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LINDO JONG

La vela roja

Cierta vez sacrifiqué mi vida para cumplir la promesa que hice a mis padres. Esto no significa nada para ti, pues para ti las promesas no significan nada. Una hija puede prometerte que vendrá a comer, pero si le duele la cabeza, si se encuentra con un atasco de tráfico, si quiere ver una película favorita por televisión, su promesa finalmente se queda en nada.

Cuando no viniste me quedé mirando esta misma película. El soldado norteamericano le promete a la chica que volverá y se casarán. Ella llora con un sentimiento auténtico, y él le dice: «¡Te lo prometo! Mi promesa es tan buena como el oro, cariño mío». Entonces la empuja sobre la cama. Pero luego no regresa. Su oro es como el tuyo, es sólo de catorce quilates.

Para los chinos, el oro de catorce quilates no es oro de verdad. Toca mis brazaletes. Deben ser de veinticuatro quilates, oro puro por dentro y por fuera.

Es demasiado tarde para que cambies, pero te digo esto porque me preocupa tu bebé, me preocupa que algún día diga: «Gracias por el brazalete de oro, abuela. Nunca te olvidaré». Pero más adelante olvidará su promesa, olvidará que tuvo una abuela.

***

En esta misma película de guerra, el soldado vuelve a su país y le pide de rodillas a otra chica que se case con él. Y los ojos de la muchacha miran a un lado y a otro, llenos de timidez, como si nunca hubiera pensado hasta entonces en esa posibilidad. Y de repente… baja la vista para mirarle directamente y entonces sabe que le ama, le quiere tanto que siente deseos de llorar. «Sí», le dice por fin, y se unen para siempre en matrimonio.

No fue ése mi caso. La casamentera del pueblo se entrevistó con mi familia cuando yo sólo tenía dos años. No, nadie me lo dijo, lo recuerdo todo perfectamente. Era verano, fuera hacía mucho calor y el aire estaba repleto de polvo. Llegaba desde el patio el chirriar de las cigarras. Nos encontrábamos en la huerta, bajo unos árboles. Los criados y mis hermanos estaban encaramados, por encima de mí, cogiendo peras, y mi madre me tenía en sus brazos cálidos y pegajosos. Yo agitaba la mano a uno y otro lado, porque ante mí oscilaba un pajarillo con antenas y alas muy coloridas, delgadas como el papel. Entonces el pajarillo desapareció y vi a las dos mujeres ante mí. Las recuerdo porque una de ellas producía unos sonidos acuosos, «shrrhh, shrrhh». Cuando crecí pude reconocerlos como el acento de Pekín, que resulta siempre muy extraño al oído de las gentes de Taiyuan.

Las dos señoras me miraban sin hablar. La de la voz acuosa tenía la cara embadurnada de pintura que se licuaba con el sudor. La otra mujer tenía el rostro seco como un tronco viejo. Su mirada se posó primero en mí y luego en la señora pintada.

Por supuesto, ahora sé que la señora parecida a un tronco de árbol era la vieja casamentera del pueblo, y la otra era Huang Taitai, la madre del muchacho con el que me obligarían a casarme. No, no es cierto eso que dicen algunos chinos de las niñas recién nacidas, que carecen de valor. Depende de la clase de niña que seas. En mi caso, la gente distinguía mi valor. Mi aspecto y mi olor eran los de un delicioso panecillo dulce, de color limpio y atractivo.

La casamentera ensalzaba mis gracias.

– Un caballo de tierra para una oveja de tierra. Esta es la mejor combinación para un matrimonio. -Me dio unas palmaditas en el brazo y yo le aparté la mano. Huang Taitai susurró con aquel sonido shrrhh-ssrrhh que quizá tenía yo un pichi excepcionalmente malo, un mal carácter, pero la casamentera se rió y dijo-: Qué va, qué va. Es un caballo fuerte. Crecerá, será fuerte para el trabajo y te servirá bien en tu vejez.

Entonces Huang Taitai me miró con el semblante sombrío, como si pudiera desvelar mis pensamientos y ver mis futuras intenciones. Nunca olvidaré su aspecto. Con los ojos muy abiertos, escudriñó mi rostro y luego sonrió. Pude ver un gran diente de oro al que el sol arrancaba destellos, y luego abrió la boca, mostrando los demás dientes, como si fuese a tragarme de un bocado. De este modo me prometieron al hijo de Huang Taitai, el cual, como descubrí más tarde, era sólo un bebé, un año menor que yo. Se llamaba Tyan-yu, tyan, que equivale a «cielo», porque el pequeño era muy importante, y yu, que significa «sobras», porque cuando nació su padre estaba muy enfermo y su familia creía que podría morir. Tyan-yu sería las sobras del espíritu de su padre. Pero éste vivió y la abuela temía que los espíritus dirigieran su atención al bebé y se lo llevaran en lugar del hombre. Por eso ahora le vigilaban continuamente, tomaban todas las decisiones por él y le mimaban demasiado.

Pero aunque hubiera sabido que me habían destinado un marido tan malo, ni entonces ni más adelante tuve otra alternativa. Así eran las familias del país que vivían sumidas en un atraso tradicional. Siempre éramos los últimos en abandonar las estúpidas costumbres antiguas. Ya entonces, en otras ciudades un hombre podía elegir a su esposa, con el permiso de sus padres, naturalmente. Pero esos aires n; novadores no llegaban a nosotros. Nunca oías hablar de las nuevas ideas en otra ciudad, a menos que fueran peores que las de la tuya. Nos contaban anécdotas de hijos tan influidos por sus malas esposas que echaban a la calle a sus padres ancianos y llorosos. Así pues, las madres taiyuanesas seguían eligiendo a sus nueras, aquellas que criarían hijos como es debido, cuidarían de los ancianos y, pletóricas de sentimientos filiales, barrerían el cementerio familiar mucho después de que las viejas damas hubieran descendido a sus tumbas.

