente lo que pensaba el otro). Todos podían haberse dado cuenta, pensaba Mrs. Ramsay. Rose se había quedado mirando a su padre, Roger se había quedado mirando a su padre; ambos comenzarían a reírse de forma incontrolada de un momento a otro; se daba cuenta, y dijo al momento (la verdad es que ya era hora):

– Encended las velas -al momento se levantaron de un salto, y empezaron a rebuscar en el aparador.

¿Por qué no sabía disimular sus emociones?, se preguntaba Mrs. Ramsay, y se preguntaba también si Augustus se habría dado cuenta. Quizá sí, quizá no. No pudo evitar sentir respeto hacia la compostura con la que estaba sentado, bebiendo la sopa. Si quería sopa, la pedía. Si se reían de él, o se enfadaban por su culpa, le daba igual. A él no le gustaba ella, lo sabía; pero en parte por ese motivo, la respetaba; y al verlo beber la sopa, grande y tranquilo, en la penumbra, monumental, contemplativo, se preguntaba cuáles serían los sentimientos de él, y por qué estaba siempre contento y tenía un aspecto tan digno; y pensó en cuánto quería a Andrew, a quien llamaba a su habitación, y, según decía Andrew, «le enseñaba cosas». Se quedaba todo el día en el jardín, presumiblemente pensando en su poesía, hasta que terminaba por recordarle a una a un gato que estuviera acechando a los pájaros, y luego daba palmas con las zarpas, cuando había dado con la palabra que le faltaba, y su mando decía: «El bueno de Augustus es un poeta de verdad», lo cual en boca de su marido era un gran elogio.

Hubo que poner ocho velas sobre la mesa, y tras la primera vacilación, la llama se irguió, y sacó a la luz toda la mesa, en medio había una fuente de color amarillo y púrpura. Mrs. Ramsay se preguntaba qué había hecho con ella Rose, porque las uvas y peras, las pieles de color rosa, con sus picos, los plátanos, todo le hacía pensar en un trofeo arrebatado al fondo del mar, en el banquete de Neptuno, en el racimo que le cuelga a Baco del hombro (en algún cuadro), entre pieles de leopardo, la procesión de antorchas rojas y doradas… Así, bajo la repentina luz, parecía poseer gran tamaño y profundidad, era un mundo al que podía llevar una su propio cayado, y comenzar a ascender por los montes, pensaba, y bajar a los valles, y con placer (porque los unió fugazmente) veía que también Augustus disfrutaba de la fuente de fruta con los ojos, se zambullía, cortaba una flor aquí, cortaba un esqueje más allá, y regresaba, tras el festín, a su colmena. Era su forma de mirar, diferente de la de ella. Pero el mirar juntos los unía.

Ya estaban encendidas las velas, y las caras a ambos lados de la mesa parecían estar más juntas por efecto de la luz, y formaban, como no lo habían hecho en la luz del anochecer, un grupo reunido en torno a una mesa, porque la noche había sido excluida por los cristales, que, lejos de dar una imagen correcta del mundo exterior, lo mostraba como si estuviera haciendo ondas, de una forma que aquí, en el interior de la habitación, parecía estar el orden y la tierra firme; pero afuera había un reflejo en el que las cosas temblaban y desaparecían, se hacían agua.

Hubo un cambio que afectó a todos, como si esto hubiera sucedido de verdad, y todos fueran conscientes de ser un grupo en medio del vacío, en una isla; como si los uniera la causa común contra la fluidez del exterior. Mrs. Ramsay, que había estado inquieta, y había esperado con impaciencia a que vinieran Paul y Minta; y que se había sentido impotente para arreglar las cosas, veía ahora que la ansiedad se había trocado en espera. Porque tenían que llegar; y Lily Briscoe, intentando analizar la causa de esta alegría repentina, lo comparaba con aquel otro momento en el campo de tenis, cuando lo sólido de repente se había desvanecido, y se habían interpuesto entre ellos vastos espacios; y ese mismo efecto lo habían obtenido las velas en la habitación, algo escasa de muebles, y las ventanas sin cortinas, y el aspecto como de máscaras de las caras bajo la luz de las velas. Se les había quitado un peso de encima; puede pasar cualquier cosa, pensó. Tienen que venir ya, pensó Mrs. Ramsay mirando hacia la puerta, y en aquel momento, Minta Doyle, Paul Rauley y una doncella con una fuente, entraron a la vez. Llegaban tarde, llegaban muy tarde, dijo Minta, al dirigirse hacia los extremos opuestos de la mesa.

– He perdido el broche… el broche de mi abuela -dijo Minta con un tono de lamento en la voz, y con lágrimas en sus grandes ojos castaños, mientras bajaba la mirada, y volvía a mirar hacia arriba, junto a Mr. Ramsay, quien sintió que se despertaban sus sentimientos caballerescos, y quiso tomarle el pelo.

¿Cómo podía ser tan boba?, le preguntó, cómo se le había ocurrido eso de ir a saltar por las piedras con las joyas puestas.

A ella en cierta forma la aterrorizaba: le daba miedo su inteligencia; la primera noche de su llegada, se había sentado junto a él, estuvieron hablando de George Eliot, se quedó asustada, porque el tercer volumen de Middlemarch se le había quedado en el tren, y nunca supo cómo acababa la novela; pero después se llevaron muy bien, a ella hasta le gustaba parecer más ignorante de lo que era, porque a él le gustaba llamarla boba. Esta noche, aunque se reía de ella sin rodeos, no le daba miedo. Además, en cuanto entró en la habitación, supo que había ocurrido un milagro; llevaba un halo dorado; a veces lo llevaba; otras, no. No sabía por qué aparecía, o por qué no, o si lo llevaba antes de entrar en la habitación, lo que sí sabía es que se daba cuenta por la forma en que la miraban los hombres. Sí, esta noche lo llevaba, y muy visible; lo sabía por la forma en que Mr. Ramsay le había dicho que no fuera boba. Se sentó a su lado, sonriendo.