Debe de haber sucedido, pensaba Mrs. Ramsay: se han comprometido. Durante un momento sintió lo que creía que nunca volvería a sentir: celos. Porque él, su marido, también los sentía: el esplendor de Minta; a él le gustaban estas chicas, estas muchachas de un rojizo dorado, que eran algo volubles, acaso algo arbitrarias e indomables, que no «se arrancaban el cabello a fuerza de cepillarlo», que no eran, como decía de la pobre Lily Briscoe, unas «cuitadas». Había un rasgo que ni ella poseía, un brillo, una riqueza, que le atraía, que le divertía, que le hacía tener predilección por muchachas como Minta. Y estaban autorizadas a cortarle el pelo, a trenzarle las cadenas del reloj, o incluso a interrumpirle cuando trabajaba, gritándole (las oía gritar): «¡Venga Mr. Ramsay, vamos a ganarles!», y él dejaba el trabajo, y se ponía a jugar al tenis.
Pero, en el fondo, no era celosa; sólo de vez en cuando, cuando en el espejo aparecía un mirada de resentimiento por haber envejecido, quizá, por su propia culpa. (La factura del invernadero, y todo lo demás.) Les estaba agradecida porque se reían de él («¿Cuántas pipas ha fumado hoy, Mr. Ramsay?», etc.), y hasta parecía más joven; era un hombre muy atractivo para las mujeres, no era un hombre triste, no estaba hundido bajo el peso de su obra, o de los sufrimientos del mundo, ni por su fama o sus fracasos, sino que volvía a ser como lo había conocido: serio, pero galante; que la ayudaba a desembarcar, lo recordaba; con reacciones deliciosas, como ésta (lo miró, y tenía un aspecto asombrosamente joven, mientras le tomaba el pelo a Minta). Porque a ella -«aquí», dijo, y ayudó a la muchacha suiza a colocar con cuidado ante ella la gran cazuela oscura en la que estaba el Bœuf en Daube-, a ella los que le gustaban eran los tontorrones. Paul tenía que sentarse junto a ella. Le había guardado el sitio. A decir verdad, pensaba que lo que más le gustaba de ella eran estos tontorrones. Los que no venían a importunarla a una con lo de sus tesis. ¡Cuánto se perdían, después de todo, estos jóvenes tan inteligentes! Cuán inevitable era que se secaran. Mientras se sentaba, pensaba en que había algo encantador en Paul Rayley. Tenía unos modales encantadores, según ella, tenía una nariz perfecta, y los ojos azules. Era tan considerado. ¿ Le contaría, ahora que los demás habían reanudado la conversación, lo que había sucedido?
– Regresamos, para buscar el broche de Minta -le dijo, tras sentarse junto a ella. «Regresamos»: con eso bastaba. Se dio cuenta, por el esfuerzo, por la elevación del tono de voz para atreverse con una expresión de difícil pronunciación, de que era la primera vez que hablaba de «nosotros». «Hicimos, fuimos.» Seguirían diciéndolo el resto de sus vidas, pensaba. Al destapar Marthe, con un movimiento delicado, la gran cazuela oscura, se desprendió un exquisito olor a aceite, a aceitunas y a jugo. La cocinera se había pasado tres días preparando el plato. Tenía que llevar el mayor cuidado, pensaba Mrs. Ramsay, tenía que investigar entre la blanda masa, para hallar una pieza especialmente tierna para William Bankes. Miraba hacia el interior, hacia las relucientes paredes de la cazuela, hacia la mezcla de jugosas carnes de color castaño y amarillas, con hojas de laurel y vino, y pensaba: Esto servirá para conmemorar este momento; la invadió una rara sensación, extraña y tierna simultáneamente, de estar celebrando una fiesta, como si se hubieran convocado en ella dos emociones diferentes; una profunda: porque, qué hay más importante que el amor del hombre hacia la mujer, qué es más imperioso, más impresionante, pues lleva en su seno las semillas de la muerte; pero, por otra parte, a la vez, estos amantes, estas gentes que inauguraban la ilusión con ojos brillantes, debían ser recibidos con danzas de burla, y debían adornarse con guirnaldas.
– Es un triunfo -dijo Mr. Bankes, dejando, durante unos momentos, el cuchillo sobre la mesa. Había comido con cuidado. Estaba rico, estaba tierno. Se había cocinado de forma perfecta. ¿Cómo se las arreglaba para hacer cosas como ésta en un lugar tan apartado?, le preguntó. Era una mujer maravillosa. Todo el amor que él le tenía, la veneración, habían regresado; ella era consciente de ello.
