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Impensadamente los había colocado a uno enfrente del otro. Eso podría arreglarse mañana. Si hiciera bueno, podrían hacer una excursión. Todo parecía posible. Todo parecía bien. Ahora (pero esto no puede durar, pensaba, disociándose del momento mientras todos hablaban de zapatos), justo ahora había recobrado la calma; planeaba como un halcón en el aire; ondeaba como una bandera en el aire de la alegría que inundaba todos los nervios de su cuerpo plena y dulcemente, sin ruido, con solemnidad; porque nacía esta alegría, pensó, al ver cómo comían, de su marido, de sus hijos, de sus amigos; todo ello brotaba en esta profunda quietud (estaba sirviendo a William Bankes un bocado más, y escrutaba en las profundidades de la cazuela de barro), y se quedaba, sin una razón concreta, como humo, como unos vapores que ascendieran, que los mantuvieran unidos a todos. No hacía falta decir nada, no podía decirse nada. Había algo que los incluía a todos. Participaba, pensaba ella, mientras le servía a Mr. Bankes, con todo cuidado, una pieza particularmente tierna, de la eternidad; como ya lo había sentido respecto de algo diferente aquella misma tarde; hay coherencia en las cosas, estabilidad; algo, quería decir, que es inmune al cambio, algo que deslumbra (echó una mirada fugaz a la ventana con sus ondas de luces reflejadas) en la superficie de lo cambiante, lo fugitivo, lo espectral, como un rubí; de forma que volvió a tener esta noche la sensación que ya había tenido ese mismo día, de paz, de descanso. De momentos semejantes, pensó, se hace la eternidad. Éste era un momento de los que permanecían.

– Sí, por supuesto -le aseguró a William Bankes-, hay de sobra para todos.

– Andrew -dijo-, baja el plato, o se me va a derramar todo.

– El Boeuf en Daube ha sido un triunfo completo. Aquí, sintió, dejando el cucharón, estaba ese espacio en calma que hay en el corazón de las cosas, donde una podía seguir mo-viéndose o descansar; podía esperar (estaban servidos) escuchando; podía, como un halcón que cae de su altura de repente, exhibirse, hundirse en las risas con facilidad, dejar reposar todo su peso sobre lo que en el otro extremo de la mesa decía su marido acerca de una cifra: la raíz cuadrada de mil doscientos cincuenta y tres, que casualmente era el número de su billete del tren.

¿Qué sentido tenía todo esto? No tenía ni la más remota idea. ¿Raíz cuadrada? ¿Qué será eso? Lo sabrán sus hijos. Respecto de raíces cuadradas o cúbicas, dependía de ellos; de eso hablaban; y también de Voltaire, de Madame de Staël, de la personalidad de Napoleón, de los títulos de propiedad de las tierras en Francia, de lord Roseberry, de las memorias de Creevey. Dejaba que la sostuviera, la apoyara este edificio de la inteligencia masculina, que iba de arriba abajo, que cruzaba de acá para allá, como bastidores de hierro que dieran forma a la vacilante tela, que sujetaran el mundo, de forma que podía confiar plenamente en ello, incluso con los ojos cerrados, o parpadeando aprisa, como parpadea un niño al contemplar desde la cama las miríadas de hojas que forman el árbol. Entonces se despertó. Todavía estaba la tela en el telar. William Bakes elogiaba la serie de novelas de Waverley.

