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Al principio, Vincent no quería dejarme jugar, pero cuando le ofrecí mis Life Savers para sustituir los botones que representaban las fichas faltantes, se avino. Eligió los sabores: cereza silvestre para el peón negro y menta para el caballo blanco. El ganador podría comerse los dos.

Mientras nuestra madre rociaba con harina y amasaba los pequeños círculos de pasta para el budín relleno que cenaríamos aquella noche, Vincent explicaba las reglas, señalando cada ficha.

– Cada uno tiene dieciséis fichas: un rey, una reina, dos alfiles, dos caballos, dos torres y ocho peones. Los peones sólo pueden moverse una casilla hacia adelante, con excepción del primer movimiento, en el que pueden avanzar dos, pero sólo pueden comerse fichas en sentido transversal, así, excepto al principio: entonces puedes moverlos adelante y comerte otro peón.

– ¿Por qué? -le pregunté mientras movía mi peón-. ¿Por qué no pueden avanzar más casillas?

– Porque son peones -replicó.

– Pero, ¿por qué tienen que moverse de través para comerse otras fichas? ¿Y por qué son todos peones y no hay peonas ni peoncitos?

– ¿Por qué es azul el cielo? -respondió Vincent-. ¿Por qué has de hacer siempre preguntas estúpidas? Esto es un juego y tiene unas reglas que yo no he inventado. Mira, está en el libro. -Golpeó una página con el peón que tenía en la mano-. Peón, ¿ves? P-E-O-N. Peón. Léelo tu misma.

Mi madre palmoteó ligeramente para quitarse la harina de las manos.

– Déjame ver el libro -dijo en voz queda. Examinó las páginas con rapidez, sin leer los símbolos ingleses, extraños para ella, sin apariencia de buscar algo en concreto-. Estas son reglas norteamericanas -concluyó, y en su inglés, tan deficiente cuando tenía que decir más de tres palabras, nos explicó-: Cuando vas a país extranjero, debes conocer reglas. Juez dice: no las conoces, pues lástima, vuelve a tu país. No te dicen por qué, y así no sabes manera para seguir adelante. Te dicen: no sabemos por qué, tú mismo descubres. Pero ellos saben desde principio. Así que mejor aceptas y descubres tú mismo. -Echó la cabeza atrás, con una sonrisa de satisfacción.

Más adelante averigüé todos los porqué, leí las reglas y busqué todas las palabras desconocidas en el diccionario. Tomé libros prestados de la biblioteca municipal de Chinatown y estudié cada ficha de ajedrez, tratando de absorber el poder que contenían.

Aprendí los movimientos iniciales y por qué es importante controlar el centro desde el principio, pues la distancia más corta entre dos puntos es una línea recta a partir del medio. Aprendí cómo se juega en el medio y por qué las tácticas entre dos adversarios son como ideas que chocan. El que juega mejor tiene los planes más claros tanto para atacar como para librarse de las trampas. Aprendí por qué la previsión es básica en la jugada final, una comprensión matemática de todos los movimientos posibles, así como paciencia. Todos los puntos flacos y las ventajas son evidentes para un adversario fuerte, mientras que un contrario fatigado no los percibe. Descubrí que es preciso hacer acopio de fuerzas invisibles para toda la partida y ver la jugada final antes de iniciar el juego.

También descubrí por qué nunca debía revelar el «por qué» a los demás. Retener cierto conocimiento es una gran ventaja que uno ha de almacenar para su uso futuro. Ese es el poder del ajedrez. Es un juego de secretos, en el que uno debe mostrar y jamás decir.

Me encantaban los secretos que descubría en las sesenta y cuatro casillas blancas y negras. Dibujé cuidadosamente un tablero y lo clavé en la pared, al lado de mi cama. Por las noches lo miraba y libraba en él combates imaginarios. Pronto dejé de perder partidas y tubos de Life Savers, pero perdí a mis adversarios. Winston y Vincent se interesaron más en recorrer las calles al salir de la escuela, tocados con sus sombreros de cowboy Hopalong Cassidy.

Una fría tarde de primavera, cuando regresaba a casa después de la escuela, me desvié a través del parque infantil en el extremo de nuestro callejón. Vi un grupo de ancianos, dos de ellos jugando al ajedrez con un tablero plegable, otros fumando en pipa, comiendo cacahuetes y mirando a los jugadores. Corrí a casa y cogí el tablero de Vincent, que estaba guardado en una caja de cartón sujeta con gomas elásticas. Seleccioné también dos de los mejores tubos de Life Savers. Regresé al parque y me acerqué a un hombre que estaba observando el juego.

– ¿Quiere jugar? -le pregunté. El me miró sorprendido y sonrió al ver la caja bajo mi brazo.

– Hace mucho tiempo que no juego con muñecas, hermanita -me dijo, sonriendo con benevolencia. Rápidamente puse la caja a su lado y saqué mi tablero.

Lau Po, como me permitió llamarle, resultó ser un jugador mucho más diestro que mis hermanos. Perdí muchas partidas y muchos Life Savers, pero en el transcurso de las semanas, a medida que desaparecían los tubos de caramelos, adquiría nuevos secretos, cuyos nombres me daba Lau Po. El doble ataque desde las orillas oriental y occidental, arrojar piedras al ahogado, la reunión súbita del clan, la sorpresa de la guardia durmiente, el humilde sirviente que mata al rey, arena en los ojos de las fuerzas que avanzan, una muerte doble sin sangre.

Conocí también los detalles de la etiqueta propia del ajedrez: mantener las piezas capturadas en hileras pulcras, como prisioneros bien custodiados, no anunciar nunca «jaque» con vanidad, para evitar que te degollara alguien con una espada invisible, no tirar nunca fichas a la salvadera tras haber perdido una partida, porque luego deberías buscarlas sin ayuda de nadie, tras haber pedido disculpas a los demás. Hacia el final del verano, Lau Po me había enseñado todo lo que sabia, y yo me habla convertido en una buena jugadora de ajedrez.

