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Me restregué los ojos y me miré en el espejo. Lo que vi reflejado en él me sorprendió. Llevaba un hermoso vestido rojo, pero lo que vi era incluso más valioso. Yo era fuerte y pura, albergaba unos pensamientos originales que nadie podía ver, que nadie podría arrebatarme jamás. Yo era como el viento.

Eché la cabeza atrás y sonreí orgullosa de mí misma. Entonces me tapé el rostro con el gran pañuelo rojo bordado y cubrí estos pensamientos, pero seguía sabiendo quién era bajo aquel pañuelo, y me hice una promesa: siempre recordaría los deseos de mis padres, pero jamás me olvidaría a mí misma.

Cuando llegué al lugar de la boda, tenía el pañuelo rojo sobre la cara y no veía nada delante de mí, pero inclinando la cabeza hacia delante pude ver lo que había a los lados. Muy pocas personas habían asistido. Vi a los Huang, los mismos parientes viejos y quejosos, ahora azorados por la escasa asistencia de invitados, y los músicos con sus violines y flautas. Algunos vecinos del pueblo habían tenido suficiente arrojo para salir y disfrutar de una comida gratuita. Incluso vi criados con sus hijos, a los que debieron añadir para que la concurrencia pareciera mayor.

Alguien me cogió de las manos y me guió a lo largo de un pasillo. Yo era como una ciega caminando hacia mi destino. Pero ya no estaba asustada. Podía ver lo que había dentro de mí.

Un alto funcionario presidió la ceremonia, y habló demasiado sobre filósofos y modelos de virtud. Luego la casamentera se refirió a nuestras fechas de nacimiento y habló de armonía y fertilidad. Incliné mi cabeza cubierta por el velo y noté que sus manos desdoblaban un pañuelo de seda rojo y levantaban una vela roja para que todos los presentes pudieran veda.

La vela tenía pabilo en ambos cabos. En un lado estaban tallados los ideogramas dorados del nombre de Tyan-yu, y en el otro los míos. La casamentera encendió los dos cabos y anunció:

– El matrimonio ha dado comienzo.

Tyan me quitó el pañuelo del rostro y sonrió a sus familiares y amigos, sin mirarme ni una sola vez. Me recordaba a un joven pavo real al que vi una vez actuar como si acabara de afirmar su posesión de todo el corral, desplegando en abanico su cola todavía corta.

La casamentera colocó la vela roja encendida en una palmatoria de oro y la tendió a una criada que parecía nerviosa. Esta criada tenía que vigilar la vela durante el banquete y a lo largo de la noche, para asegurarse de que no se apagaba ningún extremo. Por la mañana la casamentera mostraría el resultado, un poco de ceniza negra, y declararía: «Esta vela ha ardido continuamente por ambos cabos sin apagarse. Este matrimonio no podrá romperse jamás».

Todavía lo recuerdo. Aquella vela era un vínculo matrimonial más valioso que la promesa de no divorciarse efectuada por un católico. Significaba que no podría divorciarme ni volver a casarme jamás, aunque Tyan-yu muriese. Aquella vela roja sellaba mi pertenencia inviolable a mi marido y su familia, sin que a partir de entonces valiera ninguna excusa para pedir la separación.

Por supuesto, a la mañana siguiente la casamentera efectuó su declaración y mostró que había hecho su tarea. Pero yo sabía lo que había ocurrido realmente, porque permanecí despierta toda la noche, llorando por mi matrimonio.

***

Después del banquete, los pocos invitados reunidos nos llevaron casi en volandas al segundo piso, donde estaba nuestro pequeño dormitorio. La gente bromeaba a gritos y sacaba a los niños de debajo de la cama. La casamentera ayudó a los pequeños a recoger los huevos rojos que habían ocultado entre las mantas. Los chicos que tenían aproximadamente la edad de Tyan-yu nos hicieron sentar en la cama, uno al lado del otro, y nos azuzaron para que nos besáramos y nuestros rostros enrojecieran de pasión. En la pasarela, al otro lado de la ventana abierta, estallaron petardos, y alguien dijo que ésta era una buena excusa para que me arrojara en brazos de mi marido.

Cuando todos se marcharon, permanecimos sentados uno al lado del otro, sin decimos nada, durante varios minutos, oyendo todavía las risas en el exterior. Cuando se hizo el silencio, Tyan-yu me dijo:

– Esta es mi cama. Tú dormirás en el sofá.

Me arrojó una almohada y una manta delgada. ¡Qué contenta estaba! Esperé a que se durmiera y entonces me levanté sin hacer ruido, bajé la escalera y salí al patio oscuro.

El aire olía como si pronto fuese a llover de nuevo. Yo andaba descalza, llorando y notando aún el calor húmedo dentro de los ladrillos. Al otro lado del patio, a través del recuadro amarillo de una ventana abierta, vi a la criada de la casamentera. Estaba sentada ante una mesa, muy adormilada al parecer, mientras la vela roja ardía en su palmatoria especial. Me senté junto a un árbol, para ver cómo se decidía mi destino por mí.

Debí de quedarme dormida, pues recuerdo que desperté sobresaltada por el estrépito de un trueno crepitante. Vi que la criada de la casamentera salía corriendo de la habitación, asustada como un pollo a punto de perder la cabeza. Pensé que también se había dormido y ahora creía que los japoneses nos bombardeaban. Me eché a reír, me pregunté adónde creería que estaba yendo. Y entonces vi que la brisa hacía oscilar un poco las llamas de la vela roja.