Leía una de la serie cada seis meses, dijo su marido. Pero ¿por qué tendría que enfadarse por eso Charles Tansley? No tardó nada (y todo, pensaba Mrs. Ramsay, porque Prue no le hace ni caso) en censurar agriamente las novelas de Waverley, de las que no sabía nada, nada en absoluto, pensaba Mrs. Ramsay, observándolo, más que atendiendo a lo que decía. Se daba cuenta por los modales: quería afirmarse, sería así hasta que consiguiera la cátedra o se casara, y ya no necesitara decir continuamente «yo, yo, yo.» Porque a eso se reducía su crítica literaria de sir Walter Scott, o quizá se tratara de Jane Austen. «Yo, yo, yo.» Pensaba en él mismo, en la impresión que causaba; lo sabía por el sonido de la voz, por la vehemencia y el nerviosismo. Le vendría bien el éxito. Seguían. No tenía necesidad de seguir escuchando. Sabía que no podía durar, pero en ese momento sus ojos habían adquirido tal clarividencia que podía recorrer la mesa desvelando de cada uno de ellos sus pensamientos y sentimientos, sin dificultad, al igual que esa luz que se introduce en el agua de forma que las ondas y los juncos y los pececillos que parecen buscar su equilibrio, y la repentina trucha silenciosa, todos ellos se iluminan de repente, y aparecen suspendidos, temblorosos. Así los veía, así los escuchaba; dijeran lo que dijeran, siempre tenían esta característica, como si las palabras que decían fueran como el movimiento de la trucha, cuando a la vez se ve la onda y los guijarros, algo a la derecha, algo a la izquierda, y sólo se percibe el conjunto; mientras que en la vida de siempre tenía ella que echar la red, separar una cosa de otra; tendría que haber dicho que le gustaban las novelas de la serie de Waverley, o que no las había leído, tendría que avanzar a toda costa, pero no dijo nada, permaneció como suspendida.

«Sí, pero ¿alguien cree que durará?», dijeron. Era como si proyectara unas temblorosas antenas, que, al interceptar ciertas frases, le obligara a prestarles atención. Ésta era una de ellas. Olfateaba peligro para su marido. Una pregunta como ésta, casi inevitablemente, acabaría recibiendo una respuesta que terminaría por recordarle su propio fracaso. Cuánto tiempo se le seguiría leyendo: lo pensaría al momento. William Bankes (que carecía por completo de esta vanidad) se rió, y dijo que él no atribuía ninguna importancia a los cambios de moda. ¿Quién podría decir qué es lo que iba a durar, ni en literatura ni en ninguna otra cosa?

– Disfrutemos de lo que disfrutamos -dijo. Su integridad le parecía a Mrs. Ramsay admirable. Nunca parecía pensar: Pero, esto ¿cómo me afecta? Sin embargo, cuando estaba del otro humor, del que necesitaba alabanzas, premios, era natural que comenzara (bien sabía que Mr. Ramsay estaba comenzando) a sentirse incómodo; a querer que alguien dijera: Ah, no, su obra sí que durará, Mr. Ramsay, o algo parecido. Ahora mostraba su malestar de forma patente, al decir, con cierta irritación, que, en todo caso, Scott (o era Shakespeare?) a él le duraría toda la vida. Lo dijo enfadado. Todos, pensaba ella, se sentían algo incómodos ahora, sin saber por qué. Entonces, Minta Doyle, que tenía un instinto muy fino, dijo un disparate, algo absurdo, que ella pensaba que en el fondo a nadie le gustaba leer a Shakespeare. Mr. Ramsay dijo de forma bastante sombría (aunque ya se había distraído de nuevo) que a pocos les gustaba tanto como decían. Pero, añadió, no obstante, algunas de las obras no carecen de verdadero mérito; Mrs. Ramsay se dio cuenta de que de momento las cosas estaban bien; se reía de Minta, y ella, Mrs. Ramsay vio, al advertir lo preocupado que estaba consigo mismo, a su manera, vio que se ocupaban de él, que lo alababan, de la forma que fuera. Pero deseaba que no fuera necesario, y quizá fuese culpa de ella el que fuera necesario. En todo caso, podía escuchar con toda libertad lo que Paul Rayley decía sobre los libros que se leían en la infancia. Duraban, decía. En la escuela había leído algo de Tolstói. Había uno que no se le había olvidado, aunque no recordaba el nombre. Los nombres rusos son imposibles, dijo Mrs. Ramsay. «Vronski», dijo Paul. Lo recordaba porque siempre había pensado que era un buen nombre para un malvado. «Vronski», dijo Mrs. Ramsay. «Ah, Anna Karénina», pero no siguieron mucho tiempo en esta dirección: los libros no eran lo suyo. No, Charles Tansley, en lo que se refería a libros, los pondría al día en un segundo, pero todo lo mezclaba con cosas como ‹Es correcto lo que estoy diciendo?, ¿Estoy causando buena impresión?, y, después de todo, terminaba una sabiendo más acerca de él que de Tolstói; mientras que cuando Paul hablaba, hablaba sencillamente de las cosas, no de sí mismo. Como todos los estúpidos, tenía además su propia humildad y respeto hacia los sentimientos del interlocutor, lo cual, de vez en cuando, a ella le parecía atractivo. Ahora no estaba pensando en sí mismo ni en Tolstói, sino en si ella tenía frío, si le daba la corriente, si querría una pera.

