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YING-YING ST. CLAIR

La Dama de la Luna

Durante todos esos años mantuve la boca cerrada, a fin de que no salieran de ella deseos egoístas, y, como permanecí silenciosa tanto tiempo, ahora mi hija no me oye. Se sienta junto a su lujosa piscina y sólo presta oídos a su Sony Walkman, su teléfono sin cable, su corpulento e importante marido que le pregunta por qué usan carbón y no un fluido más ligero.

Durante todos esos años mantuve oculta mi naturaleza, deslizándome como una pequeña sombra para que nadie pudiera atraparme. Y, como me movía con tanto sigilo, ahora mi hija no me ve. Sólo ve una lista de compras, su cuenta corriente sin saldo, el cenicero torcido sobre una mesa recta.

Y quiero decirle que estamos perdidas, ella y yo, ni nos ven ni vemos, ni nos oyen ni oímos, los demás nos desconocen.

No me perdí a mí misma en seguida. Restregué el rostro a lo largo de los años para eliminar mi dolor, de la misma manera en que el agua desgasta las tallas en piedra.

No obstante, hoy puedo recordar la época en que corría y gritaba, en que no podía quedarme quieta. Es mi recuerdo más antiguo: contarle mi deseo secreto a la Dama de la Luna, y como olvidé lo que deseaba, ese recuerdo ha permanecido oculto para mí durante muchos años.

Pero ahora recuerdo el deseo y veo con nitidez los detalles de aquel día, tan claramente como veo a mi hija y la estupidez de su vida.

En 1918, cuando tenía cuatro años, el Festival de la Luna llegó a Wushi durante un otoño excepcionalmente caluroso. Cuando desperté aquella mañana, el día decimoquinto de la octava luna, la estera de paja que cubría mi cama ya estaba pegajosa. La habitación olía a hierba húmeda cociéndose lentamente con el calor.

A principios del verano los criados pusieron cortinas de bambú en todas las ventanas, para mitigar los terribles rayos del sol. Las camas estaban cubiertas con una estera de paja tejida, lo único que usábamos durante los largos meses de constante calor húmedo. Sobre los ladrillos calientes del patio había una cuadrícula de senderos de bambú. Llegó el otoño, pero sin sus mañanas y noches frescas, y el calor rancio continuaba en las sombras detrás de las cortinas, caldeando los acres olores de mi orinal, filtrándose en mi almohada, despellejándome el cuello e hinchándome las mejillas, por lo que aquella mañana me desperté inquieta y quejosa.

Me llegó otro olor desde el exterior, de algo que se quemaba, una áspera fragancia agridulce.

– ¿Qué es ese olor tan fuerte? -pregunté a mi ama de cría, quien siempre se las ingeniaba para aparecer junto a mi cama en cuanto me despertaba. Dormía en un camastro, en una pequeña habitación junto a la mía.

– Es lo mismo que te expliqué ayer -respondió, al tiempo que me levantaba de la cama y me sentaba en sus rodillas, y mi mente adormilada intentó recordar lo que me contó la mañana anterior al despertar.

– Estamos quemando los Cinco Males -le dije soñolienta, y me revolví para saltar de su cálido regazo.

Subí a un pequeño taburete y miré a través de la ventana, al patio que se extendía abajo. Vi un objeto verde, enrollado en espiral en forma de serpiente, con una cola de la que se alzaba un humo amarillo, El día anterior, mi ama de cría me había mostrado que la serpiente salía de una pintoresca caja, decorada con cinco criaturas malignas: una serpiente nadadora, un escorpión saltarín, un ciempiés volador, una araña que se dejaba caer al suelo y un lagarto que se lanzaba como impulsado por un resorte, y me explicó que la picadura de cualquiera de aquellos seres podía matar a un niño. Así pues, sentí alivio al pensar que habían capturado a los Cinco Males y estaban quemando sus cadáveres. No sabía que la serpiente verde era tan sólo incienso utilizado para alejar mosquitos y moscas pequeñas.

Aquel día, en vez de vestirme con una chaqueta de algodón claro y unos pantalones holgados, el ama de cría me trajo una pesada chaqueta de seda amarilla y una falda bordeada de franjas negras.

– Hoy no hay tiempo para jugar -me dijo, abriendo la chaqueta forrada-. Tu madre te ha hecho nuevas ropas de tigre para el Festival de la Luna… -Me puso los pantalones-. El de hoy es un día muy importante, y ahora eres una niña mayor, así que puedes asistir sin problemas a la ceremonia.

– ¿Qué es una ceremonia? -pregunté al ama, que ahora me ponía la chaqueta sobre las prendas interiores de algodón.

– Es una manera apropiada de comportarse. Haces esto y aquello para que los dioses no te castiguen -me explicó mientras me abrochaba las presillas.

– ¿Qué clase de castigo? -le pregunté audazmente.

– ¡Haces demasiadas preguntas! -gritó el ama-. No necesitas entenderlo. Compórtate, simplemente, sigue el ejemplo de tu madre. Enciende el incienso, haz una ofrenda a la luna, inclina la cabeza. No me hagas quedar mal, Ying-ying.

Bajé la cabeza, con los labios fruncidos. Reparé en las franjas negras que rodeaban las mangas de la chaqueta y las diminutas peonias bordadas que emergían de unas volutas de hilo dorado. Recordé haber visto a mi madre coser con una aguja plateada y con suaves movimientos, haciendo que flores, hojas y zarcillos florecieran en el paño.