Los fines de semana, cuando jugaba y derrotaba a mis adversarios uno tras otro, se reunía a mi alrededor un grupo de chinos y turistas. Mi madre se sumaba a los espectadores para presenciar aquellas jugadas de exhibición al aire libre. Se sentaba, orgullosa, en el banco y, con una humildad apropiadamente china, decía a mis admiradores: «Tiene suerte».

Un hombre que me veía jugar en el parque le sugirió a mi madre que me dejara participar en los campeonatos de ajedrez del barrio. Mi madre respondió con una amable sonrisa que no significaba nada. Yo lo deseaba con todas mis fuerzas, pero me mordí la lengua. Sabía que no me dejaría jugar entre desconocidos, y así, cuando regresábamos a casa, le dije con un hilo de voz que no quería participar en el campeonato del barrio, pues tendrían reglas norteamericanas y, si perdía, sería una vergüenza para mi familia.

– Vergüenza es caerte si nadie empuja -sentenció mi madre.

Durante el primer campeonato, mi madre se sentó conmigo en la primera fila, mientras aguardaba mi turno. Yo movía las piernas con frecuencia, para despegarlas de la fría silla metálica plegable. Cuando oí mi nombre, me levanté de un salto. Mi madre desenvolvió algo que tenía en el regazo. Era su chang, una pequeña tableta de jade rojo que retenía el fuego del sol. «Da suerte», susurró, y la metió en el bolsillo de mi vestido. Me volví hacia mi contrario, un chico de quince años que venía de Oakland. El me miró, frunciendo la nariz.

Cuando empecé a jugar, el chico desapareció, los colores de la sala se esfumaron y no veía más que mis fichas blancas y las suyas negras que esperaban en el otro lado. Noté el soplo de una brisa ligera susurrándome secretos que sólo yo podía oír.

«Sopla desde el sur», musitaba. «El viento no deja rastro.» Vi un camino sin obstáculos, así como las trampas que debía evitar. La muchedumbre se movía y murmuraba. «¡Chis! ¡Chis!», decían las esquinas de la sala. El viento sopló con más fuerza. «Arroja arena desde el este para distraerle.» El alfil se adelantó, preparado para el sacrificio. El viento siseaba, cada vez con mayor intensidad. «Sopla, sopla, sopla. No puede ver, ahora está ciego, haz que se aparte del viento para que te sea más fácil derribarle.»

– Jaque -dije entonces. El viento rugió de júbilo y fue disminuyendo hasta confundirse con los leves soplos de mi respiración.

Mi madre colocó mi primer trofeo al lado del nuevo juego de ajedrez de plástico con que me había obsequiado la sociedad Tao del barrio.

– Próxima vez, gana más, pierde menos -me dijo al tiempo que frotaba las piezas con una gamuza.

– Pero mamá, no se trata de las piezas que pierdes. A veces es necesario perder algunas para seguir adelante.

– Mejor perder menos, ver si necesitas de veras.

En el torneo siguiente gané de nuevo, pero fue mi madre la que sonrió triunfante.

– Esta vez ocho piezas perdidas. Última vez once. ¿Qué te dije? ¡Mejor perder menos!

Yo estaba irritada, pero no podía decir nada.

Participé en más torneos, cada vez más lejos de casa, y gané todas las partidas y en todas las divisiones. El pastelero chino que tenía su tienda en los bajos de nuestro edificio expuso mi creciente colección de trofeos en el escaparate, entre los pasteles polvorientos que nadie compraba nunca. Al día siguiente de mi triunfo en un importante torneo regional, adornó el escaparate con un pastel de hojaldre recién hecho. La superficie era de nata batida y tenía una inscripción en letras rojas que decía: «Felicidades Waverly Jong, campeona de ajedrez de Chinatown». Poco después, el empresario de un negocio de floristería, grabado de lápidas y pompas fúnebres, me ofreció su patrocinio en torneos nacionales. Entonces mi madre decidió que dejara de fregar los platos y encargó mis tareas a Winston y Vincent.

– ¿Por qué tiene que jugar mientras nosotros hacemos todo el trabajo? -se quejó Vincent.

– Nuevas reglas americanas -dijo mi madre-. Meimei juega, exprime cerebro para ganar ajedrez. Vosotros jugáis, es como escurrir una toalla.

Cuando cumplí los nueve años era campeona nacional de ajedrez. Aún distaba unos 429 puntos de la categoría de gran maestro, pero ya me llamaban la Gran Esperanza Blanca, era un niño prodigio, y hembra por añadidura. Publicaron mi foto en la revista Life, al lado de una cita de Bobby Fischer: «Jamás una mujer llegará a gran maestro». El pie de la foto decía: «Tu jugada, Bobby».

El día que me hicieron la foto para la revista llevaba unas trenzas muy pulcras, sujetas con pasadores de plástico y adornadas con brillantitos de imitación. Estaba jugando en el gran salón de actos de un instituto de segunda enseñanza, donde resonaban las toses flemáticas del público y los chirridos del caucho que remataba las patas de las sillas al deslizarse sobre los suelos de madera recién encerados. Ante mí se sentaba un norteamericano que tendría la edad de Lau Po, quizá cincuenta años. Recuerdo que su frente sudorosa parecía llorar cada vez que yo movía una pieza. Llevaba un traje gris y maloliente, uno de cuyos bolsillos contenía un gran pañuelo grande con el que se enjugaba la palma antes de deslizar la mano hacia la pieza de ajedrez elegida con un gran floreo.