Como me prometieron en matrimonio al hijo de los Huang, mi propia familia empezó a tratarme como si perteneciera a otra persona. Cuando me acercaba a los labios demasiadas veces el cuenco de arroz, mi madre me decía:

– Fijaos cuánto es capaz de comer la hija de Huang Taitai.

Mi madre no me trataba así porque no me amara. Decía esto mordiéndose luego la lengua, para no desear algo que ya no le pertenecía.

Yo era una niña muy obediente, pero a veces tenía una expresión desabrida, sólo porque estaba acalorada o fatigada o muy enferma. Entonces mi madre decía:

– Qué cara tan fea. Los Huang no te querrán y serás un oprobio para nuestra familia.

Y yo lloraba más o ponía una cara todavía más fea.

– Es inútil -decía mi madre-. Tenemos un contrato y no se puede cancelar.

Y yo seguía llorando a lágrima viva.

No vi a mi futuro marido hasta los ocho o nueve años.

Mi mundo conocido era el recinto de mi familia en el pueblo cercano a Taiyuan. Mi familia vivía en una modesta casa de dos plantas, con una vivienda más pequeña que sólo tenía un par de habitaciones para la cocinera, la sirvienta y sus familias. Nuestra casa se levantaba en una pequeña colina, a la que llamábamos Tres Escalones al Cielo, pero que en realidad estaba formada por capas de barro acarreadas por el río Fen y endurecidas en el transcurso de los siglos. El río discurría junto al muro oriental de nuestro recinto, un río al que, según decía mi padre, le gustaba engullir a los niños. Contaba que en cierta ocasión se tragó a toda la ciudad de Taiyuan. En verano las aguas del río bajaban marrones y en invierno tenían un color azul verdoso en los tramos estrechos por donde fluía con rapidez, mientras que en los lugares más anchos estaban inmóviles, congeladas, de un blanco glacial.

Recuerdo el día de Año Nuevo en que mis familiares capturaron muchos pescados, gigantescos y viscosos seres cogidos mientras aún dormían en el lecho helado del río, tan frescos que incluso después de destripados bailaban sobre sus colas cuando los echaban a la sartén caliente.

Aquel fue también el año en que vi por vez primera al niño que sería mi marido. Cuando empezaron los fuegos artificiales se puso a berrear, aunque ya no era un bebé.

Más adelante le veía en las ceremonias del huevo rojo, cuando imponían sus nombres verdaderos a los bebés de un mes. Estaba sentado sobre las viejas rodillas de su abuela, que casi crujían bajo su peso, y se negaba a comer todo lo que le ofrecían, apartando siempre la nariz como si le dieran un encurtido hediondo en vez de un dulce.

Como ves, no sentí un amor instantáneo hacia mi futuro marido, como hoy vemos que ocurre en los seriales de televisión. Aquel chico me parecía más bien un primo fastidioso. Aprendí a ser cortés con los Huang y especialmente con Huang Taitai. Mi madre me empujaba hacia ella, diciéndome:

– ¿Qué le dices a tu madre?

Y yo me sentía confusa, sin saber a qué madre se refería.

Entonces me volvía hacia mi madre verdadera y le decía: «Perdona, mamá», para dirigirme luego a Huang Taitai y ofrecerle una golosina, diciéndole: «Para ti, madre». Recuerdo que una vez le di un pedazo de syaumei, una especie de budín relleno que me encantaba. Mi madre le dijo a Huang Taitai que yo había hecho aquel budín especialmente para ella, aunque en realidad sólo hurgué sus lados humeantes con un dedo cuando la cocinera lo volcó en la bandeja de servicio.

Mi vida cambió por completo cuando tenía doce años, el verano en que llegaron las grandes lluvias. El río Fen, que atravesaba el centro de las tierras de mi familia, inundó las llanuras, destruyó todo el trigo que había plantado mi familia aquel año e inutilizó la tierra por varios años. Incluso nuestra casa en la cima de la pequeña colina se hizo inhabitable. Al bajar del segundo piso, vimos que los suelos y los muebles estaban cubiertos de barro viscoso. En los patios se amontonaban árboles arrancados de cuajo, fragmentos de pared desmoronados y pollos muertos. Aquel estropicio nos redujo a una pobreza extrema.

En aquellos tiempos no podías ir a una compañía de seguros, decir que alguien te había causado tales daños y pedir un millón de dólares. No, en aquel entonces, si habías agotado tus posibilidades, mala suerte. Mi padre dijo que no teníamos más alternativa que trasladamos a Wushi, hacia el sur, cerca de Shanghai, donde el hermano de mi madre tenía una pequeña fábrica de harina. Mi padre nos explicó que toda la familia, excepto yo, partiría de inmediato. Yo tenía doce años y ya era lo bastante mayor para separarme de mi familia y vivir con los Huang.

Las carreteras estaban tan enfangadas y llenas de baches gigantescos que no había ningún camionero dispuesto a venir a la casa. Tuvieron que dejar atrás los muebles pesados y la ropa de cama, que ofrecieron a los Huang como mi dote. Mi familia fue, pues, muy práctica. Según mi padre, aquella dote era más que suficiente, pero no pudo evitar que mi madre me diera su chang, un collar de jade rojo. Cuando me lo puso alrededor del cuello, sus gestos y su expresión eran muy severos, y me di cuenta de lo triste que estaba.