No pensé en nada al levantarme y cruzar el patio corriendo hacia la habitación iluminada con aquella luz amarillenta, pero confiaba -rezaba a Buda, a la diosa de la misericordia y a la luna llena- en que la vela se apagara. Chisporroteó un poco y las llamas se inclinaron hacia abajo, pero ambos cabos siguieron ardiendo. Mi garganta se llenó con tanta esperanza que al final ésta se rompió y apagó el cabo de la vela correspondiente a mi marido.

Me eché a temblar. Temí que apareciera un cuchillo y me matara en el acto, o que se abriera el cielo y los vientos me arrastraran, pero no ocurrió nada, y cuando volví en mí, salí rápidamente de la habitación, sintiéndome culpable.

A la mañana siguiente la casamentera efectuó su orgullosa declaración ante Tyan-yu, sus padres y yo.

– Mi trabajo ha concluido -anunció, vertiendo el resto de ceniza negra en el paño rojo.

Su criada tenía una expresión avergonzada y pesarosa.

***

Aprendí a amar a Tyan-yu, pero no como pensáis. Desde el principio, me angustió la idea de que algún día montaría encima de mí para hacer aquello a lo que tenía derecho.

Cada vez que yo entraba en nuestro dormitorio, mi cabello ya estaba erizado. Pero él no me tocó una sola vez durante los primeros meses. Dormía en su cama, y yo en el sofá.

Delante de sus padres era una esposa obediente, tal como me habían enseñado. Cada mañana ordenaba a la cocinera que matara un pollo joven y lo cociera hasta convertirlo en puro jugo. Yo misma colaba este jugo en un cuenco, sin añadir agua, y se lo daba para desayunar, musitando buenos deseos acerca de su salud. Y todas las noches preparaba una sopa tónica especial llamada tounau, que no sólo era deliciosa, sino que tenía ocho ingredientes que garantizan larga vida a las madres. Esto complacía en gran medida a mi suegra.

Pero no era suficiente para hacerla feliz. Una mañana, Huang Taitai y yo estábamos sentadas en la misma habitación, trabajando en nuestros bordados. Yo soñaba en mi infancia, en una rana doméstica que tuve una vez, llamada Gran Viento. Huang Taitai parecía inquieta, como si le picara la planta del pie. La oí resoplar y luego, de improviso, se levantó de la silla, se acercó a mí y me abofeteó.

– ¡Mala esposa! -gritó-. Si te niegas a dormir con mi hijo, yo me niego a darte de comer o vestirte.

Así supe lo que había dicho mi marido para evitar las ¡ras de su madre. También yo estaba llena de ira, pero no dije nada, recordando la promesa que hice a mis padres de que sería una esposa obediente.

Aquella noche me senté en la cama de Tyan-yu y esperé que me tocara, pero no lo hizo y me sentí aliviada. A la noche siguiente, me tendí en la cama, a su lado, y él siguió sin tocarme, y por eso, a la noche siguiente, me quité la camisa de dormir.

Fue entonces cuando pude ver lo que había dentro de Tyan-yu. Estaba asustado y desvió el rostro. No me deseaba, pero su temor me hizo pensar que no deseaba a ninguna mujer. Era como un chiquillo cuyo crecimiento se hubiera interrumpido. Al cabo de un rato ya no tuve ningún miedo, e incluso empecé a pensar de un modo distinto sobre Tyan-yu, no como una esposa que ama a su marido, sino como una hermana que protege a un hermano menor. Me puse de nuevo la camisa de dormir, me acosté a su lado y le froté la espalda. Supe que ya no tenía nada que temer. Dormía con Tyan-yu: él no me tocaba y yo disponía de una cama cómoda.

Transcurrieron varios meses y, al ver que mi vientre y mis pechos seguían lisos, Huang Taitai volvió a enfurecerse.

– Mi hijo dice que ha plantado suficientes semillas para que nazcan millares de nietos. ¿Dónde están? Debes ser tú la que hace algo que no está bien.

Y tras esto me ordenó que no me moviera de la cama, de modo que las simientes de su hijo no se perdieran con tanta facilidad.

Sin duda creerás que es muy divertido pasarte el día entero en la cama, sin levantarte jamás, pero te digo que es peor que una prisión. Creo que Huang Taitai se había vuelto un poco loca.

Pidió a los criados que recogieran todos los objetos afilados que había en la habitación, creyendo que tijeras y cuchillos estaban cortando a su próxima generación. Me prohibió que cosiera y dijo que debía concentrarme y no pensar en nada salvo en tener hijos. Cuatro veces al día, una joven sirvienta muy bonita entraba en mi habitación y se deshacía en excusas mientras me obligaba a beber una medicina que tenía un sabor horrible.

Yo envidiaba a aquella muchacha, la libertad que tenía para desplazarse. A veces, mientras la contemplaba desde mi ventana, me imaginaba en su lugar, de pie en el patio, regateando con el zapatero remendón ambulante, cuchicheando con otras sirvientas, riñendo a un guapo recadero con su voz aguda y provocativa.

Un día, al cabo de dos meses sin ningún resultado. Huang Taitai llamó a la vieja casamentera. Esta me examinó detenidamente, miró la fecha y la hora de mi nacimiento y luego preguntó a Huang Taitai por mi naturaleza. Finalmente le ofreció sus conclusiones.

– Lo que ha ocurrido está claro. Una mujer sólo puede concebir si es deficiente en uno de los elementos. Tu nuera nació con suficiente madera, fuego, agua y tierra, y tenía deficiencia de metal, cosa que era un buen signo. Pero cuando se casó la cargaste con brazaletes de oro y adornos, y ahora tiene todos los elementos, incluido el metal. Está demasiado equilibrada para tener hijos.