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Nos quitamos mutuamente las migas de la ropa, y al terminar nuestro festín se hizo el silencio y volví a sentirme inquieta. De repente vi una libélula de cuerpo carmesí muy grande y alas transparentes. Me levanté de un salto y corrí tras ella, seguida por mis medio hermanas, que saltaban y alzaban las manos hacia el insecto.

– ¡Ying-ying! -oí que me llamaba el ama, y Número Dos y Número Tres se escabulleron. El ama estaba en el patio y mi madre y las otras señoras cruzaban ahora la puerta lunar. La mujer se me acercó a paso vivo y se agachó para alisar mi chaqueta amarilla-. Syin yifu! Yidafadwo! (¡Tu ropa nueva! ¡Todo esparcido por ahí!) -gritó con ostentosa congoja.

Mi madre sonrió y vino hacia mí, volvió a colocarme en su sitio unas hebras de cabello rebelde y las fijó en la trenza arrollada.

– Un chico puede correr y perseguir libélulas, porque así es su naturaleza -me dijo-, pero una muchacha debe estarse quieta. Si permaneces inmóvil largo rato, la libélula ya no te verá. Entonces se acercará a ti y se ocultará en tu cómoda sombra.

Las ancianas mostraron con risas su acuerdo, y entonces todas me dejaron en medio del patio caluroso.

Me quedé perfectamente inmóvil, como me había dicho mi madre, y descubrí mi sombra. Al principio era sólo una mancha oscura sobre las esterillas de bambú que cubrían los ladrillos del patio, con las piernas cortas, los brazos largos y una trenza oscura y enrollada como la mía. Cuando movía la cabeza, ella también lo hacía. Ambas agitamos los brazos y levantamos una pierna. Me volví para marcharme y ella me siguió. Me volví rápidamente y la vi ante mí. Alcé la estera de bambú para ver si podía arrancar mi sombra, pero estaba debajo de la estera, sobre los ladrillos. Grité de placer por la astucia de mi propia sombra. Corrí hacia el círculo umbrío bajo el árbol, viendo cómo mi sombra me perseguía.

Entonces desapareció. Quería a mi sombra, ese lado oscuro mío que poseía la misma naturaleza inquieta que yo.

Entonces oí que el ama me llamaba de nuevo.

– ¡Ying-ying! Es la hora. ¿Estás preparada para ir al lago? -Asentí, eché a correr hacia ella, y mi yo se me adelantó-. Despacio, despacio -me advirtió el ama.

Toda nuestra familia estaba ya sentada en el exterior, charlando animadamente, cada uno de sus miembros con un atavío que le daba aspecto de importancia. Baba llevaba un traje nuevo de color marrón, sencillo pero de una seda cuya textura y confección eran evidentemente de gran calidad. Mamá vestía chaqueta y falda de colores inversos a los míos: seda negra con franjas amarillas. Mis medio hermanas llevaban blusas de color rosa, así como sus madres, las concubinas de mi padre. Mi hermano mayor vestía chaqueta azul con unos bordados que parecían los cetros de Buda para una larga vida. Hasta las ancianas se habían puesto sus mejores galas para la celebración: la tía de mamá, la madre de Baba y su prima, y la gorda esposa del tío abuelo, la cual todavía se depilaba las cejas y siempre andaba como si cruzara un arroyo resbaladizo, con dos pasitos seguidos de una mirada temerosa.

Los criados ya habían cargado en un jinrikisha las provisiones básicas de la jornada: un capazo lleno de zong zi, el arroz pegajoso envuelto en hojas de loto, unas rellanas de jamón soasado y otras de semillas dulces de loto, un hornillo para hervir el agua del té, otro capazo con tazas, cuencos y palillos, un saco de manzanas, granadas y peras, húmedos tarros de barro con carnes y verduras en conserva, pilas de cajas rojas cada una de las cuales contenía cuatro pastelillos lunares y, por supuesto, esterillas para la siesta de la tarde.