– Es una receta francesa de mi abuela -dijo Mrs. Ramsay, y resonaba en su voz una satisfacción inmensa. Claro que era francesa. Lo que en Inglaterra se toma por alta cocina es abominable (se mostraron de acuerdo). Consiste en poner repollos a remojo. Consiste en asar la carne hasta que se queda como cuero. Consiste en quitar la deliciosa piel a las verduras. «En la que -dijo Mr. Bankes- se contiene toda la virtud de las verduras.» Y es un despilfarro, dijo Mrs. Ramsay. De lo que desperdiciaban las cocineras inglesas, podía vivir toda una familia francesa. Con el acicate del afecto renacido de William, y pensado en que todo estaba bien de nuevo, y en que ya no tenía que estar inquieta, y en que podía disfrutar del triunfo y de las bromas, se reía, hacía gestos, hasta que Lily pensó: Qué infantil, qué absurda era, ahí sentada, con toda su belleza desplegada de nuevo, hablando de las pieles de las verduras. Había algo que asustaba en ella. Era irresistible. Al final siempre conseguía lo que quería, pensaba Lily. Lo había conseguido: Paul y Minta, estaba claro, ya estaban comprometidos. Mr. Bankes había venido a la cena. Hacía alguna magia con todos ellos, sencillamente deseando las cosas de forma inmediata, y Lily comparaba esa abundancia con su propia pobreza de espíritu, y suponía que era en parte la creencia (porque tenía la cara como iluminada; y, aunque no parecía más joven, estaba radiante) en esta cosa extraña, aterradora, lo que convertía a Paul Rayley, el centro de ella, en un temblor, pero abstracto, absorto, mudo. Mrs. Ramsay, al hablar de las pieles de las verduras, exaltaba eso, lo adoraba; imponía las manos sobre ello para calentárselas, para protegerlo; sin embargo, aunque había conseguido que todo esto sucediera así, en cierta forma se reía, guiaba a sus víctimas, pensaba Lily, hasta el altar. Ahora la alcanzó a ella también la emoción, la vibración de amor. ¡Qué insignificante se sentía junto a Paul Rayley! Él estaba radiante, luminoso; ella, distante, crítica; él, destinado a la aventura; ella, anclada a la orilla; ella, solitaria, abandonada; estaba dispuesta a suplicar que le dejaran participar… si fuera en una catástrofe, incluso en esa catástrofe; y dijo con timidez:
– ¿Cuándo ha perdido Minta el broche?
Sonrió con su más exquisita sonrisa, velada por los recuerdos, teñida de sueños. Movió la cabeza.
– En la playa -dijo-. Iré a buscarlo -añadió-, me levantaré pronto.
Como esto era secreto para Minta, bajó la voz, y dirigió la mirada hacia ella, estaba riéndose, junto a Mr. Ramsay.
Lily quería mostrar con energía y rabia su deseo de serle útil, previendo que en la madrugada sería ella quien encontrara el broche en la playa, apenas oculto por una piedra, para poder ser una entre los marinos y aventureros. Pero, ¿qué le contestó a su ofrecimiento? Con una emoción que en realidad pocas veces se consentía, dijo:
– Déjeme ir con usted -y él se rió. Quiso decir sí o no, o ambos. Pero no era el significado, era la clase de risa con la que había respondido, como si hubiera dicho: Tírese por el acantilado, si lo desea, me da igual. Floreció en la mejilla de ella todo el calor del amor, su horror, su crueldad, su egoísmo. La quemaba, y Lily, dirigiendo la mirada hacia Minta, al otro extremo de la mesa, dirigiéndose con cortés amabilidad a Mr. Ramsay, sintió una contracción al pensar en ella expuesta a esos colmillos, y se sintió agradecida. Porque, en todo caso, se dijo, al ver el salero sobre el dibujo, ella no necesitaba casarse, gracias sean dadas a los cielos: no necesitaba tener que someterse a esa degradación. Se había evitado esa disminución. Llevaría el árbol todavía un poco más hacia el centro.
