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Bien, entonces Nancy sí que se había ido con ellos, pensó Mrs. Ramsay, preguntándose, mientras dejaba el cepillo, cogía el peine, y decía, «Adelante», al oír que llamaban a la puerta (entraron Jasper y Rose), si el hecho de que Nancy también hubiera ido hacía más probable o menos probable que hubiera sucedido algo; era menos probable; en cierta forma, una forma muy irracional; Mrs. Ramsay había llegado a esa conclusión; además, seguro que no era nada probable que hubiera habido un holocausto de esa magnitud. No podían haberse ahogado todos a la vez. De nuevo se sintió sola ante su eterna antagonista: la vida.

Jasper y Rose dijeron que Mildred quería saber si tenía que esperar para servir la cena.

– Ni por la Reina de Inglaterra -dijo Mrs. Ramsay con vehemencia-. Ni por la emperatriz de Méjico -añadió, riéndose de Jasper, porque Jasper compartía ese defecto de su madre: la tendencia a la exageración.

Si Rose quería, dijo, mientras Jasper llevaba el recado, podía elegirle las joyas.

Cuando invita una a quince personas a cenar, no se les puede hacer esperar de forma indefinida. Empezaba a sentirse molesta por la tardanza; demostraba muy poca consideración por parte de ellos, y además de estar preocupada por ellos le molestaba que fuera precisamente esta noche cuando llegaran tarde, porque deseaba que la cena de esta noche fuera especialmente agradable, porque había conseguido que William Bankes aceptara por fin una invitación a cenar con ellos, e iban a comer la obra maestra de Mildred, Bœuf en Daube. Todo dependía de que las cosas se hicieran en su justo punto. El buey, el laurel, el vino: todo tenía que echarse en el momento preciso. No se podía esperar. Y era esta noche, con todas las noches que había en el año, la que habían elegido para salir, para volver tarde, y había que sacar las cosas, mantener caliente la comida; el Bœuf en Daube se estropearía.

Jasper le ofreció un collar de ópalos; Rose, uno de oro,;cuál le iría mejor al vestido negro?,;cuál?, dijo Mrs. Ramsay mirando distraída hacia el cuello y hombros (pero evitando la cara) en el espejo. Entonces, mientras los niños enredaban con sus cosas, vio por la ventana una cosa que siempre le divertía: unos grajos tomando la decisión de en qué árbol posarse. Parecían cambiar de intención sin cesar, se elevaban de nuevo, porque, según creía, el grajo más viejo, el grajo padre, José lo llamaba, era un ave de carácter muy difícil y exigente. Era un pájaro viejo y de mala reputación, tenía medio peladas las alas. Era como un anciano caballero con sombrero de copa a quien solía ver tocar la flauta a la puerta de un bar.

«¡Mirad!», decía riéndose. Se peleaban de verdad. María y José peleaban. Echaban a volar de nuevo, barrían el cielo con las negras alas, dibujaban exquisitas formas de cimitarra en el aire. Las alas al moverse, moverse, moverse -nunca había podido describirlo de forma satisfactoria-, eran una de las cosas más maravillosas para ella. Mira, le dijo a Rose, esperando que Rose lo viera con más claridad que ella misma. Porque los hijos a veces mejoraban las percepciones de una. Pero ¿cuál? Habían sacado todas las bandejas del estuche. El collar de oro, italiano, o el collar de ópalos, que le había traído el tío James desde la India, o ¿no serían mejor las amatistas?

– Elegid, elegid -dijo, confiando en que se dieran prisa.

Pero les dejó que se tomaran todo el tiempo necesario: en particular dejaba que Rose cogiera una cosa y luego otra, y que presentara las joyas contra el vestido negro, porque esta pequeña ceremonia de la elección de las joyas, que se repetía todas las noches, era lo que más le gustaba a Rose, y ella lo sabía. Tenía alguna razón secreta para atribuir gran importancia al hecho de elegir lo que su madre iba a ponerse. Cuál era esa razón, se preguntaba Mrs. Ramsay, mientras se quedaba quieta y dejaba que le abrochara el collar que hubiera elegido, intentando adivinar, en su propio pasado, alguna sensación incomunicable, oculta e íntima, que, a la edad de Rose, pudiera tener una hacia su propia madre. Como todos los sentimientos que tenía hacia sí misma, pensaba Mrs. Ramsay, la entristecía. Era tan inadecuado lo que una podía devolver; y lo que sentía Rose guardaba tan poca relación con lo que ella era realmente. Rose tenía que crecer, Rose tenía que sufrir, pensaba, con esa sensibilidad tan vehemente que tenía; decía que ya estaba preparada, que tenían que bajar, y Jasper, como era el caballero, tenía que ofrecerle el brazo; Rose, como era la dama de honor, tenía que llevar su pañuelo (le dio el pañuelo); ¿qué más?, ah, sí, podía hacer frío: un chal. Escógeme un chal, le dijo, porque seguro que a Rose, que estaba destinada a sufrir tanto, le gustaba. «Vaya -dijo, mirando por la ventana del rellano-, ya están otra vez.» José se había posado en una copa de árbol diferente. «¿Es que te piensas que no les importa -dijo a Jasper- que les rompan las alas?» ¿Por qué querría disparar contra los buenos de José y María? Remoloneó en las escaleras, se sintió censurado, pero no mucho, porque ella no sabía lo divertido que era disparar a los pájaros; no sentían nada; y al ser su madre vivía en otra esfera, pero le gustaban los cuentos de José y María. Se reía con ellos. Aunque, ¿cómo estaba tan segura de que se trataba de María y José? ¿Creía que eran los mismos pájaros los que se posaban en los mismos árboles todas las noches?, preguntó. Pero entonces, bruscamente, como todos los adultos, dejó de hacerle caso. Escuchaba unos rumores que provenían del recibidor.

«¡Ya han vuelto!», exclamó, y al momento siguiente se sintió más enfadada con ellos que aliviada. A continuación se preguntó, ¿habría pasado? Si bajaba, se lo dirían… pero, no. No podrían decirle nada, con tanta gente alrededor. Así que tenía que bajar, y empezar con lo de la cena, y esperar. Descendió, cruzó el recibidor, como una reina que, al hallar a sus súbditos reunidos en la sala, los mirara desde lo alto, y aceptara su homenaje en silencio, y aceptara su fidelidad y sus genuflexiones (Paul no movió ni un músculo, pero se quedó con la mirada fija hacia delante), siguió andando, hizo una leve inclinación con la cabeza, mientras aceptaba lo que no podían expresar: el homenaje a su belleza.

Pero se detuvo. Olía a quemado. ¿Sería posible que hubieran dejado que se hiciera demasiado el Bœuf en Daube? se preguntaba. ¡A Dios rogaba que no! El gran clamor del gong anunció con solemnidad, con autoridad, a quienes se hallaban lejos, en al ático, en los dormitorios, en sus escondites, leyendo, escribiendo, peinándose apresuradamente, o abrochándose los vestidos, que tenían que dejar de hacer lo que estuvieran haciendo; y tenían que dejar las cosas de los lavabos, de los tocadores; y tenían que dejar las novelas sobre las camas; y los diarios, tan personales; y tenían que reunirse en el comedor para la cena.