No, dijo, no quería una pera. A decir verdad había estado de guardia ante el frutero (sin darse cuenta), celosa, con la esperanza de que nadie lo tocara. Había dejado descansar la mirada entre las curvas y sombras de la fruta, entre los ricos púrpuras de las uvas escocesas, por el dentado borde una cáscara, juntando un amarillo con un púrpura, una curva con un círculo, sin saber por qué lo hacía, o por qué, cada vez que lo hacía, se sentía cada vez más serena; hasta que, ay, qué pena que tuviera que pasar, se acercó una mano, cogió una pera, destruyó el efecto. Miraba a Rose con cariño. Miraba a Rose, sentada entre Jasper y Prue. ¡Qué raro que tu propia hija hubiera hecho eso!

Qué extraño verlos sentados ahí, en fila, sus hijos, Jasper, Rose, Prue, Andrew, apenas hablaban, pero disfrutaban de algún chiste de los suyos, suponía, por cómo se les movían los labios. Era algo completamente diferente de todo lo demás, algo que atesoraban para reírse de ello cuando estuvieran en las habitaciones. No era de su padre, confiaba. No, creía que no. Se preguntaba qué sería, con tristeza, porque pensaba en que se reirían de lo que fuera cuando ella no estuviera delante. Era algo que atesoraban tras esas caras inmóviles, fijas, como máscaras, porque los niños no participaban con facilidad en la conversación; en realidad, eran vigías, inspectores, un poco por encima o aparte de los adultos. Pero al mirar a Prue esta noche, vio que esto no era del todo cierto en lo que se refería a ella. Estaba comenzando, moviéndose, empezaba a descender. Iluminaba su cara una luz muy delicada, como si el color encendido de Minta, sentada frente a ella, con su intensidad, su anticipación de la felicidad, se reflejara en ella, como si el sol del amor entre hombres y mujeres naciera tras el borde del mantel, y sin saber qué era se inclinara hacia él, lo saludara. Se quedaba mirando a Minta, con timidez, pero con curiosidad, de forma que Mrs. Ramsay miraba a una y otra, y decía, hablando mentalmente con Prue: Cualquier día de éstos serás tan feliz como ella. Más feliz, agregaba, porque eres mi hija; su propia hija tenía que ser más feliz que las hijas de otras personas. Pero la cena había terminado. Había que levantarse. Ya sólo jugaban con lo que había en los platos. Sólo esperaba a que terminaran de reírse de algún cuento que había contado su marido. Se reían con Minta respecto de algo sobre una apuesta. Se levantaría en cuanto acabara.

Le gustaba Charles Tansley, pensó de repente; le gustaba su risa. Le gustaba por estar tan enfadado con Paul y Minta. Le gustaba lo torpe que era. Era un joven interesante, a pesar de todo. También Lily, pensaba, dejando la servilleta junto al plato, siempre tiene algo de qué reírse para sus adentros. No tenía una que preocuparse por Lily. Esperaba. Doblaba la servilleta bajo el borde del plato. Bueno, ¿ya habían terminado? No. El cuento había desembocado en otro cuento. Su marido estaba muy animado esta noche, quería, se figuraba, reconciliarse con el bueno de Augustus, después de lo de la sopa, y lo había unido al grupo…, contaban cuentos de alguien a quien habían conocido en la universidad. Miró hacia la ventana, donde las velas brillaban con más luz ahora que los cristales eran de color negro, y mirando hacia ese exterior las voces le parecían que sonaban muy extrañas, como si fueran las voces de una misa en una catedral, porque no atendía al sentido de las palabras. Las risas repentinas, y luego una sola voz (la de Minta) que hablaba, le recordaba los hombres y niños que cantaban palabras en latín de la misa en una catedral católica. Esperaba. Su marido seguía hablando. Repetía algo, y supo que era poesía por el ritmo, y por el torio exaltado y melancólico de la voz.