Entonces oí voces en el patio. Me puse de puntillas en el taburete para ver quién era. Alguien se quejaba del calor: «… tócame el brazo, está tan ablandado por el calor que se nota el hueso». Muchos familiares del norte habían llegado para el Festival de la Luna, y pasarían con nosotros la semana.

El ama intentó peinarme con un ancho peine, y en cuanto encontró un nudo fingí que me caía del taburete.

– ¡Quieta, Ying-ying! -gritó, como hacía siempre, mientras yo me reía y oscilaba en el taburete.

Entonces me tiró del pelo, como si fueran las riendas de un caballo, y antes de que pudiera caerme otra vez del taburete, me lo trenzó con mucha rapidez, formando una sola trenza a un lado, que sujetó con cinco cintas de seda de colores. A continuación enrolló la trenza, convirtiéndola en un prieto moño, y dispuso y recortó las cintas se seda sueltas hasta que formaron una bonita borla.

Me dio la vuelta para inspeccionar su obra. Me estaba asando bajo la chaqueta de seda forrada y los pantalones, prendas sin duda destinadas a días más frescos. Sentía una quemazón en el cuero cabelludo, debida a las atenciones prodigadas por el ama. ¿Qué clase de fiesta podría justificar semejante sufrimiento?

– Muy bonita -afirmó el ama, aunque yo tenía el ceño fruncido.

– ¿Quién viene hoy? -le pregunté.

– Dajya (Toda la familia) -respondió muy satisfecha-. Vamos a ir todos al lago Tai. La familia ha alquilado un barco con un jefe de cocina famoso, y esta noche, durante la ceremonia, verás a la Dama de la Luna.

– ¡La Dama de la Luna! ¡La Dama de la Luna! -exclamé, dando saltos y llena de entusiasmo. Entonces, cuando cesó mi asombro ante los agradables sonidos de mi voz al pronunciar las nuevas palabras, tiré de la manga del ama y le pregunté-: ¿Quién es la Dama de la Luna?

– Se llama Chang-O y vive en la luna. Hoy es el único día que puedes veda y lograr que se cumpla un deseo secreto.

– ¿Qué es un deseo secreto?

– Es lo que deseas pero no puedes pedir -respondió el ama.

– ¿Por qué no puedo pedirlo?

– Porque… porque si lo pides… ya no es un simple deseo, sino un deseo egoísta -replicó el ama-. ¿No te he enseñado que está mal eso de pensar en tus propias necesidades? Una muchacha nunca debe pedir nada. Ha de escuchar, nada más.

– Si es así, ¿cómo conocerá mi deseo la Dama de la Luna?

– Ai! Ya me has hecho demasiadas preguntas! No puedes pedirle nada porque no es una persona ordinaria.

Por fin me di por satisfecha y me apresuré a decirle:

– Entonces le diré que no quiero ponerme está ropa nunca más.

– ¡Ah! ¿Pero no te lo acabo de explicar? Ahora que me has dicho eso, ya no es un deseo secreto.

Mientras comíamos nadie parecía tener prisa por ir al lago. Siempre había alguien que engullía un bocado más, y cuando por fin terminó el desayuno, se entabló una conversación sobre cosas insignificantes. Yo me sentía más preocupada y desdichada a cada minuto que pasaba.

– … La luna de otoño se calienta. ¡Oh! Las sombras de los gansos retornan. -Baba recitaba un largo poema que había descifrado de antiguas inscripciones en piedra-. En la losa faltaba la tercera palabra -explicó-. Las lluvias la habían desgastado con el paso de los siglos y casi se perdió definitivamente para la posteridad.

– Pero por fortuna -dijo mi tío, con un centelleo en los ojos-, eres un paciente erudito de la historia y la literatura antiguas, y creo que pudiste resolverlo.

Mi padre respondió con el verso:

– Radiantes flores de la bruma. ¡Oh!…

Mamá explicaba a mi tía y a las ancianas la mejor manera de mezclar diversas hierbas e insectos para producir un bálsamo.

– Se extiende aquí, entre estos dos puntos, y se frota vigorosamente hasta que la piel se calienta y el dolor desaparece.

– ¡Ai! ¿Pero cómo puedo frotar un pie inflamado? -se lamentó una anciana-. Tengo un dolor intenso tanto dentro como fuera. ¡Es tan sensible que ni siquiera puedo tocarlo!

– Es el calor -se quejó otra vieja tía-, el calor que te cuece la carne y la debilita.

– ¡Y que te quema los ojos! -exclamó mi tía abuela. Yo suspiraba cada vez que iniciaban un nuevo tema. Finalmente el ama reparó en mí y me dio un pastelillo lunar en forma de conejo, diciéndome que podía sentarme en el patio y comerlo con mis dos pequeñas medio hermanas, Número Dos y Número Tres.

Es fácil olvidarse de un barco cuando una tiene un pastelillo en forma de conejo en la mano. Las tres salimos enseguida de la habitación y, en cuanto cruzamos la puerta en forma de luna que conducía al patio interior, brincamos y gritamos, corriendo para ver quién llegaba primero al banco de piedra. Yo era la más corpulenta, por lo que tomé asiento en la parte umbría, donde la losa de piedra estaba fresca, y mis medio hermanas se sentaron al sol. Repartí entre las dos las orejas del conejo, que eran sólo de pasta, sin relleno de dulce ni yema de huevo en su interior, pero mis medio hermanas eran demasiado pequeñas para protestar.

– Yo le gusto más a la hermana -le dijo Número Dos a Número Tres.

– No, yo le gusto más -replicó Número Tres.

– No arméis jaleo -ordené a las dos, y me comí el cuerpo del conejo, deslizando la lengua por los labios para lamer la pegajosa pasta de judías.