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17

Pero ¿qué he hecho de mi vida?, pensaba Mrs. Ramsay, mientras se dirigía a su lugar en la cabecera de la mesa, y se quedaba mirando los platos, que dibujaban círculos blancos sobre el mantel.

– William, siéntese junto a mí -dijo-; Lily -dijo con algo de impaciencia-, allí.

Ellos tenían eso -Paul Rayley y Minta Doyle-; ella, sólo esto: una mesa de longitud infinita, platos y cuchillos. En el extremo opuesto estaba su marido, sentado, postrado, con el ceño fruncido. ¿Por qué? No lo sabía. No le importaba. No comprendía cómo era posible que hubiera sentido ningún afecto o cariño hacia él. Tenía la sensación, mientras servía la sopa, de estar más allá de todo, de haber pasado por todo, de haberse librado de todo; como si hubiera un remolino, allí, respecto del cual pudiera una estar dentro o fuera, y le parecía como si ella estuviera fuera. Todo termina, pensaba, mientras se acercaban todos, uno tras otro, Charles Tansley -«siéntese ahí, por favor»-, le dijo a Augustus Carmichael que se sentara y se sentó. Mientras tanto, esperaba, de forma pasiva, a que alguien le respondiera, a que sucediera algo. Pero no se trata de decir algo, pensó, mientras metía el cazo en la sopera, no es eso lo que se hace.

Al levantar las cejas, ante la contradicción -una cosa era lo que pensaba; otra, lo que hacía-, al sacar el cazo de la sopa, advirtió, cada vez con más intensidad, que estaba fuera del remolino; como si hubiera descendido una sombra, y, al quitar el color a todo, viera ahora las cosas como eran. La habitación (la recorrió con la mirada) era una habitación destartalada. No había nada que fuera hermoso. Se abstuvo de mirar a Mr. Tansley. Nada parecía armonizar. Todos estaban separados. Todo el esfuerzo de unir, de hacer armonizar todo, de crear descansaba en ella. De nuevo constató, sin hostilidad, era un hecho, la esterilidad de los hombres; lo que no hiciera ella no lo haría nadie; de suerte que, si se diera a sí misma una pequeña sacudida, como la que se da a un reloj de pulsera que hubiera dejado de funcionar, el viejo pulso de siempre comenzaría a latir de nuevo; el reloj comienza de nuevo a funcionar: un, dos, tres; un, dos, tres. Etcétera, etcétera, se repitió, prestando atención, cuidando y abrigando el todavía tenue latido, al igual que se protege una débil llamita con un periódico que la resguarde. De forma que, al final se dirigió a William Bankes con un gesto mudo, ¡el pobre!, no tenía esposa ni hijos, y siempre, excepto esta noche, cenaba solo en su apartamento; le daba pena, y como la vida ya había afianzado su poder sobre ella, retomó la vieja tarea; como un marino, no sin fatiga, ve cómo se tienden las velas al viento, pero no tiene ningunas ganas de continuar, y piensa que preferiría que el barco se hubiera hundido, para poder descansar en el fondo del mar.

– ¿Ha recogido las cartas? Pedí que las dejaran en el recibidor -le dijo a William Bankes.

Lily Briscoe veía cómo se dejaba ir Mrs. Ramsay hacia esa extraña tierra de nadie adonde no se puede seguir a la gente; sin embargo, los que se marchan infligen tal dolor a quienes los ven partir que intentan cuando menos seguirlos con la mirada, como se sigue con la vista los barcos hasta que las velas desaparecen tras la línea del horizonte.