Entonces todos subimos a los jinrikishas, los niños más pequeños sentados al lado de sus amas. En el último momento, antes de partir, me zafé del ama, que me tenía cogida, y salté del vehículo para subir al de mi madre, cosa que desagradó al ama, porque era una conducta presuntuosa por mi parte y también porque el ama me quería más que a su propio hijo, al cual abandonó siendo un bebé, cuando falleció su marido y vino a mi casa para ser mi ama de cría. Pero yo estaba muy mimada por su culpa. Nunca me había enseñado a tener en cuenta sus sentimientos y por ello el ama sólo era para mí alguien que me ofrecía comodidad, como un ventilador en verano o una estufa en invierno, una bendición que sólo aprecias y quieres cuando ya no está presente.

Al llegar al lago, me llevé una decepción porque no había ni un soplo de brisa refrescante. Los hombres que tiraban de nuestros jinrikishas estaban empapados en sudor, abrían la boca y resollaban como caballos. En el embarcadero contemplé a los ancianos que iban subiendo a una gran embarcación alquilada por nuestra familia. Tenía forma de casa de té, con un pabellón a cielo abierto mayor que el de nuestro patio, muchas columnas rojas y un tejado puntiagudo, y detrás una especie de cenador con ventanas redondas.

Cuando nos tocó el turno, el ama me cogió la mano con fuerza y cruzamos la pasarela, que se movía bajo nuestros pies, pero en cuanto estuve en cubierta me liberé del ama y, junto con Número Dos y Número Tres, me abrí paso entre las piernas de la gente, rodeadas de ondulantes sedas oscuras y brillantes, para ver quién sería la primera en recorrer toda la longitud del barco.

Me encantaba la sensación de inestabilidad, casi de caída, primero a un lado y luego al otro. Los farolillos rojos que colgaban del tejado y las barandillas se movían como impulsados por la brisa. Mis medio hermanas y yo deslizamos las manos por los bancos y mesitas del pabellón, seguí mas con los dedos los dibujos de las amadas barandillas de madera y nos asomamos a las aberturas para ver el agua allá abajo. ¡Y aún nos quedaban más cosas por descubrir!

Abrí una pesada puerta que daba al cenador y corrí a través de una pieza que parecía una gran sala de estar. Mis hermanas me seguían, riendo. Otra puerta abierta me reveló una cocina, en cuyo interior había gente. Un hombre que sostenía una voluminosa cuchilla se volvió, y al vemos nos llamó, pero sonreímos tímidamente mientras retrocedíamos.

En la popa del barco vimos gente de aspecto humilde: un hombre que metía leños en una chimenea alta, una mujer que cortaba verduras y dos muchachos de rudo semblante, acuclillado s cerca del borde de la embarcación sujetando un cordel atado a una jaula de tela metálica, que pendía justamente por debajo de la superficie del agua. Ni siquiera nos dirigieron una mirada.

Regresamos a la proa del barco, a tiempo de ver que el muelle se alejaba de nosotras. Mamá y las demás señoras ya estaban sentadas en unos bancos alrededor del pabellón, abanicándose con brío y dándose mutuamente palmadas en los lados de la cabeza cuando se les posaban mosquitos. Baba y el tío estaban apoyados en una barandilla, hablando con voces profundas y serias. Mi hermano y unos primos habían encontrado una larga vara de bambú y la introducían en el agua como si así pudieran hacer que el barco avanzara con más rapidez. Los criados estaban sentados en el extremo delantero, dedicados a calentar agua para el té, pelar nueces de gingco tostadas y vaciar los capazos de alimentos para servir una comida fría.

Aunque el lago Tai es uno de los mayores de China, aquel día parecía estar repleto de embarcaciones: botes de remos, botes de pedales, veleros, pesqueros y pabellones flotantes como el nuestro, y así a menudo pasábamos por el lado de otros barcos y veíamos personas inclinadas y con las manos metidas en el agua fresca o que iban a la deriva, dormidas bajo un toldo de paño o una sombrilla lubricada con aceite.

