Изменить стиль страницы

Enfundada en un almidonado vestido blanco y rosa, con un rasposo encaje en el cuello, uno de los dos que mi madre me había confeccionado para aquellas ocasiones especiales, me sujetaba el mentón con las palmas, los codos ligeramente apoyados en la mesa, tal como mi madre me había enseñado para posar ante la prensa, y balanceaba los pies calzados con zapatos de charol como una niña impaciente en un autobús escolar. Entonces me detenía, aspiraba, agitaba la pieza elegida en el aire, como si no me decidiera, y finalmente la colocaba en su nuevo lugar amenazante y completaba la jugada dirigiendo a mi adversario una sonrisa de triunfo.

Ya no jugaba en el callejón de Waverly Place, nunca visitaba el parque infantil donde se reunían las palomas y los viejos. Iba a la escuela y regresaba directamente a casa para aprender nuevos secretos del ajedrez, ventajas hábilmente ocultas, nuevas rutas de escape.

Pero en casa me resultaba difícil concentrarme. Mi madre tenía la costumbre de permanecer a mi lado mientras yo planeaba mis jugadas. Creo que se consideraba una especie de aliada protectora. Apretaba los labios y después de cada jugada emitía un tenue «hummmm» nasal.

– Mamá, no puedo practicar si te quedas aquí -le dije un día.

Ella se retiró a la cocina y empezó a trastear ruidosamente con cazuelas y sartenes. Cuando cesó el ruido, vi por el rabillo del ojo que estaba de pie en el vano de la puerta. Emitió otro «¡hummm!», esta vez con la garganta.

Mis padres hicieron muchas concesiones para permitirme practicar. Una vez me quejé de que el dormitorio que compartía con mis hermanos era tan ruidoso que me impedía pensar. A partir de entonces los chicos durmieron en una cama instalada en la sala de estar, en el lado que daba a la calle. Dije que no podía terminar el arroz porque la cabeza no me funcionaba bien cuando tenía el estómago demasiado lleno. Me levantaba de la mesa con los cuencos a medio terminar y nadie protestaba. Una sola tarea no pude evitar: los sábados, cuando no se celebraba ningún torneo, tenía que Acompañar a mi madre al mercado. Ella caminaba orgullosa a mi lado y visitaba tiendas, pero compraba muy poco.

– Esta es mi hija, Wave-ly Jong -decía a todo el que nos miraba.

Un día, al salir de una tienda, se lo planteé.

– Desearía que no hicieras eso, mamá -le dije en voz baja-. Decir a todo el mundo que soy tu hija…

Mi madre se paró en seco en medio de la acera atestada de gente. Los transeúntes pasaban cargados con pesadas bolsas, rozándonos o empujándonos con los hombros.

– Aiii-ya. ¿Tanta vergüenza estar con madre? -Me apretó la mano más fuerte todavía, mientras me fulminaba con la mirada.

– No es eso -le dije, bajando la vista-, pero se nota tanto… haces que me sienta violenta.

– ¿Violenta por ser mi hija? -La voz le temblaba de ira.

– Eso no es lo que quiero decir, no es lo que he dicho.

– ¿Qué dices entonces?

Sabía que era un error seguir discutiendo, pero no pude contenerme.

– ¿Por qué tienes que utilizarme para lucirte? Si quieres hacerla, ¿por qué no aprendes a jugar al ajedrez?

Los ojos de mi madre se transformaron en dos peligrosas ranuras negras. No tenía palabras para mí, sino sólo silencio.

Noté el soplo del viento alrededor de mi cabeza. De un tirón, me libré de la mano de mi madre que aferraba la mía y giré sobre mis talones, tropezando con una anciana, cuya bolsa de la compra cayó al suelo.

– ¡Aiii-ya! ¡Niña estúpida! -gritaron mi madre y la mujer.

Naranjas y latas de conservas rodaron por la acera. Mientras mi madre ayudaba a la anciana a recoger los alimentos en desbandada, me di a la fuga. Corrí calle abajo, sorteando a los transeúntes, sin mirar atrás.

– ¡Meimei! ¡Meimei! -gritaba mi madre a voz en cuello.

Huí por un callejón, pasé ante tiendas oscuras, con las cortinas corridas, y comerciantes que limpiaban la mugre de sus escaparates, salí a la luz del sol, a una amplia calle llena de turistas que examinaban chucherías y souvenirs, me metí en otro callejón oscuro, salí a otra calle, entré en otro callejón… Corrí hasta notar punzadas de dolor y me di cuenta de que no tenía ningún lugar a donde ir, de que no estaba huyendo de nada. En aquellos callejones no había ninguna ruta de escape.

Mi aliento parecía el humo de un voraz incendio. Hacía frío. Me senté en un cubo de plástico volcado, junto a una columna de cajas vacías, apoyé el mentón en las manos y reflexioné. Imaginé a mi madre recorriendo las calles, primero a paso vivo y luego, abandonando la búsqueda y regresando lentamente a casa para esperarme allí. Al cabo de dos horas me levanté y, con las piernas temblorosas, volví despacio a casa.

El callejón estaba en silencio y vi las luces amarillas de nuestro piso, brillantes en la noche como los ojos de un tigre. Con mucha cautela, procurando no hacer el menor ruido que advirtiera de mi presencia, subí los dieciséis peldaños hasta el piso. Giré el pomo de la puerta, pero estaba cerrada con llave. Oí el ruido de una silla, pasos rápidos, el clic-clic de la llave en la cerradura… y la puerta se abrió.

– Ya era hora de que llegaras a casa -me dijo Vincent-. Te has metido en un buen lío.

Mi hermano volvió a su sitio en la mesa, sobre la que había una fuente con los restos de un gran pescado, su cabeza carnosa todavía unida a las espinas, nadando a contracorriente, en un vano intento de huida. Inmóvil, esperando mi castigo, oí la voz seca de mi madre:

– Esa niña no es nuestra. Nada que ver con nosotros. Los demás no me miraron. Los palillos de hueso tintineaban en el interior de los cuencas, cuyo contenido pasaba velozmente a las bocas hambrientas.

Entré en mi dormitorio, cerré la puerta y me tendí en la cama. El cuarto estaba a oscuras, el techo lleno de sombras producidas por las luces de los pisos vecinos a la hora de la cena.

Imaginé un tablero de ajedrez con sesenta y cuatro casillas blancas y negras. Ante mí estaba mi adversaria, dos ranuras negras y airadas por ojos y una sonrisa de triunfadora.

– Viento más fuerte no puede verse -me dijo.

Sus fichas negras avanzaron por el tablero, desfilando lentamente hacia cada nivel sucesivo como una sola unidad. Mis fichas blancas gritaron y se escabulleron, cayendo por el borde del tablero una tras otra. A medida que sus fichas se aproximaban a mi lado del tablero, sentí que me volvía cada vez más liviana. Me alcé en el aire y salí volando por la ventana. Subí y subí, por encima del callejón y los tejados, donde me recogió el viento y me llevó hacia el cielo nocturno, hasta que todo lo de abajo desapareció y me encontré sola.

Cerré los ojos y me concentré en mi siguiente jugada.