Qué vieja está, y qué cansada parece, pensó Lily, y qué remota. A continuación Mrs. Ramsay se volvió hacia William Bankes, sonriendo, parecía como si el barco hubiera cambiado de rumbo, y el sol brillara sobre las velas de nuevo; y Lily pensó, con cierto regocijo, al sentirse aliviada, ¿por qué siente pena por él? Porque ésa era la impresión que había causado, cuando dijo lo de que las cartas estaban en el recibidor. Pobre William Bankes, parecía haber dicho, como si el propio cansancio hubiera provocado en parte el sentir pena por la gente; y la vida, la decisión de revivir, le hubiera resucitado la piedad. No era cierto, pensó Lily, era una de esas equivocaciones de ella que parecían intuitivas, y que parecían nacer de alguna necesidad propia, no de la gente. No hay de qué apiadarse. Tiene su trabajo, se dijo Lily. Recordó, como si hubiera encontrado un tesoro, que también ella tenía un trabajo. De repente vio su cuadro; pensó, sí, centraré el árbol; evitaré así esos enojosos espacios vacíos. Haré eso. Es eso lo que me impedía avanzar. Cogió el salero, y volvió a dejarlo sobre una flor del dibujo del mantel, para recordar que tenía que cambiar el árbol de lugar.

– Raro es que venga algo interesante por correo, y, sin embargo, siempre lo espera uno con interés -dijo Mr. Bankes.

Qué tonterías dicen, pensaba Charles Tansley, dejando la cuchara con toda precisión en medio del plato, que estaba completamente vacío, como si, pensaba Lily (estaba sentado enfrente de ella, de espaldas a la ventana, justo en medio), quisiera asegurarse de que comía. Todo en él tenía esa mezquina constancia, esa desnuda insensibilidad. Pero, no obstante, las cosas eran como eran, era casi imposible que alguien no gustara si se le prestaba suficiente atención. Le gustaban sus ojos: azules, profundos, imponentes.

– ¿Escribe usted muchas cartas, Mr. Tansley? -preguntó Mrs. Ramsay, apiadándose de él también, supuso Lily; porque eso era una característica de Mrs. Ramsay -le daban pena los hombres, como si creyera que les faltaba algo-; pero no le daban pena las mujeres -como si a ellas les sobraran las cosas. Escribía a su madre; pero fuera de eso, creía que no enviaba más de una carta al mes, dijo Mr. Tansley, con brevedad.

Desde luego él no iba a dedicarse a hablar de las tonterías de las que ellos hablaban. No iba a dejar que estas tontas lo trataran con condescendencia. Había estado leyendo en la habitación, al bajar todo le pareció necio, superficial, frívolo. ¿Por qué se vestían para cenar? Él había bajado con la ropa de costumbre. No tenía ropa elegante. «Raro es que venga algo interesante por correo»: de esto es de lo que hablaban siempre. Obligaban a que los hombres dijeran cosas como ésa. Sí, pues era verdad, pensó. Nunca recibían nada interesante en todo el año. Lo único que hacían era charlar, charlar, charlar, comer, comer, comer. Era culpa de las mujeres. Las mujeres hacían que la civilización fuera imposible, con todo su «encanto» y su necedad.

– No vamos al Faro mañana, Mrs. Ramsay -dijo con decisión. Le gustaba, la admiraba, todavía se acordaba del hombre del alcantarillado que se había quedado mirándola, pero, para reafirmarse, se sintió en la obligación de expresarse de forma decidida.

Realmente, pensaba Lily Briscoe, a pesar de los ojos, era el hombre menos encantador que hubiera conocido en toda su vida. Pero, entonces, ¿por qué le preocupaba lo que dijera? No saben escribir las mujeres, no saben pintar. ¿Qué importaba que lo dijera, si era evidente que no lo decía porque lo creyera, sino porque por algún motivo le era conveniente decirlo, y por ese motivo lo decía? ¿Por qué se inclinaba toda ella, todo su ser, como los cereales bajo el viento, y volvía a erguirse, para vencer esa postración, sólo tras grande y doloroso esfuerzo? Tenía que volver a hacerlo. Aquí está el dibujo del tallo en el mantel; aquí, mi pintura; debo colocar el árbol en medio; eso es lo importante… nada más. ¿No podía aferrarse a eso, se preguntaba, y no perder la paciencia, y no discutir?; y si quería una ración de venganza, ¿no podía reírse de él?