Tal era la complejidad de las cosas. Porque lo que le había sucedido, en su estancia con los Ramsay, era que ahora sentía a la vez dos cosas completamente opuestas; una cosa es lo que otro siente, eso es una; otra cosa es lo que una siente; y ambas se peleaban en su mente, como sucedía ahora. Es tan hermoso, tan emocionante, este amor, que tiemblo ante su culminación, y, en contra de mis hábitos, me ofrezco para ir a buscar un broche en la playa; y a la vez es la más estúpida, la más bárbara de las pasiones humanas, y convierte a un joven muy agradable, que tiene un perfil como una piedra preciosa (era exquisito el perfil de Paul) en un matón con una barra de hierro (era fanfarrón, insolente) en medio de Mile End Road. Sí, se dijo, desde los albores del tiempo se han cantado odas al amor; se han amontonado guirnaldas y rosas; si se les preguntara, nueve de cada diez personas dirían que es lo único que quieren; mientras que las mujeres, a juzgar por su experiencia, no dejarían de pensar, en todo momento: No es esto lo que queremos; no hay nada más tedioso, pueril, aburrido e inhumano que el amor; aunque también nada es tan hermoso y necesario. Y bien, ¿y bien?, preguntaba, esperando, en cierta forma, que los demás siguieran discutiendo, como si en una discusión como ésta una se limitara a arrojar su dardo que inevitablemente se quedaba corto, y dejara que los demás siguieran adelante. De forma que siguió escuchando lo que decían por si arrojaban alguna luz sobre el asunto del amor.
– Además está lo de ese líquido -decía Mr. Bankes- al que los ingleses llaman café.
– ¡Ah, claro, el café! -dijo Mrs. Ramsay. En realidad, se trataba (estaba muy animada, se dijo Lily, hablaba con vehemencia) de que hubiera buena mantequilla y de que hubiera leche en buenas condiciones. Hablaba con entusiasmo y elocuencia; describía los inconvenientes de las lecherías inglesas, y en qué estado se dejaba la leche junto a las puertas; estaba a punto de documentar estas acusaciones, porque había investigado ese asunto, cuando toda la mesa, comenzando por Andrew, en el centro, como fuego que saltara de una mata de árgoma a otra, rompió a reír: todos sus hijos se reían, su marido se reía; se reían de ella, era como si la rodeara el fuego; se vio obligada a arriar banderas, a rendir la artillería; su única respuesta consistió en explicar a Mr. Bankes que toda estas chanzas y bromas eran el precio que tenía que pagar por censurar los prejuicios de los ingleses ante ellos mismos.
Sin dudarlo, sin embargo, porque tenía presente que Lily la había ayudado con Mr. Tansley, y no participaba de las burlas, la segregó de los demás; «Lily, al menos, está de acuerdo conmigo»; Lily, un tanto agitada, levemente sobresaltada, fue atraída a su campo. (Pensaba en el amor.) Ni Lily ni Charles Tansley participaban de las burlas, creía Mrs. Ramsay. Ambos padecían por el resplandor de la otra pareja. Evidentemente, él se sentía relegado: en cuanto Paul Rayley estuviera en la misma habitación que él, ni una mujer le dirigiría una mirada. ¡Pobre hombre! Sin embargo siempre tendría su tesis, lo de la influencia de alguien sobre algo: sabía cuidarse solo. Lo de Lily era diferente. Ante el esplendor de Minta, se desvaía; pasaba aún más inadvertida, con el vestidito gris, la carita arrugada, los ojillos orientales. Era tan diminuto todo en ella. Sin embargo, pensaba Mrs. Ramsay, comparándola con Minta, mientras le pedía ayuda (porque Lily podría confirmar que no hablaba ella más sobre las lecherías que su marido acerca de los zapatos: podía pasarse una hora hablando de zapatos), a los cuarenta, Lily sería la mejor de las dos. Lily tenía cabeza, pasión; había algo singular en ella que a Mrs. Ramsay le gustaba mucho, pero se trataba de algo que, se temía, los hombres no advertían. No, claro que no, a menos que fuera un hombre mucho mayor, como William Bankes. Porque a él sí le importaba, es decir, a veces Mrs. Ramsay pensaba que a él sí le importaba ella, quizá desde la muerte de su esposa. No estaba «enamorado», por supuesto; se trataba de una de esas emociones inclasificables de las que hay tantas por ahí. Tonterías, tonterías, pensaba: William tenía que casarse con Lily. Tienen mucho en común. A Lily le encantan las flores. Ambos son fríos, guardan las distancias, saben valerse por sí solos. Tenía que arreglárselas para que dieran un largo paseo juntos.