De repente oí los gritos: «¡Aahh! ¡Aahh! ¡Aahh!» y pensé que por fin había empezado la fiesta. Corrí al pabellón y encontré a las tías y tíos riendo, mientras cogían con los palillos gambas bailarinas, que todavía coleaban y agitaban sus patitas. Así pues, eso era lo que había contenido la jaula de tela metálica bajo el agua, gambas de agua dulce, que ahora mi padre mojaba en una salsa picante de soja y engullía tras un par de mordiscos.

Pero la emoción no tardó en disiparse y la tarde pareció transcurrir como cualquier otra en casa: la misma apatía después de la comida, un poco de chismorreo soñoliento con el té caliente, el ama diciéndome que me acueste en la esterilla, el silencio cuando todo el mundo duerme durante las horas más calurosas del día.

Me enderecé y vi que el ama aún dormía, tendida oblicuamente en la estera. Regresé a la popa, donde los muchachos de aspecto rudo estaban sacando de una jaula de bambú un ave de gran tamaño y cuello largo que lanzaban graznidos de protesta y tenía un aro metálico alrededor del cuello. Uno de los muchachos lo inmovilizó, rodeándole las alas con los brazos, mientras el otro ataba una gruesa cuerda a la anilla metálica. Entonces la soltaron; el ave se precipitó agitando frenéticamente sus alas blancas, revoloteó sobre el borde del barco y se posó en las aguas brillantes. Me acerqué al borde y miré al pájaro, que me devolvió la mirada con un solo ojo, cauteloso, antes de zambullirse y desaparecer.

Otro chico arrojó al agua una balsa de cañas rojas huecas, se zambulló y al emerger subió a la balsa. Instantes después también apareció el ave, meneando la cabeza para sujetar un gran pescado que tenía en el pico. Subió a la balsa e intentó tragárselo pero, naturalmente, la anilla alrededor de su cuello se lo impedía. Con un solo movimiento, el muchacho le arrebató el pescado del pico y lo lanzó a su compañero del barco. Aplaudí y el ave se sumergió de nuevo.

Durante la hora siguiente, mientras el ama y los demás dormían, me quedé allí mirando, como un gato hambriento que espera su turno, mientras un pescado tras otro aparecían en el pico del ave para acabar en un cubo de madera sobre la cubierta del barco. Entonces el chico que estaba en el agua le gritó al otro: «¡Suficiente!», y el del barco gritó a alguien que estaba en la parte del barco oculta a mi vista. Se oyeron fuertes ruidos metálicos y silbidos, mientras el barco se movía de nuevo. El muchacho que estaba a mi lado se lanzó al agua, subió a la balsa y se quedó allí en cuclillas, junto al otro: parecían dos pájaros posados en una rama. Les saludé agitando la mano, envidiosa de la libertad con que se movían, y pronto quedaron lejos, convertidos en una pequeña mancha amarilla que se balanceaba en el agua.

Esta sola aventura me habría bastado, pero seguí allí, como sumida en un sueño agradable, y al volverme vi a una mujer adusta agachada ante el cubo de pescado; sacó un cuchillo de hoja delgada y afilada y empezó a destripar los pescados, quitándoles las entrañas rojas y viscosas y lanzándolas al agua por encima del hombro. La vi raspar las escamas, que volaban como fragmentos de cristal, y luego poner fin al gorjeo de dos pollos, a los que decapitó. Una gran tortuga estiró el cuello para coger un palito y, ¡zas!, también perdió la cabeza. En un recipiente había una masa oscura de delgadas anguilas de agua dulce, que se contorsionaban furiosamente. Entonces la mujer se lo llevó todo a In cocina, sin decir una sola palabra. Ya no había nada más que ver.