– Ah, Mr. Tansley -dijo-, lléveme al Faro. Me encantaría ir.

Mentía para que él lo advirtiera. No decía lo que pensaba, para fastidiarlo, por algún motivo. Se reía de él. Llevaba los viejos pantalones de franela. No tenía otros. Se sentía mal, aislado, solo. Sabía que ella intentaba tomarle el pelo por algún motivo; no quería ir al Faro con él; lo despreciaba, al igual que Prue Ramsay, igual que todos los demás. Pero no iba a consentir que unas mujeres le hicieran pasar por tonto, así es que se dio la vuelta en la silla, miró por la ventana, con un movimiento brusco, y con grosería le dijo que haría demasiado malo para ella mañana. Se mareará.

Le molestaba que ella le hubiera hecho hablar así, porque Mrs. Ramsay estaba escuchando. Si pudiera estar en la habitación, trabajando, pensaba, entre libros. Sólo ahí se hallaba a gusto. Nunca había debido ni un penique a nadie; desde los quince años no le había costado a su padre ni un penique; incluso había ayudado a los de casa con sus ahorros; pagaba la educación de su hermana. No obstante, sí que le habría gustado saber contestar a Miss Briscoe de forma correcta, le habría gustado no haber respondido de esa forma tan tosca. «Se mareará.» Le gustaría haber podido pensar algo que decir a Mrs. Ramsay, algo que demostrara que no era sólo un pedantón. Eso es lo que se pensaban que era. Se dirigió hacia ella. Pero Mrs. Ramsay hablaba con William Bankes de gente a quien él no conocía.

– Sí, ya puede llevárselo -dijo, interrumpiendo la conversación con Mr. Bankes, para dirigirse a la sirvienta-. Debe de hacer quince, no, veinte años, que no la veo -decía, dándole la espalda, como si no pudiera perder ni un minuto de esta conversación, absorta, al parecer, en lo que decían. ¡Así que había tenido noticias de ella esta misma tarde! Carrie, ¿vivía todavía en Marlow?, ¿todo seguía igual? Ay, recordaba todo como si hubiera ocurrido ayer: lo de ir al río, el frío. Pero si los Manning decidían ir a algún sitio, iban. ¡Nunca olvidaría cuando Herbert mató una avispa con una cucharilla en la orilla del río! Todo seguía como entonces, murmuraba Mrs. Ramsay, deslizándose como un fantasma entre las sillas y mesas de aquel salón junto a las orillas del Támesis donde hacía veinte años había pasado tanto, ay, tanto frío; pero ahora regresaba como un fantasma; y se sentía fascinada, como si, aunque ella hubiera cambiado, sin embargo, aquel día concreto, ahora tranquilo y hermoso, se hubiera conservado allí, durante todos estos años. ¿Le había escrito la propia Carrie?, le preguntó.

– Sí, me cuenta que están preparando un nuevo salón para el billar -dijo. ¡No! ¡No! ¡Eso es imposible! ¡Preparar un nuevo salón para el billar! A ella le parecía imposible.

Mr. Bankes no advertía que hubiera nada tan raro en ello. Ahora estaban en muy buena situación económica. ¿Quería que le diera recuerdos a Carne?

– ¡Ah! -exclamó Mrs. Ramsay, con un leve sobresalto. No -añadió, pensando en que no conocía a esta Carrie que se hacía preparar una nueva sala para el billar. Pero cuán extraño era, repitió, ante la divertida sorpresa de Mr. Bankes, que todo siguiera igual allí. Porque era algo extraordinario pensar que habían podido seguir viviendo allí todos estos años, cuando ella no había pensado en ellos ni una sola vez. Lo llena de acontecimientos que había estado su propia vida duran- te este mismo tiempo. Aunque quizá Carrie Manning tampoco había pensado en ella. Era una idea rara, le disgustaba.