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Apenas lo había probado, empezó a elevarse y luego voló, no como la Reina Madre, sino como una libélula con las alas rotas.

– ¡Expulsada de esta tierra por mi perversidad! -gritó en el mismo momento en que su esposo regresaba a casa.

– ¡Ladrona! -gritó él-. ¡Esposa que me roba la vida!

Empuñó su arco, apuntó una flecha hacia su esposa y con el retumbar de un gong, el cielo se ennegreció.

¡Wya¡h! Wyah! La triste música del laúd se reanudó, mientras se iluminaba el cielo sobre el escenario. Y allí estaba la pobre dama, contra una luna brillante como el sol. Ahora tenía el cabello tan largo que le llegaba al suelo, y se enjugaba las lágrimas. Había transcurrido una eternidad desde la última vez que vio a su marido, pues tal era su destino: permanecer perdida en la luna, anhelando eternamente sus deseos egoístas.

– Pues la mujer es yin -exclamó tristemente-, la oscuridad interior, donde yacen las pasiones inmoderadas. Y el hombre es yang, la brillante verdad que ilumina nuestra mente.

Cuando finalizó el relato cantado, yo estaba llorando y temblaba desesperadamente. Aunque no había entendido toda la historia, comprendía la aflicción de la dama, pues en un brevísimo instante ambas habíamos perdido el mundo, sin que hubiera ninguna manera de regresar.

Sonó un gong y la Dama de la Luna inclinó la cabeza y miró serenamente a un lado. El público aplaudió vigorosamente, y entonces el mismo joven de antes salió al escenario y anunció:

– ¡Aguardad todos! La Dama de la Luna ha consentido en conceder un deseo secreto a cada uno de los presentes… -Un movimiento de excitación se propagó entre la gente, cuyo murmullo se intensificaba-. Por una pequeña contribución… -siguió diciendo el joven, y la gente empezó a dispersarse, entre risas y gruñidos-. ¡Es una oportunidad que sólo se presenta una vez al año! -exclamó el joven, pero nadie le escuchaba, excepto mi sombra y yo ocultas en los arbustos.

– ¡Tengo un deseo! -grité mientras corría descalza-. ¡Tengo uno!

Pero el joven no me prestó atención y bajó del escenario.

Seguí corriendo hacia la luna, para decirle a la dama lo que quería, porque ahora sabía cuál era mi deseo. Rápida como un lagarto, di la vuelta al escenario y llegué a la otra cara de la luna.

La vi allí, de pie e inmóvil sólo por un instante. Era hermosa, bañada por la luz que despedían una docena de lámparas de queroseno. Agitó sus largas trenzas oscuras y empezó a bajar los escalones.

– Tengo un deseo -le dije en un susurro, pero ella siguió sin prestarme oídos. Así pues, me acerqué más a la Dama de la Luna, hasta que pude verle el rostro: los pómulos hundidos, la nariz ancha y grasienta, dientes grandes y brillantes y los ojos enrojecidos. Con el mismo cansancio que reflejaba su rostro, se quitó la peluca, y su largo vestido se desprendió de sus hombros. Y mientras mis labios expresaban el deseo secreto, la Dama de la Luna me miró y se convirtió en un hombre.

Durante muchos años no conseguí recordar lo que quise que la Dama de la Luna me concediera aquella noche, ni cómo me encontró por fin mi familia. Ambas cosas me parecían una ilusión, un deseo concedido en el que no podía confiar. Y así, aunque me encontraron -más tarde, después de que el ama, Baba, el tío y los otros gritaran mi nombre a lo largo de la orilla-, nunca creí que mi familia había encontrado a la misma niña.

Luego, con el transcurso de los años, olvidé el resto de lo que sucedió aquel día: la triste historia que cantaba la Dama de la Luna, el pabellón flotante, el ave con la argolla en el cuello, las florecillas en mi manga, la quema de los Cinco Males.

Pero ahora que soy vieja y cada día me aproximo más al final de mi vida, también me siento más cercana al principio, y recuerdo cuanto sucedió aquel día porque ha sucedido muchas veces en mi vida: la misma inocencia, confianza e inquietud, la maravilla, el temor y la soledad, la manera en que me perdí.

Recuerdo todas esas cosas. Y esta noche, el día decimoquinto de la octava luna, también recuerdo lo que le pedí a la Dama de la Luna hace tanto tiempo. Deseé que me encontraran.